sábado, 29 de octubre de 2011

Hotel Madrid, y 2: Sin rastro de Myrna Minkoff

Después de mi decepción ante el fracaso asambleario de la primera planta, decidí continuar recorriendo las estancias del Hotel Madrid en un intento desesperado por dar con algo que mereciera la pena. Ignoro cuanto tiempo ha estado cerrado, pero el deterioro general es evidente. Las paredes tienen desconchones y humedades, hay agujeros en el techo, las moquetas están sucias y las cortinas raídas. Todo ello hace que este edificio concebido para albergar personas resulte contradictoriamente inhóspito. El esfuerzo que los indignados han realizado por decorarlo con carteles y mensajes de toda índole (algunos doblados al vasco, incluso, para no herir sensibilidades) ha sido en vano. Para que nos entendamos: ni harta de vino pernoctaría yo allí una sola noche.

En la segunda planta, tal vez la tercera, di con una habitación en cuya puerta se había colocado el siguiente rótulo: “Grupo de política a largo plazo”. Con emoción recuperada, no dudé en adentrarme a escuchar lo que aquellos visionarios estrategas tenían que decir. Era un grupo reducido, de no más de 15 personas y un gato, donde todos fumaban weed (también el gato, sospecho), eso sí, cada uno el suyo, no compartían. Parecían instalados en cierto tipo de superioridad moral/intelectual que les impedía mezclarse con la algarabía de la asamblea general. Estos deben de ser los listos, me dije, y puse todas mis facultades al servicio de lo que ellos llaman “escucha activa”. Sin embargo, ay, nadie me desveló el futuro que el incierto devenir del mundo nos depara. Un tipo cuarentón, que parecía ser el cabecilla, empezó a quejarse del caos general que reina en el hotel. Al parecer, los robos están a la orden del día y no debe de quedar un solo centímetro de hilo de cobre en todo el edificio. El hombre decía desconfiar de todo aquel que no conocía y se atrevía a lanzar acusaciones concretas. Recuerdo que la tenía especialmente tomada con alguien a quien se refería como “el de la perilla”, un sujeto al parecer siniestro, que se reunía con sus acólitos en la última planta del hotel, donde no dejaban pasar a nadie, y que tenía varios secuaces vigilando en la escalera. Según explicaba, estos seguratas improvisados no tenían preocupación ninguna por el movimiento y aseguraba que solo estaban allí para robar todo aquello que más tarde les pudiera proporcionar “una dosis”.

Otro de los presentes se dedicó a insultar a los indignados de la facción de la acampada de Sol, a cuya asamblea, decía, no pensaba volver. Además, planeaba algún tipo de venganza personal contra ellos, ignoro en respuesta a qué ofensa, y afirmaba que iba a publicar no sé qué en la web de 'Toma la plaza', “para que se jodan”.

Pero más allá de las guerras intestinas, que resultan sin duda interesantes y nos descubren que el pretendido movimiento global está, en realidad, lleno de fisuras. Más allá de esto, digo, el comentario más interesante vino de una chica que afirmó estar muy preocupada por el modo en que el movimiento está sirviendo de abono para sectas como el Partido Humanista, que aprovecha la coyuntura para captar a jovencitos inocentes.

En vista de que allí la política a largo plazo brillaba por su ausencia, me largué y continué subiendo pisos. En el último aproveché para salir a la azotea y contemplar la vista de la calle Carretas y la Puerta del Sol. Ya era de noche y la ciudad resplandecía iluminada. A lo lejos, se alzaba el edificio de Telefónica, con su reloj en lo alto, inconfundible. Aquella vista fue la primera cosa y acaso la última que me pareció que merecía la pena en todo el hotel.

El último piso era, sin duda, el más deteriorado de todos, y allí fui a dar con el ínclito grupo del que hablaban varias plantas más abajo. Recuerdo a un tipo calvo, de aspecto siniestro y perilla de chivo, que enseguida identifiqué como aquel que había escuchado tenía guardianes en la escalera. Tampoco estos hablaban de nada trascendente. Ni política, ni economía, ni sociedad. No tardé en notar que mi presencia despertaba miradas recelosas y desconfianza, por lo que, transcurridos un par de minutos, decidí poner rumbo a la calle, ya había tenido suficiente Hotel Madrid.

