martes, 18 de diciembre de 2012

Obama y el control de las armas: el poder de los lobbies

La matanza de Newtown parece haberse convertido en un focusing event para introducir en la agenda pública de los Estados Unidos el control de armas. Obama llamó en el discurso pronunciado tras la tragedia a actuar para cambiar las cosas, alegando que no podemos aceptar que “la violencia que ataca a nuestros niños año tras año es solo el precio que pagamos por nuestra libertad”. Hoy, la sociedad americana y los medios de comunicación debaten en la calle, en los editoriales y en las tribunas de opinión acerca de la necesidad de implantar leyes más restrictivas sobre la tenencia de armas. El metal tranquilo de la voz del presidente y su capacidad para conquistar por medio de la palabra han hecho creer a muchos que Obama podría llegar a conseguir su objetivo. Además, el estado de conmoción en que se ha sumido la ciudadanía estadounidense después de un ataque de estas dimensiones hace pensar que quizá se haya alcanzado el clima social propicio para poder endurecer las leyes. No obstante, aunque nadie duda de la capacidad de un líder que ha logrado aprobar el ObamaCare, son muchos los que recuerdan que el presidente habrá de vérserlas con un enemigo poderoso: la Asociación Nacional del Rifle (NRA).


Incluso si Obama contara con el respaldo mayoritario de la población y pudiera vencer las resistencias de un número suficiente de republicanos preocupados por la seguridad de sus hijos para aprobar las medidas, la NRA seguiría constituyendo un obstáculo feroz. Y es que, aunque a algunos les parezca sorprendente, el poder que tienen los grupos de interés en Washington es enorme. El origen del peso político creciente de los lobbies se remonta a los años 60, y hay un trabajo estupendo de Fareed Zakaria que lo explica detalladamente.


Para ponernos en situación debemos remontarnos al país que era Estados Unidos después de la II Guerra Mundial. La gran empresa que planteaba el conflicto hizo que aquellos fueran años de un gran patriotismo, solidaridad y espíritu cívico. Sin embargo, superada la guerra, la sociedad americana devino más competitiva e individualista, atributos que unidos a la estabilidad política trajeron la desconfianza y la desafección ciudadanas por la política. Para tratar de poner remedio a este fenómeno se pensó entonces en “democratizar la democracia”, haciendo las instituciones más abiertas, sensibles y transparentes. Y, efectivamente, el Congreso se hizo más abierto y sensible, especialmente al dinero y los grupos de presión. Los reformistas americanos habían pasado por alto a Robert Michels, pero su ley de hierro de la oligarquía no tardó en cumplirse: los estadounidenses no tenían tiempo ni ganas de controlar el Congreso todos los días. Pero los lobbies sí. Así, las modificaciones diseñadas para permitir el gobierno de la mayoría se tradujeron, paradójicamente, en el gobierno de las minorías.


Además, la aprobación de las llamadas leyes Sunshine, que obligaban a una discusión abierta de todas las actividades públicas, permitió a los grupos de interés condicionar y distorsionar el debate político. El voto individual de los parlamentarios ya no era tenido en cuenta únicamente dentro de un recuento general, sino que se hacía público. Cuando los lobbies conocieron esa información comenzaron a usarla como un arma, y la diplomacia y la cautela por temor a su poder se fueron imponiendo en los pasillos del Congreso. El resultado fue la práctica esclerotización de la cámara, así como el origen de un buen número aberraciones. Por ejemplo, sucede que la mayor parte de los programas públicos norteamericanos son eternos, aunque hayan dejado de cumplir la misión para la que fueron creados. El caso más paradigmático de esto que relato es el de las subvenciones de mohair. El mohair era el tipo de lana con el que se fabricaban los uniformes militares, por lo que fue declarado “bien estratégico esencial” y decidió subvencionarse la producción de lana. Cuando años más tarde la confección pasó a realizarse con fibras sintéticas, la presión de los lobbies fue tal que hubo de mantenerse la subvención a los productores de lana, a pesar de que ya no fuera necesaria.


El grupo de presión se ha convertido en una actividad muy rentable, tanto desde el punto de vista económico como en términos de poder político. Aunque nadie cuestiona que defienda intereses legítimos, su modo de proceder distorsiona el debate político, paraliza el Congreso y despierta el malestar de los ciudadanos. El problema es que la institución más importante para poder mediar entre los lobbies y los políticos, esto es, los partidos, parece haber dejado de existir en Estados Unidos. Zakaria sostiene que la bala que mató al partido político provino de las elecciones primarias. Hasta ese momento, los partidos tenían la función de designar al candidato, decisión más importante en una competición electoral. Sin embargo, cuando esta tarea fue trasladada al votante, el partido quedó desprovisto de su papel central.


La paradoja que subyace bajo las enseñanzas de Zakaria es que más democracia no implica necesariamente mayor libertad. Al contrario, Barack Obama se enfrenta a un enemigo poderoso. Sus opciones de éxito sobre el control de las armas dependerán de su habilidad para actuar antes de que la NRA pueda organizarse. Si las casas de apuestas recogieran este enfrentamiento, las previsiones darían como vencedor al gran lobby del rifle. Sin embargo, yo me guardaré mucho de lanzar mi pronóstico. No seré yo quien le sostenga la mirada a Obama cuando dice, con lágrimas en los ojos: “We must change”.

jueves, 15 de noviembre de 2012

La juventud indignada (1929-2012)

La España de hoy se parece un poco a la de 1929. Entonces, como ahora, se vivía una situación de crisis económica profunda, después de años de gran bonanza y modernización del país. En ambos casos la cuestión catalana se convierte en un asunto de Estado que divide a la sociedad y pone en jaque al gobierno. Y también el final de la dictadura de Primo de Rivera estuvo marcado por el descontento social, especialmente juvenil, que ahora protagoniza los albores de la legislatura de Rajoy. No obstante, entre los dos periodos históricos que nos ocupan median algunas diferencias que no son menores, y que vale la pena recordar para poder entender y analizar mejor lo que está pasando en este año 2012.


Huelga decir que la España de los años 20 vivía bajo una dictadura. Una dictadura, si se quiere, que no fue un régimen brutal, pero que, por decirlo con Shlomo Ben Ami, se caracterizó por “la censura, la supresión de los derechos políticos y constitucionales y una mezcla cotidiana de vulgaridad y arbitrariedad”. La burguesía catalana, que no se recataba en admitir que había apoyado el encumbramiento de Primo de Rivera, pronto se sintió traicionada por un dictador cuya actitud hacia la cultura catalana y política financiera se les antojaba inadmisible. Hoy, las élites nacionalistas también se enfrentan al gobierno central apelando a cuestiones económicas y de identidad, con la diferencia de que nuestro país disfruta ahora de una democracia constitucional, así como de derechos y libertades individuales.


