martes, 18 de diciembre de 2012

Obama y el control de las armas: el poder de los lobbies

La matanza de Newtown parece haberse convertido en un focusing event para introducir en la agenda pública de los Estados Unidos el control de armas. Obama llamó en el discurso pronunciado tras la tragedia a actuar para cambiar las cosas, alegando que no podemos aceptar que “la violencia que ataca a nuestros niños año tras año es solo el precio que pagamos por nuestra libertad”. Hoy, la sociedad americana y los medios de comunicación debaten en la calle, en los editoriales y en las tribunas de opinión acerca de la necesidad de implantar leyes más restrictivas sobre la tenencia de armas. El metal tranquilo de la voz del presidente y su capacidad para conquistar por medio de la palabra han hecho creer a muchos que Obama podría llegar a conseguir su objetivo. Además, el estado de conmoción en que se ha sumido la ciudadanía estadounidense después de un ataque de estas dimensiones hace pensar que quizá se haya alcanzado el clima social propicio para poder endurecer las leyes. No obstante, aunque nadie duda de la capacidad de un líder que ha logrado aprobar el ObamaCare, son muchos los que recuerdan que el presidente habrá de vérserlas con un enemigo poderoso: la Asociación Nacional del Rifle (NRA).


Incluso si Obama contara con el respaldo mayoritario de la población y pudiera vencer las resistencias de un número suficiente de republicanos preocupados por la seguridad de sus hijos para aprobar las medidas, la NRA seguiría constituyendo un obstáculo feroz. Y es que, aunque a algunos les parezca sorprendente, el poder que tienen los grupos de interés en Washington es enorme. El origen del peso político creciente de los lobbies se remonta a los años 60, y hay un trabajo estupendo de Fareed Zakaria que lo explica detalladamente.


Para ponernos en situación debemos remontarnos al país que era Estados Unidos después de la II Guerra Mundial. La gran empresa que planteaba el conflicto hizo que aquellos fueran años de un gran patriotismo, solidaridad y espíritu cívico. Sin embargo, superada la guerra, la sociedad americana devino más competitiva e individualista, atributos que unidos a la estabilidad política trajeron la desconfianza y la desafección ciudadanas por la política. Para tratar de poner remedio a este fenómeno se pensó entonces en “democratizar la democracia”, haciendo las instituciones más abiertas, sensibles y transparentes. Y, efectivamente, el Congreso se hizo más abierto y sensible, especialmente al dinero y los grupos de presión. Los reformistas americanos habían pasado por alto a Robert Michels, pero su ley de hierro de la oligarquía no tardó en cumplirse: los estadounidenses no tenían tiempo ni ganas de controlar el Congreso todos los días. Pero los lobbies sí. Así, las modificaciones diseñadas para permitir el gobierno de la mayoría se tradujeron, paradójicamente, en el gobierno de las minorías.


Además, la aprobación de las llamadas leyes Sunshine, que obligaban a una discusión abierta de todas las actividades públicas, permitió a los grupos de interés condicionar y distorsionar el debate político. El voto individual de los parlamentarios ya no era tenido en cuenta únicamente dentro de un recuento general, sino que se hacía público. Cuando los lobbies conocieron esa información comenzaron a usarla como un arma, y la diplomacia y la cautela por temor a su poder se fueron imponiendo en los pasillos del Congreso. El resultado fue la práctica esclerotización de la cámara, así como el origen de un buen número aberraciones. Por ejemplo, sucede que la mayor parte de los programas públicos norteamericanos son eternos, aunque hayan dejado de cumplir la misión para la que fueron creados. El caso más paradigmático de esto que relato es el de las subvenciones de mohair. El mohair era el tipo de lana con el que se fabricaban los uniformes militares, por lo que fue declarado “bien estratégico esencial” y decidió subvencionarse la producción de lana. Cuando años más tarde la confección pasó a realizarse con fibras sintéticas, la presión de los lobbies fue tal que hubo de mantenerse la subvención a los productores de lana, a pesar de que ya no fuera necesaria.


El grupo de presión se ha convertido en una actividad muy rentable, tanto desde el punto de vista económico como en términos de poder político. Aunque nadie cuestiona que defienda intereses legítimos, su modo de proceder distorsiona el debate político, paraliza el Congreso y despierta el malestar de los ciudadanos. El problema es que la institución más importante para poder mediar entre los lobbies y los políticos, esto es, los partidos, parece haber dejado de existir en Estados Unidos. Zakaria sostiene que la bala que mató al partido político provino de las elecciones primarias. Hasta ese momento, los partidos tenían la función de designar al candidato, decisión más importante en una competición electoral. Sin embargo, cuando esta tarea fue trasladada al votante, el partido quedó desprovisto de su papel central.


La paradoja que subyace bajo las enseñanzas de Zakaria es que más democracia no implica necesariamente mayor libertad. Al contrario, Barack Obama se enfrenta a un enemigo poderoso. Sus opciones de éxito sobre el control de las armas dependerán de su habilidad para actuar antes de que la NRA pueda organizarse. Si las casas de apuestas recogieran este enfrentamiento, las previsiones darían como vencedor al gran lobby del rifle. Sin embargo, yo me guardaré mucho de lanzar mi pronóstico. No seré yo quien le sostenga la mirada a Obama cuando dice, con lágrimas en los ojos: “We must change”.