Cuando, alcanzaba la primera planta, un chico de estética skinhead (antifa, supongo) salió corriendo del salón donde había tenido lugar la asamblea general, llevándome por delante en su empeño. “¡Quita!”, me empujó de malos modos y desapareció escaleras abajo. La gente que llenaba ahora la primera planta daba un poco de miedo y no tenía pinta de querer cambiar el mundo. Alguien discutía acaloradamente al fondo de la sala, así que me apresuré en tomar la calle para evitar problemas. A la salida, encontré al skinhead que había estado a punto de tirarme al suelo inmerso en una pelea. Un tío daba voces, amenazando con quemar el hotel y asesinar a todos los que había dentro. “Vais a saber lo que es un gitano”, gritaba, “ ahora podréis acusar con motivo”. Intuí que el gitano en cuestión debía ser uno de aquellos sobre los que recaían las sospechas de robo.

Si cuando entré tuve la sensación de asistir a una suerte de chaladura colectiva, delirante pero cómica al fin, al salir me dio la impresión de estar abandonando un lugar oscuro e insano. La escena inicial de la asamblea tenía algo mágico, una combinación extraña de 'La vida de Brian' y de Myrna Minkoff, aquel personaje genial de John K. Toole. Pero ya no quedaba nada de los Monty Python ni de la Conjura de los necios. Nada puedo salvar, por tanto, de este 15m que, ahora sí puedo decirlo, conozco desde dentro.


jueves, 27 de octubre de 2011

Hotel Madrid 1: una visión hermenéutica

Los que me conocen, saben que desde el principio me he posicionado en contra de lo que se ha dado en llamar el movimiento 15m. Algunos me han tachado de prejuiciosa, de hablar sin molestarme en conocer el fenómeno desde dentro. Dispuesta a vencer las críticas, me pareció que el 15 de octubre representaba la fecha idónea para conceder el beneficio de la duda a los indignados, acercarme hasta su enésima manifestación, que esta vez sería global, y admitir que lo que allí viera podía cambiar para siempre mi forma de mirarles.

En Cibeles me encontré un panorama desolador que superó cualquier opinión preconcebida. Los manifestantes coreaban consignas contrarias al pago de la deuda, exhortaban al abandono de la Unión Europea y del Euro, llamaban a la huelga general y a la revolución. Me pregunté en qué modo todas estas proclamas podrían beneficiar a la ciudadanía y en qué grado contribuirían a sacarnos de la crisis. No hace falta ser Krugman para hacerse una idea. Lo último que podía esperar de quienes se dicen de izquierdas es este sentimiento antieuropeo recién sobrevenido, esa tendencia a la disgregación que Ortega llamaba “barbarie”.

Voceros con megáfono vomitaban sus mejores creaciones intelectuales para deleite del gran público: Urdangarín, a trabajar al Burger King. Marichalar, a trabajar al Pizza Hut. La Leonor, a trabajar al Hipercor. Y la Sofía, de cajera en el Día. Para el presidente del Santander no hubo siquiera poesía: Botín, hijo de puta. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, solo yo parecía horrorizada. La invitación para que me marchara se hizo evidente cuando un coro de papagayos comenzó a entonar su ópera prima: “PSOE y PP la misma mierda es”.

A pesar de tan triste episodio, decidí no bajar los brazos y darles otra oportunidad. Para ello, me acerqué hasta el Hotel Madrid, que el 15m mantiene ocupado desde hace algún tiempo. A la entrada me pidieron una firma para la causa, que decliné cortésmente, aduciendo que en primer lugar me gustaría visitar las instalaciones. Con una sonrisa me dieron la bienvenida.

Todo el hotel está empapelado con carteles y mensajes: las paredes piden respeto, los espejos conminan a mirarse por dentro y los armarios instan a salir de ellos. En el primer piso, junto a la recepción, hay un sofá medio desvencijado donde encontré un grupo de personas de esas que sufren estoicamente y en silencio (supongo) su preocupación por el fondo de rescate europeo, pero que no pueden disimular evidentes rasgos de adicción a la heroína. Un poco más allá, en un salón de tamaño considerable, di con la celebración de una asamblea. Emocionada, me acerqué a escuchar. Después de tanto oír hablar de ellas, al fin tenía la oportunidad de presenciar una.