Pero el descontento de 1929 no solo se dejaba sentir en las calles de Barcelona. La dictadura de Primo de Rivera había emprendido un proceso de “desarcaización” de España que habría de tener consecuencias sociales. El desarrollo material y la modernización habían abierto una brecha insalvable con el inmovilismo y la autocracia políticos, problema al que también tendría que enfrentarse Franco a partir de los años 60. Así, la desfeudalización de España pronto comenzó a notarse en la universidad, donde afloraron la cultura de la libertad y la concienciación política. La juventud de ayer, como la de ahora, suponía un serio quebradero de cabeza para el ejecutivo, aunque también aquí observamos divergencias notables. Puede que, como afirmaba Alcalá Galiano, el estudiante de entonces fuera vanidoso, antipático y pedante, llevara gafas con montura de cuerno y capa española, y solo atendiera a órdenes de Moscú. Sin embargo, su oposición al gobierno no dejaba de ser la oposición a un régimen antidemocrático. Estos jóvenes esgrimían consignas claras y no dejaban lugar a dudas respecto de sus pretensiones: eran republicanos y antimonárquicos. Como los de ahora, daban muestras de ingenio e ironía, y no tardaron en hacer aparecer una pintada en el palacio real, donde podía leerse: “Se alquila”. Esta disidencia se agrupó en torno a la Federación Universitaria Estudiantil (FUE), que desarrollaba una frenética actividad política y cuya aspiración era atraer a su causa a sus referentes intelectuales, entre los que se contaban Ortega, Marañón, Unamuno o Fernando de los Ríos. Para la FUE estas figuras encarnaban la “autoridad legítima” que podía conducir a la “soberanía de la ley”. Sus integrantes, como los “indignados” de nuestros días, ya no eran de clase obrera, e incluso Trotsky hubo de reconocer que “los desórdenes estudiantiles reflejaban una preocupación puramente burguesa” (Ben Ami, 1978).


Los jóvenes de 2012 no combaten una dictadura, sino un gobierno elegido democráticamente. Los manifestantes indignados y simpatizantes del movimiento 15-M tienden a olvidar que la acción de gobierno ha sido refrendada por una mayoría absoluta de españoles, lo cual significa que el ejecutivo actual goza de legitimidad. Cuando se apela al incumplimiento del programa electoral se olvida que no existe el mandato imperativo y que ello no se debe a oscuras razones antidemocráticas, sino a una medida en pro de la gobernabilidad. De Locke a Manin, la ciencia política ha subrayado la importancia de que los gobiernos dispongan de ciertas prerrogativas y poderes discrecionales que les permitan hacer frente a lo imprevisto. Es decir, los gobernantes han de vivir al día, y situaciones de dificultad como la crisis económica que padecemos no hacen posible el cumplimiento íntegro de los programas electorales. Por otro lado, suele reprocharse a los indignados su falta de atino asertivo. Si los jóvenes de 1929 querían el fin de dictadura y de la monarquía, los de ahora no han sido capaces de articular sus demandas de forma clara. Además, su estrategia de actuación produce cierta inquietud y levanta no pocas dudas acerca de su efectividad: si antes relatábamos cómo los estudiantes que se oponían a Primo de Rivera se habían agrupado en torno a la FUE, los indignados han renunciado a todo cauce que pueda proveer el Estado, amparados en un discurso que raya peligrosamente en el alegato antipolítico. Del mismo modo, si los referentes de ayer eran Marañón y compañía, los jóvenes de hoy parecen haberse desprendido de ellos. No se divisan figuras sobre las que recaiga una autoridad aceptada como legítima, como no sea, tal vez, Stephane Hessel, cuya definición se ajusta mejor al paradigma del agitador que al del intelectual clásico.


En definitiva, pareciera que la juventud hubiera dejado de abrazar el juego político y reclamara el timón mismo de la nación. Esto no significa que los indignados sean antisistema, como se pretende establecer desde ciertos sectores. O, si se quiere, no lo son más que en la medida en que se sienten excluidos del sistema. Tampoco pueden ser considerados revolucionarios, en tanto en cuanto no persiguen subvertir el orden existente para implantar uno nuevo. La otra cara de esta moneda es que la suya no es, por tanto, una “destrucción creativa”, lo cual hace que algunos empiecen a acordarse de aquel Nietzsche que anunciaba: “veo subir la pleamar del nihilismo”. En cualquier caso, nihilismo o descontento pequeñoburgués, el malestar popular tiene una explicación sencilla: décadas de crecimiento económico han hecho a las nuevas generaciones herederas de un bienestar que perciben distorsionadamente como algo natural, y no como el fruto de un trabajo acometido por individuos. Consecuentemente, ante una situación de crisis como la que vivimos, se ha producido una frustración de expectativas que se deja sentir en las calles. Y es lógico que así sea, dadas las cifras económicas y los datos de paro que arrojan los informes. El problema es que esta negación de la política y la reivindicación de la “acción directa” empiezan a recordar a la “hiperdemocracia” de la que hablaba Ortega. Ya no basta con que se cumpla la “soberanía de la ley” ni se acepta el juego de delegar la toma de decisiones en unos representantes electos. Y esta voluntad de decisión directa que muestran los jóvenes conlleva el riesgo de querer dar vigor de ley a lo que el filósofo llamaba “tópicos de café”.



Mientras tanto, el panorama económico y laboral a medio plazo continúa siendo desolador, y los jóvenes son los peor parados de esta crisis. La gravedad de la situación exige dejar las pancartas ingeniosas y grandilocuentes, y buscar cauces de participación política que permitan la organización del descontento. El impago de la deuda, el despido de los políticos o la salida del euro, son demandas que deberían ser desterradas de una vez por todas con el resto de tópicos de café. En la Puerta del Sol, donde todavía resuenan los ecos de las voces que aclamaron a Ortega y pidieron la soberanía de la ley hace casi un siglo, hoy encontramos un cartel que reza: “Las putas insistimos, los políticos no son nuestros hijos”. Y, no: no es esto.

jueves, 25 de octubre de 2012

Elias Canetti y los demonios de Rubalcaba

Últimamente todo me devuelve a Elias Canetti. Yo he visto en las páginas de Masa y poder retratos hiperrealistas de los indignados que rodearon el Congreso de los Diputados en Madrid, he leído palabras que hablan de un Rajoy emulando a Nixon en Nueva York, ”the great silent majority”, he encontrado anuncios que previenen del otoño y del más crudo invierno en la plaza Tahrir. Sin embargo, la mayor de las sorpresas ha sido la de toparme con Rubalcaba entre las líneas del Nobel de literatura, agazapado, casi inadvertido: silencioso, como la gran mayoría de Nixon.


Después del último desastre electoral en Galicia y el País Vasco, el líder de los socialistas ha ofrecido una rueda de prensa donde ha admitido la mala situación que atraviesa el partido, ha llamado a la autocrítica y a la necesidad de trabajar día a día por recuperar la confianza perdida de la ciudadanía. Todo un poco manido y bastante previsible. No obstante, en un momento de su intervención, Rubalcaba ha afirmado algo que me ha llevado de nuevo a Canetti y ya no he sido capaz volver. “Hacer un slogan es muy fácil -ha dicho el dirigente- pero lo que necesita el PSOE es un análisis profundo y honesto”.


. Cuenta Elias Canetti en Masa y poder que hay un tipo de masa, a la que él llama “invisible”, que puede considerarse como la idea más antigua de la humanidad. Suele referirse a los muertos de una comunidad y todos los pueblos que son y han sido han estado siempre obsesionados por ellos. De las tribus aborígenes africanas a las poblaciones de esquimales, del lejano Oriente a la América septentrional, los hombres han construido leyendas y creencias en torno a la figura de los muertos y al espacio que estos ocupan en el mundo. Los bechuana creían que “todo el espacio estaba poblado por los espíritus de sus antepasados. Tierra, aire y cielo estaban colmados de espíritus que, si así lo querían, podían ejercer una influencia maléfica sobre los vivos”. Un antiguo texto judío aseguraba que “no hay ningún espacio libre en el cielo y la tierra, sino que todo está repleto de bandadas y multitudes. (...) Todos dan vueltas por el aire: algunos de ellos quieren la paz, otros buscan la guerra; estos hacen el bien, aquellos el mal; algunos traen vida; otros, en cambio, la muerte”. También el Zend-Avesta, libro sagrado de los antiguos persas, hablaba de una legión de muertos circundantes, cuyo número cifraba en “miles y más miles de millares de demonios. Decenas de miles y más decenas de millares, sus miríadas innumerables”.


Los cristianos, por supuesto, no han sido menos insistentes a la hora de atender a nuestros espíritus. En su Diálogo de milagros, Cesáreao de Heisterbach narra, entre otras cosas, la historia de un sacerdote malvado que, en su lecho de muerte, dijo a una parienta: “¿Ves aquel granero grande que está enfrente de nosotros? No hay en su techumbre tantas pajas como demonios hay ahora a mi alrededor”. Pero los demonios no solo acechan las almas viles y corruptas, sino que rondan también las más pías. Habla Heisterbach del entierro de una abadesa buena en el que se habían dado cita más demonios que “hojas en los árboles de un gran bosque” y del sepelio de un abad que congregó a tantos espíritus como “granos de arena a orillas del mar”.


Pero ya se estarán preguntando ustedes qué tiene todo esto que ver con los socialistas de Rubalcaba y con esa sentencia: “Hacer un slogan es muy fácil, pero lo que necesita el PSOE es un análisis profundo y honesto". Ya vamos.


Dice Canetti que también son frecuentes los pueblos que imaginan a sus muertos como ejércitos de combate. Los lapones en Europa y los indios tlingit en Alaska consideran que la aurora boreal representa una batalla de espíritus caídos en la lucha, que aun muertos continúan guerreando. Los celtas de las Tierras Altas escocesas tenían su propia palabra para designar a este ejército de muertos: sluagh, que puede traducirse como multitud de espíritus. Cuenta el autor, en una descripción maravillosa, que estos espíritus vuelan “en grandes nubes de un lado para otro, como los estorninos sobre la faz de la tierra. Siempre vuelven a los lugares de sus pecados terrenales. Con sus infalibles flechas envenenadas matan los gatos, perros, ovejas y reses de los hombres en la tierra. En las noches gélidas y claras, podemos oírlos y ver cómo sus ejércitos avanzan unos contra otros y se repliegan, se repliegan y vuelven a avanzar. Después de una batalla, su sangre tiñe de rojo farallones y rocas. La palabra gairm significa ‘grito, llamada’, y sluagh-gairm era el grito de guerra de los muertos”.
 
 
            De esta expresión, sluagh-gairm, nacería el término actual slogan, al que hacía referencia Rubalcaba. El secretario general de los socialistas no sabe que el grito de guerra de nuestras masas modernas es el mismo que hace batallar a los muertos en las tinieblas de la noche. Y aunque ahora quiera rechazarlo, un sluagh-gairm lo persigue desde noviembre por todos los lugares que conocieron de sus pecados. Lo ha seguido por Galicia, también por el País Vasco, y ahora ha empezado a cernirse sobre Cataluña. Todavía boquea Rubalcaba, pero Ferraz es ya destino de funestas cohortes de demonios. Cuentan sus ojos más espíritus que hojas hay en los árboles de un gran bosque y acaso tantos como granos de arena pueblan las orillas del mar.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (y IV)

En el caso de los países árabes, de momento solo tres estados, Túnez, Egipto y Libia, han celebrado elecciones, pero el triunfo de los partidos islamistas en detrimento de las opciones seculares y del liberalismo laico no parece poder interpretarse como un resultado demasiado esperanzador. Además, en Egipto la ajustada victoria de Morsi sobre Shafiq (candidato de la vieja guardia de Mubarak), de tan solo 3 puntos y medio, y la baja participación experimentada en los comicios (del 46.4% en la primera vuelta y del 51.8% en la segunda) reflejan una sociedad polarizada y convulsa. Por eso es tan importante la postura que adopten los Hermanos Musulmanes en el nuevo escenario democrático. Como escribía hace poco Javier Solana sobre la agrupación: “Deben reorganizarse primero internamente y encontrar fórmulas que les permitan distanciarse de las facciones internas más conservadoras y promover políticas inclusivas hacia todos los grupos sociales y minorías”. Cuesta creer que los Hermanos vayan satisfacer estas demandas, y no solo porque la organización naciera con la vocación de establecer un estado islámico en Egipto, sino porque la consecución de las mismas habría de ser negociada con la Junta Militar. Cunado asumió el poder el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) tras el derrocamiento de Mubarak, los militares se arrogaron todos los poderes legislativos, limitaron los poderes presidenciales, se adjudicaron la facultad de designar el Comité que redactará la nueva Constitución, tomaron el control sobre los presupuestos del país y anunciaron que se encargarán de la seguridad doméstica y exterior del país.


Esa actitud inclusiva hacia todas las minorías y grupos sociales que exigía Javier Solana a la Hermandad habrá de ser una de las claves que determinen el éxito o fracaso de la transición democrática. El pluralismo de las sociedades es uno de los elementos que señalan Acemoglu y Robinson como pieza fundamental para la consolidación de instituciones inclusivas, esto es, democráticas. Según los autores, el poder político debe de estar bien acotado y, al mismo tiempo, repartido de forma amplia entre varios grupos o coaliciones. El reto de las nuevas democracias será evitar caer en una nueva forma de hegemonía política, bien encarnada por un uno solo individuo (como Mubarak), bien por un partido o bien por una élite (política, económica, militar o religiosa).
 
 
Si el pluralismo es para Acemoglu y Robinson una de las bases de las instituciones inclusivas, no lo ha de ser menos la existencia de un grado necesario de centralización. Los gobiernos resultantes de los nuevos procesos electorales que tengan lugar en el mundo árabe habrán de ser capaces de dirigir un estado suficientemente fuerte para hacer frente a las demandas que se le impongan y garantizar la gobernabilidad. En un clima tan convulso como el de la Primavera árabe, el riesgo de que las revueltas desemboquen en golpes militares, sangrientas represiones o guerras civiles es muy elevado, como podemos ver actualmente en Siria. De hecho, a lo largo de la Historia las revoluciones han conducido con mucha más frecuencia a estos resultados que al advenimiento de la democracia. Por eso, para evitar la inestabilidad, los nuevos gobernantes electos, además de promover el pluralismo, deberán asegurar el cumplimiento de la ley y el orden, garantizar el abastecimiento de los servicios públicos y regular la actividad económica, evitando cualquier vacío de poder que pueda ser aprovechado por algún grupo para atacar al sistema.