Habría unas 80 personas, la mayoría jóvenes, muchos adolescentes, no pocos jubilados y algunos niños y perros. La visibilidad era reducida, pues una niebla de humo lo anegaba todo (imagino que la asamblea aprobaría la concesión de fumar). No sé si serían los efluvios de la marihuana, pero juro que nunca asistí a espectáculo más surrealista y esperpéntico que aquel. Si cuando entré estaba ávida por descubrir las deslumbrantes propuestas que aquellos rebeldes tenían que ofrecer al mundo, pronto entendí que allí no iba a tener lugar alumbramiento ilustrado ninguno. Después de hablar del grupo de peluquería, los grupos de cocina y social coparon el debate. Un chico con cresta moderaba la tertulia. Cuando alguien hacía una propuesta, los demás aprobaban su intervención sacudiendo sus manos en una suerte de aplauso silencioso que guardaba una analogía mayor con cualquier danza de iniciación ritual africana que con lo que entendemos por ovación en occidente. Si alguien estaba en desacuerdo, disponía los brazos cúbito sobre radio, en forma de aspa, y aquello implicaba un “bloqueo”. Un veto, vamos. Había una tercera seña, cuyo significado no logré desentrañar y que a mí me recordaba al gesto con que un jugador lesioando solicita un cambio.

Pero si la mímica era interesante, no lo era menos el lenguaje. El moderador no hacía tal cosa, sino que llevaba a cabo la “dinamización” del grupo. Los alegatos al amor, la paz, los ideales, los sueños y el prójimo eran frecuentes: “todos somos hermanos”, dijo alguien. Si uno interrumpía cuando otro hablaba, los demás, en un tono que resultaba ridículamente serio, le pedían “escucha activa” y “respeto, compañero, respeto”. Como esto no era suficiente para contener la verborrea de algunos, el “dinamizador” terminó por solicitar a los agitadores que salieran de la sala unos minutos para “reflexionar” sobre lo que habían hecho. No pude contener la risa: “¡Como en el cole”!, salté, pero a nadie más le pareció gracioso. No obstante, ni siquiera esta medida punitiva logró templar los ánimos del respetable, incapaz de ponerse de acuerdo en nada. Unos pedían matizar una propuesta, otros bloquearla. También cabía matizar bloqueos, bloquear matices, aunque no así informaciones. “Una información no se puede bloquear”, recordó alguien de “coordinación interna”, mientras otro apuntaba que sería preciso “teorizar sobre el bloqueo de bloqueos”. Aquello, más que una asamblea, parecía una maratón de 'piedra, papel, o tijera'. Supongo que las propuestas son como un papel y el bloqueo como una tijera que puede cortarlo. Sin embargo, las informaciones han de ser piedras, pues no hay bloqueo/tijera que pueda con ellas. Esta es la explicación que yo me di a mí misma para tratar de comprender algo.

En medio de esta chaladura ininteligible, tomó la palabra un señor mayor que afirmó ser analfabeto. El hombre alzó la voz sobre el resto y dijo: “Los jóvenes no sé para qué queréis tantos estudios ni tanta polla, si lleváis aquí un mes y medio y aún no habéis sido capaces de hacer nada”. Creo que son las palabras más sensatas que han escuchado las paredes de ese hotel.

Yo temía que en cualquier momento el dinamizador fuera a proclamar que la parte contratante de la primera parte sería considerada como la parte contratante de la primera parte. Así pues, decidí huir de aquel lugar y de aquel lenguaje de politburó hippie, y visitar los pisos superiores. Justo en ese instante, los del grupo de teatro se quejaban de que había “problemáticas” (¡esa obsesión por alargar las palabras ad infinitum!) relativas a su división que aún no se habían “asambleado”. Algunos agitaban las manos en señal de aplauso, otros cruzaban los brazos como muestra de “disenso” y yo estuve tentada de pedir al míster el cambio...

Continuará...