El sometimiento de las Fuerzas Armadas al nuevo régimen democrático será una tarea ardua pero crucial. Los militares, acostumbrados a ocupar grandes parcelas de poder y disponer de privilegios durante los antiguos gobiernos dictatoriales, no se plegarán fácilmente a las nuevas exigencias políticas y a un juego democrático en el que ellos parecen ser los perdedores. Así, su lealtad requerirá grandes inversiones de tiempo y esfuerzos, y es probable que el “ruido de sables” amenace a las jóvenes democracias (si consiguen enraizar) durante varias legislaturas. La habilidad de los Gobiernos para atraer e integrar a los militares en el nuevo sistema será clave, especialmente porque el Ejército habrá de ser un instrumento fundamental del Estado para imponer esa centralización de la que hablábamos. La consecución de una territorialidad completa, es decir, de un escenario en el que no intervengan actores no estatales que amenacen la estabilidad (grupos terroristas, mafias, guerrilla), dependerá en gran medida de la actuación de las Fuerzas Armadas. Finalmente, la centralización pasará por la capacidad de los nuevos ejecutivos para imponer una institucionalización completa, o sea, por lograr que todos los ciudadanos reconozcan, acepten y practiquen un mínimo de reglas de juego comunes.


Como bien sabemos, alcanzar estas metas no será una labor sencilla, pero la estabilidad democrática y la gobernabilidad de los estados han de pasar por ellas.


Por último, no podemos dejar de referirnos al contexto internacional cuando hablamos de la Primavera árabe. Ya hemos señalado la crisis económica global como una de las causas de las revueltas, pero no debemos olvidar la relevancia de las facetas política y geoestratégica. No es una cuestión menor que el estallido de esta ola revolucionaria se haya producido con Barack Obama al frente del Gobierno de los Estados Unidos. El presidente americano ha tomado una postura militar y un talante concialiadores con respecto al mundo árabe. Cuesta imaginar que este proceso pudiera haber tenido lugar con George Bush en la Casa Blanca, especialmente si tenemos en cuenta el discurso dicotómico, “ellos y nosotros”, que estableció después del 11 de septiembre. Este relevo en la presidencia unido al declive de Al Qaeda ha facilitado que Estados Unidos ya no sea percibido como el enemigo número uno del mundo árabe y que la democracia deje de ser un producto occidental que provoca rechazo para convertirse en un bien deseable.


Pero la llegada de Obama a Washington también ha traído un giro de toda la estrategia occidental para los países islámicos. Estados Unidos y su socio principal en Oriente Medio, Arabia Saudí, están respaldando las revueltas con distintos objetivos: los americanos promueven la democracia en la región y los saudíes se aseguran de capitalizarla desde el punto de vista político-religioso. Al mismo tiempo, con esta estrategia ambos combaten el avance de la influencia iraní. Como señalaba Sami Naïr:


El nuevo paradigma parece ser el de una búsqueda de la estabilidad regional interna en los países árabes basándose en los islamistas conservadores, que se han convertido en los nuevos aliados. Las fuerzas democráticas laicas árabes parecen demasiado débiles, no constituyen una elección seria de momento… Se abre de hecho un periodo de experimentación del islam político tanto en Túnez, Libia, como en Egipto y probablemente mañana en Siria, bajo dominio saudí y beneficiándose del apoyo directo de Estados Unidos y Europa”.


Como vemos, el contexto internacional, así como el papel que jueguen los aliados occidentales también habrán de tener impacto en el modo en que se desarrolle la Primavera árabe.
 
Y hasta aquí este análisis pesimista de la Primavera árabe. Tal vez otro día os dé el tostón con las causas o con las conclusiones que se pueden extraer. Gracias por leer.



 
 

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (III)

En una región en la que, como vemos, la fe tiene tanto peso, la actitud que adopten los partidos islamistas ante el cambio de régimen ha de ser crucial, especialmente si tenemos en cuenta que ellos son los que con mayor probabilidad tenderán a ocupar las nuevas jefaturas de los Gobiernos. Si miramos hacia Túnez, país en el que dieron comienzo las protestas con la “Revolución jazmín” y también el primero en celebrar elecciones democráticas tras la caída de Ben Alí, observamos cómo los islamistas fueron los grandes triunfadores de los comicios, en detrimento de unos partidos seculares decepcionados ante los pobres resultados obtenidos después de haber liderado las manifestaciones. Hay que señalar que Túnez es, seguramente, entre todos los países afectados por las revueltas de la Primavera árabe, aquel que goza de mayor tradición secular y cuenta con una clase media más amplia y mejor educada. Si eso no ha sido suficiente para evitar que el nuevo Gobierno cayera en poder de los islamistas, es de esperar que los próximos ejecutivos que resulten de las urnas en el resto de países que sigan su estela democrática acaben en manos de partidos islamistas, como, de hecho, ya ha sucedido en Egipto y Libia


La existencia de estos movimientos religiosos tan poderosos en países como los citados Egipto o Libia, unida a la carencia de una clase media predominante y bien educada suponen un obstáculo para el florecimiento de la democracia. Barrington Moore sostenía que “una clase urbana, vigorosa e independiente, ha sido un elemento indispensable en el crecimiento de la democracia parlamentaria”, llegando a la conclusión de que “sin burguesía no hay democracia”. Este es uno de los problemas a los que se enfrenta el mundo árabe para implantar regímenes democráticos. Como hemos señalado anteriormente, el estado de subdesarrollo económico y técnico que afecta a estas sociedades hace muy difícil el crecimiento de una clase media fuerte, y tiene como consecuencia que la mayor parte de la población de estos países viva en ambientes rurales en los que desempeña labores eminentemente agrarias. Si volvemos una vez más a la España de las postrimerías del franquismo, encontramos un país que en solo unas décadas había pasado de ser rural a experimentar una revolución industrial. El crecimiento económico inició un proceso de urbanización del país que supuso una concentración de la población en los núcleos urbanos, reduciéndose la población agrícola mientras que el sector industrial y el de los servicios adquirían mayor peso. Este suceso fue determinado por la masiva emigración de jornaleros del campo a la ciudad o al extranjero. Así, en los años 60 surgiría una nueva clase obrera urbana, empleada en la industria y los servicios, que comenzó a nutrirse de especialistas y obreros cualificados, y que en 1970 llegaría a representar la tercera parte de la población activa.


Este proceso de industrialización, urbanización, tecnificación de los trabajadores y crecimiento de la clase media descrito para España se dio también, con distintos grados de intensidad y recorrido, en todos los países que protagonizaron la ola democratizadora de los años 70 y 80. Sin embargo, en el caso árabe nos encontramos aún en un estadio de transformación incipiente que puede entorpecer notablemente el arraigo democrático.


Pero este viaje de una sociedad agraria a una industrializada también es importante por otro motivo que atañe directamente al éxito de las democracias: hablamos de la cultura política. En la España de los años 60, la creación de nuevas formas de negociación salarial alentó la participación de la nueva clase obrera en las estructuras sindicales oficiales y fomentó la creación de nuevos sindicatos al margen de las mismas. A diferencia de la clase obrera de los años 30, ésta pronto desarrolló una cultura política democrática y de negociación que concedía legitimidad a la empresa y a la figura del empresario capitalista. Con frecuencia, recurrían a la huelga como método de presión, pero tenían una concepción del sindicato como un instrumento para obtener mejores condiciones laborales y no para alcanzar la revolución social. Así, la nueva clase obrera pasó a ser el soporte de de una posible futura democracia. Además, los cambios socioeconómicos de los que hablábamos fueron determinantes para la modificación de los valores de los españoles a lo largo de las décadas de los 60 y 70. Como bien ha señalado Ramón Cotarelo, la transición fue posible en España porque, aún viviendo Franco, la sociedad, “lejos de poseer una cultura política autoritaria, como hubiese sido de esperar, la tenía democrática”.


Vemos que el florecimiento de una cultura política democrática está muy ligado al fortalecimiento de la clase media urbana y a esos cauces de participación laboral que constituyen los sindicatos, muy infradesarrollados en los países árabes, cuando no directamente prohibidos. Por otro lado, la formación de una cultura política democrática tiene mucho que ver con la existencia de experiencias democráticas previas, si bien frustradas. Así, la democracia tiene más probabilidades de éxito en aquellos países que han ensayado con anterioridad proyectos democráticos, aunque estos hayan desembocado en un fracaso, que en aquellos otros que se enfrentan por primera vez al reto de implementar un régimen de estas características. En el caso español, concretamente, el recuerdo de ese intento democrático frustrado que había supuesto la II República aún flotaba en el recuerdo de la sociedad y el aprendizaje de los errores cometidos sirvió de lección a la hora de enfrentar la nueva transición a la muerte de Franco. El resultado fue una transición democrática ejemplar, hecha “de la ley a la ley”, por usar las palabras de Fernández Miranda, que renunciaba a la ruptura en beneficio del pacto. Además, a pesar de los 40 años de dictadura, España era un país con una honda tradición de partidos políticos, que entroncaba con la Restauración del siglo XIX. De igual modo, la mayor parte de los estados que transicionaron a la democracia en las décadas de los 70 y 80 había conocido sistemas parlamentarios pluripartidistas a lo largo de los siglos XIX y XX. Es el caso de los países mediterráneos, pero también el de naciones latinoamericanas como Chile o centroeuropeas como Hungría. Los países árabes no cuentan con este bagaje parlamentario a sus espaldas y carecen de la cultura política de partidos que constituye la base del sistema democrático.


Este es sin duda otro gran hándicap con el que cuentan los estados de la Primavera árabe para traer la democracia. Túnez, Egipto y Libia estrenan ahora un jovencísimo parlamento que busca por vez primera dotar al régimen de la legitimidad que infiere la representatividad. La estabilidad política dependerá de muchos factores, entre los que destaca la actitud de los militares, pero un buen termómetro para medirla nos lo proporcionará la propia constitución de las cámaras. Si los partidos que obtengan mayor número de escaños en los comicios son aquellos que pueden ubicarse en torno al centro del espectro ideológico, la estabilidad política se verá favorecida. Este comportamiento es propio de las democracias consolidadas, en las que los grandes partidos nacionales tienden a competir por el centro, unos desde posiciones de izquierda y otros de derecha moderadas. La disputa suele producir modelos bipartidistas o de un pluralismo relajado, donde la alternancia se produce sin grandes sobresaltos (pues no es tanta la brecha que media entre una opción y su alternativa de gobierno).

          Si, por el contrario, se producen movimientos electorales pendulares, esto es, si los partidos mayoritarios se reparten hacia los extremos del abanico ideológico, podemos esperar un clima político marcado por el conflicto y la inestabilidad. Este comportamiento suele operarse en países donde la democracia no está plenamente consolidada y se considera un indicador negativo de calidad democrática. En estos lugares, la conflictividad social es elevada y las amenazas de golpe militar son frecuentes. Este es, por ejemplo, el retrato de la España republicana de los años 30, cuyo trágico final bien conocemos.


Primavera árabe: un análisis (pesimista) (II)

Además de estos obstáculos sociales que encuentran los países árabes para su modernización, existen otros de carácter institucional. En estos estados, los recursos económicos se encuentran en poder de una pequeña élite que se beneficia y enriquece a costa de una mayoría social empobrecida. Cuentan con lo que Acemoglu y Robinson denominan “instituciones económicas extractivas, en oposición a las “instituciones económicas inclusivas, que son las que caracterizan las sociedades democráticas. Estas últimas garantizan los derechos de propiedad privada, seguridad jurídica, velan por el cumplimiento de la ley en los contratos, las transacciones y previenen el fraude y el robo. Además, los estados dotados de instituciones económicas inclusivas prestan otros servicios públicos, como redes de carreteras para el transporte de bienes y mercancías, infraestructuras para el desarrollo de la actividad económica, nuevas tecnologías o centros educativos de calidad. Huelga decir que todo esto no sucede en los países árabes que nos ocupan.


Si volvemos a la España inmediatamente posterior a la muerte de Franco, nos encontramos con un país que, si bien vivía bajo un régimen autoritario, había desarrollado unas instituciones económicas inclusivas desde finales de los años 50. Así, el libre mercado, junto con el respeto por la seguridad jurídica y la propiedad privada habían procurado un crecimiento económico sostenido de un efecto modernizador muy notable. Para que un régimen dictatorial decida llevar a cabo una apertura económica de estas características, el Gobierno ha de estar lo bastante seguro de que ello no supone una amenaza para su poder político, o bien suficientemente acorralado como para verse obligado a tomar la vía aperturista. En los países árabes, las élites locales no tienen ningún incentivo para implementar unas instituciones económicas inclusivas que les despojarían de sus privilegios y suculentos beneficios, lo cual dificulta enormemente la implantación de la democracia. Además, cuando la arbitrariedad es la norma, los incentivos de la propia población autóctona para ahorrar, invertir, impulsar avances tecnológicos o desarrollar técnicas que mejoren la productividad son muy escasas. ¿Para qué realizar un esfuerzo que no irá en su beneficio, sino que será apropiado por las élites gobernantes? Estos abusos que acabamos de describir están en la raíz de las protestas que han originado la Primavera árabe.


En efecto, como señalan Acemoglu y Robinson, cuando aquellos que ostentan el poder no cuentan con los incentivos suficientes para implementar instituciones políticas y económicas inclusivas, la única vía para alcanzarlas es forzar a las élites a crear instituciones más pluralistas. Actualmente asistimos al momento en que esto está teniendo lugar en el mundo árabe. Un gran sector de la sociedad se manifiesta de forma masiva para exigir instituciones inclusivas, desafiando, cuando no derribando, a los Gobiernos de los estados en cuestión. Sin embargo, las posibilidades de que de estas revoluciones se derive la llegada de la democracia al mundo árabe no están tan claras como algunos quieren creer. Las ansias de libertad, igualdad de oportunidades y elecciones libres que verbalizaban los manifestantes de la plaza Tahrir en El Cairo han ido diluyéndose poco a poco, y el peso del movimiento ha ido basculando hacia los grupos militares y religiosos (los Hermanos Musulmanes) más poderosos. Este giro en el protagonismo de las protestas cae dentro de lo que cabía esperar y obedece a una lógica que Robert Michels describió muy bien en su “Ley de hierro de la oligarquía”. Llegado el momento de organizarse, todo movimiento tenderá a ser capitalizado por una élite capaz de aglutinar mayor poder político, recursos económicos y tiempo disponible. ¿Qué grupos están en disposición de alzarse sobre el resto en esta competición? Las autoridades militares y religiosas; lo cual, como recuerda Huntington, no es casualidad:


(...) la oposición laica es mucho más vulnerable a la represión que la oposición religiosa. Esta puede operar dentro y detrás de una red de mezquitas, organizaciones benéficas, fundaciones y otras instituciones musulmanas que el Gobierno cree que no puede suprimir. Los demócratas liberales no tienen tal cobertura y, por tanto, son más fácilmente controlados o eliminados por el Gobierno”.


Pero no solo eso, el poder opositor de los grupos religiosos ha contado tradicionalmente con un doble respaldo social e institucional. Estas organizaciones gozan de una alta aprobación popular por cuanto prestan una asistencia sanitaria, educativa y económica en lugares deprimidos donde el Estado no es capaz de proveer tales servicios. Al mismo tiempo, ya desde la guerra fría, muchos gobiernos árabes apoyaron a los islamistas por mostrarse contrarios a los movimientos comunistas o nacionalistas que les eran hostiles. Si a ello le añadimos que las autoridades estatales tendieron a eliminar sistemáticamente toda oposición laica, no nos es difícil explicar que el poder religioso se posicionara rápidamente como la única alternativa viable de oposición.


Llegados a este punto, está por ver la actitud que adopten las organizaciones islamistas y especialmente los Hermanos Musulmanes en el escenario cambiante que representa la Primavera árabe. Durante la tercera ola de democratización que tuvo lugar en los años 70 y 80, la Iglesia Católica jugó un papel muy importante. Solo unos años antes, entre 1962 y 1965, se había celebrado el Concilio Vaticano II, que había supuesto la mayor renovación de la institución desde el Concilio de Trento (1545-63). Así, bajo el papado de Juan XXIII, la Iglesia se reconcilió con la modernidad, rechazó oficialmente el antisemitismo, desempeñó un rol destacado en el colapso y caída del Comunismo y alentó la corriente democratizadora que se produciría en la década de 1970.


Sin embargo, cuesta imaginar que las organizaciones islamistas vayan a actuar como facilitador de la llegada de la democracia en los países árabes, especialmente porque no existe una univocidad religiosa en el mundo musulmán, esto es, una versión islámica del Vaticano con una figura capital asimilable a la del Papa. Desde que Kemal Ataturk aboliera el Califato otomano en 1924, se viene librando una guerra soterrada entre los estados de la esfera árabe, que pugnan por erigirse como referencia política y religiosa del islam. Tras el estallido de la Revolución Islámica iraní en 1978, ha sido el país persa (de mayoría chií) el que ha protagonizado, junto con Arabia Saudí (suní), el mayor esfuerzo por alzarse con el liderazgo islámico, hasta el punto de que ambos países viven en una situación técnica de guerra fría desde hace décadas. La mala noticia es que ni el wahabismo saudí ni el jomeinismo iraní encarnan precisamente visiones moderadas del islam. La buena es que en los últimos años ha irrumpido en el tablero internacional una Turquía decidida a convertirse en la máxima potencia regional, cuya visión laica del Estado y concepción moderada del islam pueden ejercer una influencia positiva en la Primavera árabe.

Pero los obstáculos religiosos para la llegada de la democracia al mundo árabe no son únicamente los que se refieren al vacío institucional y espiritual descrito, sino que derivan de la propia raíz del islam. Hay razones para afirmar que Occidente y los países de mayoría religiosa cristiana cuentan con mayores posibilidades de desarrollar instituciones democráticas que los estados islámicos. El islam es, por su naturaleza, mucho más que una religión: es un “modo de vida”. Su visión teleológica de la Historia une lo trascendente con lo inmanente, convirtiendo religión y política en uno. Ello contrasta con la tradición judeo-cristinana que, si bien mantiene una lectura teleológica del mundo, defiende el discurso de los reinos separados: “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. Además, el islam es una religión de relativa tardía implantación, si tenemos en cuenta que atravesamos el año 2012 de la era cristiana, pero solo el 1433 del calendario musulmán. Aunque solo sea por esto, Occidente ha contado con cinco siglos de ventaja durante los cuáles discutir cuál es el lugar que ha de ocupar la religión en la esfera pública. Y no fue hasta nuestro año 1648, para el que le restan más de dos centurias al calendario musulmán, cuando la Paz de Westfalia estableció la separación efectiva de la Iglesia y el Estado. Mientras no se produzca una fractura definitiva entre política y religión, la llegada de la democracia a los países árabes será muy complicada. Pero también en la búsqueda de su Paz de Westfalia los musulmanes encontrarán más obstáculos que Occidente. Hemos de recordar que cuando el islam emerge como un Corpus Juris Canonici en la península Arábiga (632 d.C.) no existía en aquel lugar un Corpus Juris Civilis. Por contra, cuando el cristianismo es declarado religión oficial del Imperio (380 d.C.), la ley romana contaba con nueve siglos de implantación. Nueve siglos de convivencia de los europeos con una normativa civil, frente a un mundo musulmán para el que su primera, y durante mucho tiempo única ley, fue la ley islámica.

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (I)

NOTA: A lo largo de los cuatro próximos posts intentaré hacer un análisis de los condicionantes que afectan a la Primavera árabe, así como de las expectativas de éxito con las que cuenta el florecimiento de la democracia en los países árabes. Que os sea leve.
 
Muchos analistas afirman que la Primavera árabe puede considerarse ya como la cuarta ola de democratización de la Historia, tratando de compararla con la corriente democrática que se produjera en América Latina y el sur de Europa en los años 70 y 80. Sin embargo, establecer una analogía entre los dos procesos y anticipar el éxito de esta última ola resulta un tanto apresurado, y supone pasar por alto una serie de condicionantes que hacen muy diferentes ambos casos.


Una transición democrática tiene lugar cuando se han operado una serie de cambios económicos, sociales y culturales necesarios, que han de preparar al país no solo para el advenimiento, sino también (y esto es lo más importante) para la consolidación del nuevo régimen. Atendiendo a lo económico, parece necesario un cierto grado de desarrollo, así como la existencia de un libre mercado, como base para el arraigo de la democracia. Si miramos el caso español, que es por proximidad el que mejor conocemos, observamos cómo los cambios propiciados por la superación de una política autárquica y el crecimiento impulsado a partir del año 1959 por el “plan de estabilización” marcaron un punto de no retorno hacia la democracia. Este crecimiento, que se prolongaría hasta la crisis del petróleo de 1973-1974, transformó profundamente España, introduciendo un desarrollo técnico sin precedentes y operando un cambio social insalvable para el franquismo, esto es: modernizándola. Según la teoría de Lipset, esta modernización habrá de conducir irremisiblemente hacia la democratización; incluso hay quienes, como Thomas Friedman, columnista del New York Times, aseguran que, una vez que un país alcanza un número crítico de restaurantes McDonalds, solo es cuestión de tiempo que las instituciones democráticas triunfen. Esta visión parece haber sido desmentida (al menos en el medio plazo) por el ejemplo chino, así como por los casos de ciertos emiratos del Golfo, que experimentan un desarrollo económico importante manteniendo instituciones políticas no democráticas. Sin embargo, aunque no podamos establecer una causalidad entre modernización y democracia, es decir, aun si la modernización no es suficiente para traer la democracia a un Estado, sí podemos afirmar que se trata de una condición necesaria.


Cuando miramos los países árabes que hoy protagonizan esta primavera de revueltas, observamos un crecimiento económico precario, lastrado por un subdesarrollo técnico patente. En efecto, la modernización plantea numerosos problemas en estos estados, en tanto en cuanto ésta es asociada frecuentemente con occidentalización o, como se suele decir en los círculos islámicos, gharbzadegi (algo así como “occidentoxicación”). Ya Pipes afirmaba:


Para escapar de la anomia, los musulmanes tienen solamente una opción, pues la modernización exige la occidentalización (...) La ciencia y la tecnología modernas requieren la absorción de los procesos mentales que las acompañan; lo mismo pasa con las instituciones políticas. Puesto que el contenido no se ha de emular menos que la forma, para poder aprender de la civilización occidental se debe reconocer su predominio (…) Solo si los musulmanes aceptan explícitamente el modelo occidental estarán en situación de tecnificarse y de desarrollarse después”.


En oposición a la visión extrema de Pipes, han surgido teorías alternativas que defienden la posibilidad de una modernización que no traiga de la mano la occidentalización. Sus autores son reformistas que abogan por combinar el progreso técnico con la conservación de los valores fundamentales o paideuma de la cultura de los estados, siguiendo el modelo de China y Japón. No obstante, Huntington ya advierte cómo esta modernización puede tener consecuencias sociales e individuales que, lejos de favorecer la transición democrática en el mundo árabe, la entorpezcan. Según el autor, la modernización en el mundo árabe confiere a estos países un mayor poderío económico, militar y político (véase Irán), que anima a su población a tener confianza y a afirmarse culturalmente. Al mismo tiempo, la modernización modifica las relaciones sociales y los lazos tradicionales, produciendo alienación y crisis de identidad en el plano individual. Todo ello conduce a un Resurgimiento cultural y religioso que puede socavar el anhelo de implementar unas instituciones democráticas íntimamente ligadas a la cultura occidental.

En esto también es distinto el caso de los países árabes con respecto al de los estados que protagonizaron la tercera ola democratizadora de los años 70 y 80. En aquella ocasión, los países del sur de Europa no enfrentaron el conflicto de tener que elegir entre la preservación de su cultura o la occidentalización, pues ellos mismos se consideraban parte de Occidente. Y en los países de América Latina o los de Europa del Este, de occidentalidad discutible, la religión (al contrario de lo que sucede en los estados árabes) no suponía un obstáculo hacia la democracia por cuanto no ocupaba una posición determinante en la esfera pública y, sobre todo, porque su raíz cristiana era un elemento que, lejos de establecer una rivalidad con Occidente, desempeñaba un papel conciliador.


miércoles, 28 de marzo de 2012

La democracia como medio

He de decir que asisto con sorpresa y cierta perplejidad al revuelo que ha levantado el último post de Jorge. El artículo en cuestión fue suscitado por el siguiente comentario de Alberto Garzón en Twitter: “La democracia no es un fin, sino un medio”. Aunque la cuestión se presta a un debate interesante, no es la primera vez que tengo la sensación de que, en lo que respecta a la teoría política, se tiende a confundir medios y fines. Recuerdo que, con ocasión del caso Garzón, tuve la impresión de que algunos analistas hacían una defensa de la independencia judicial como si esta fuera un fin en sí misma, y no como lo que en realidad ha de ser: el medio para alcanzar la imparcialidad de la Justicia, verdadero fin. Ahora, vuelvo a percibir que fines y medios se confunden cuando se aborda la naturaleza política de la democracia. Por ello, las líneas que siguen tratarán de explicar por qué creo que la democracia es un medio y no un fin.


No es que yo sea marxista en los términos en que se define el diputado de IU Alberto Garzón, pero sí hay una cosa evidente en la que Marx tenía razón: la historia es conflicto. De Antígona a la primavera árabe, cualquier análisis político es el análisis de un conflicto. En este sentido, la democracia es un medio (el mejor medio que hemos encontrado) para canalizar los conflictos. Y digo canalizar porque ni siquiera es un medio para resolver problemas, tan solo brinda un sistema eficaz para adoptar decisiones. Rara vez suele suceder que en esta matriz de pagos social se alcance el punto de equilibrio que acabe con un problema. Asumimos, pues, que la democracia no es el fin de los conflictos, sino el medio que institucionaliza el modo de convivir con ellos.

En España, la democracia republicana de 1931 era el medio para poner fin a un siglo XIX turbulento, marcado por el golpismo y el pronunciamiento militar, algo que Cánovas había definido como “la peor de nuestras desdichas”. En lugar de eso, lo que se proponía era un pacto, pero no un pacto como claudicación, al estilo de Vergara o El Pardo. El turnismo se había revelado vicioso y la democracia se presentaba como un sistema de acuerdos para sentar unas reglas del juego, esto es: un medio para otorgar legitimidad al Gobierno. Por supuesto, el experimento fracasaría, por razones que no entraré a analizar hoy, pero es interesante el concepto de legitimidad que introduce la democracia, y que no es otra cosa que el medio que posibilita la gobernanza.

En efecto, la democracia otorga legitimidad política al Gobierno mediante la legalidad en la elección. Ya señalaba Locke que no hay más gobierno legítimo que el que tiene el consentimiento de los gobernados. Cuando no existe esta legitimidad, no hay incentivos para la obediencia, y la ingobernabilidad (en el sentido de desgobierno que sentaron Crozier, Huntington y Watanuki) está servida. Parece claro, por tanto, que la democracia es un instrumento al servicio de la gobernanza y, por consiguiente, un factor de gobernabilidad (entendida como posibilidad o probabilidad de gobernar, para seguir con Crozier, Huntington y Watanuki).

Por último, hay otro aspecto a considerar cuando hablamos de democracia. Popper decía que la democracia es un sistema para crear, desarrollar y proteger las instituciones que hacen imposible el advenimiento de la tiranía. Efectivamente, una vez más, encontramos que la democracia no es más que el medio que nos permite conservar la que es nuestra mayor conquista: el estado de derecho. El mantenimiento del estado de derecho es un fin último, un valor supremo que no puede poner en cuestión ni siquiera la propia democracia. Por eso no todo es votable, por eso decidimos darnos unas normas (la Constitución) con las que limitamos nuestra propia capacidad de decisión.

La democracia no es el fin, es el medio que canaliza mejor los conflictos, el que legitima los gobiernos, el que hace posible la gobernanza y perpetúa las instituciones. Y no es perfecta. De hecho, seguramente tenía razón Churchill cuando afirmaba: “La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los sistemas políticos restantes”.

sábado, 28 de enero de 2012

Gallardón en cuatro medidas

Cuando Mariano Rajoy dio a conocer que Gallardón sería el ministro de Justicia de su flamante gobierno, algunos pensaron que el todavía alcalde de Madrid había dado un resbalón en esa carrera de fondo que es su trayectoria política. Al fin y al cabo, la cartera de Justicia no es prolífica en estrellas mediáticas ni ha copado (salvo en excepciones) el peso de los grandes debates nacionales. Para que nos entendamos: no es Economía, ni Interior, ni tampoco la vicepresidencia. Justicia implicaba un perfil más bajo que el que le proporcionaba la atalaya del ayuntamiento de la capital. Sin embargo, Gallardón, si no gallardo, sí es hombre arrojado y de ambición, por lo que era previsible que no se hicieran esperar la escenografía de acción, la pirotecnia y los focos.

En efecto, Alberto Ruiz-Gallardón ha asido la cartera con fuerza y ha puesto sobre la mesa una serie de medidas que van de lo polémico a lo epatante. Lo ha hecho en el marco de estos cien días de gracia que el Gobierno de Rajoy se ha tomado para enseñar sus cartas, siguiendo una estrategia que pareciera extraída de las enseñanzas militares que Sun Tzu nos legó en 'El arte de la guerra': “Sé veloz como el trueno y el relámpago, para los que no se puede uno preparar, aunque vengan del cielo”. Y, así, como del cielo, han ido cayendo, veloces como el rayo, duros como el pedrisco, nuevos recortes y más impuestos. Ahora, el ministro de Justicia viene a culminar lo que Clausewitz llamaba “concentración de fuerzas en el espacio”, y nos presenta un plan de fuerte carga ideológica.

El primero de los aspectos controvertidos de su propuesta es el que atañe a la reforma de la ley del aborto. Desde algunos sectores se pretende silenciar este debate apelando a su futilidad, dada la urgencia de los problemas económicos que nos subyugan, y que, según esta visión, deberían acaparar toda la atención. No obstante, tratar de disponer sobre lo necesario y lo contingente es una aspiración que confina con lo religioso y parece más propia de la ética tomista (o de una película de Cuerda) que de un debate político en el seno del estado de derecho. Del mismo modo, hay quienes pretenden comparar la discusión de la medida con el uso que de la cuestión hizo el PP en la oposición. Ante esto, es preciso señalar que socialistas y populares abordan el tema desde ópticas diametralmente opuestas. Gallardón quiere que las menores de 16 y 17 años tengan consentimiento paterno para poder abortar. El visto bueno familiar no será necesario para llevar a término el embarazo, para casarse o para donar órganos; pero sí, en cambio, para adoptar una decisión que afecta a la madre de forma tan personal y definitiva. La actitud del PSOE al respecto es la de defensa de las libertades, en el sentido positivo del que hablaba Isaiah Berlin. Ser libre para decidir. La diferencia no es, precisamente, sutil.

El segundo punto de las medidas anunciadas por Gallardón propone la reforma del código penal y la instauración de la cadena perpetua revisable. Este asunto presenta un dilema de fondo, pero, sobre todo, de forma. En primer lugar, cabe preguntarse sobre la utilidad de la medida, así como sobre si existe una necesidad verificable que la apoye. Sin embargo, lo preocupante, insisto, reside en la forma. Según el ministro de Justicia, este supuesto quedaría reservado para casos generadores de una gran “alarma social”. El criterio, pues, es vago y remite de manera evocadora a Charles Lynch, aquel juez de Virginia que, durante la guerra de la independencia de Estados Unidos, implantó un proceso sumarísimo en el que el mismo pueblo juzgaba, condenaba y ajusticiaba a los reos. No en vano a él debemos la acuñación del término “linchamiento”. ¿Con qué barómetro medir el nivel de alarma social? ¿Cómo establecer la linde entre lo que es susceptible de ser perpetuo y lo que ha de considerarse temporal? Hablar de alarma social como pauta es apelar a los sentimientos y las pasiones de la masa, que son lo contrario a la razón. Supeditar la legalidad y el garantismo a la arbitrariedad es socavar la seguridad jurídica, someterla al juicio de un pueblo que, en las palabras de Montesquieu que ya he referido en alguna otra ocasión, “obra por su fogosidad y no por sus designios”. Supone, en definitiva, confundir las funciones del poder constituyente con las del poder constituido, en la separación establecida por Sieyès.

Tampoco es asunto menor el referido a la introducción del copago en la Justicia a partir de la segunda instancia. El Gobierno parece estar lanzando el mensaje de que habrá justicia para el que pueda pagársela. Hay quienes, incluso, encuentran natural que así sea, del mismo modo que es normal pagar por la comida o los libros. Acabar con el principio de equidad en la Justicia y rebajarla a la categoría de un bien de consumo pone en grave riesgo su universalidad y solidez como pilar del estado de derecho. La ley ya contempla mecanismos que pueden conllevar la carga económica de los costes del juicio, cuando el magistrado así lo dispone. Pero coartar de antemano las opciones de apelación de los ciudadanos no puede sino conducir a una merma de la Justicia, a la vulneración de la igualdad ante la ley por motivos de índole económica, y nunca a su optimización, que es lo que Gallardón afirma perseguir con la reducción de la litigiosidad.

Por último, el ministro de Justicia ha anunciado su voluntad de acabar con la politización del Consejo General del Poder Judicial y facilitar su renovación. Toda una declaración de buenas intenciones, que estaría muy bien de no ser porque su partido ha obstaculizado durante años la renovación del organismo por razones eminentemente ideológicas y porque la fórmula elegida para poner fin al conflicto político no hace pensar que pueda conducir a la imparcialidad del Consejo, sino, más bien, a un desequilibrio de fuerzas aún mayor. En 1985 se implantó un sistema por el que el Parlamento elegía 12 de los 20 miembros que conforman el CGPJ. Los otros ocho componentes son profesionales del derecho ajenos a la magistratura. Este modelo fue sustituido en 2001, con Ángel Acebes como ministro de Justicia, por el actual, en el que los jueces proponen 36 candidatos entre los que el Parlamento selecciona a los 12 que formarán parte del organismo. El sistema ha conducido a la mayor politización del Poder Judicial que se ha conocido, al punto de convertirlo en un órgano esclerotizado. El PP contó durante años con un Consejo de mayoría conservadora que le fue muy favorable. Recordemos que es este quien designa los puestos de las instancias judiciales más relevantes, entre ellas el Tribunal Supremo. No es de extrañar, pues, que los populares se resistieran a renovar un organismo que les era tan afín. Ahora, aseguran querer poner fin al bloqueo y la politización mediante una fórmula que elimina el concurso de la soberanía popular: la idea es entregarle todo el poder de decisión a la magistratura, que, como bien es sabido, es una casta notablemente conservadora. En la práctica, es volver al sistema anterior a 1985, ese que, en 1980, dio lugar a un CGPJ compuesto exclusivamente por miembros conservadores. De todo ello, no parece desprenderse que la receta vaya a traer imparcialidad a la Justicia.

Las medidas anunciadas por Gallardón contienen, como vemos, una fuerte carga ideológica y altas dosis de populismo conservador. Al darse a conocer la noticia, no pocos se sintieron sorprendidos y decepcionados, como si, de pronto, no pudieran reconocer en el ministro de Justicia al político de talante moderado que ocupó la alcaldía de Madrid. En mi opinión, todo obedece a una estrategia. Gallardón cultivó la mesura cuando consideró que le resultaría rentable. Y le salió bien, tanto electoralmente como en su pulso personal con Esperanza Aguirre. Ahora, necesita situarse en el centro de la escena mediática con medidas populistas y epatantes. Que le iluminen los focos. Su ambición hoy es la misma de hace 20 años: llegar a la presidencia del Gobierno. Todo en él es cálculo y elección racional encaminados a esa meta. Veremos si lo consigue.