miércoles, 18 de diciembre de 2013

De leyes y voluntades

* Disclaimer: Este post es una respuesta a una carta que circula por internet atribuyéndose al actor Juan Diego. Solo después de concluido el texto he sabido que la carta no la escribió en realidad el intérprete, sino un homónimo vecino de Valdemoro que la hizo llegar al director de La Vanguardia. La culpa es mía por no haber comprobado la autoría antes de escribir, aunque también podríamos hablar (no es este el momento, desde luego) de la manipulación informativa de que se sirven algunos para sus fines políticos. En cualquier caso, considero que el contenido del post continúa teniendo validez por cuanto hace referencia a un mecanismo argumental que, independientemente de quien lo haya expresado en aquel periódico catalán, considero muy generalizado en España. Ahí va.
 
Hoy he tenido la mala suerte de cruzarme con esta carta que firma uno de los grandes de nuestro cine, Juan Diego. En ella, el actor dice que él también es independentista catalán, aunque haya nacido en Madrid. Y lo es porque no entiende a Rajoy y porque no está de acuerdo con su forma de abordar la cuestión nacionalista. El mensaje es sencillo: no me gusta el Gobierno de España, luego me largo. En realidad, lo que subyace a este argumento, y a otros tantos que desde las dos orillas del Ebro se lanzan, es una falta absoluta de escrúpulo para con las leyes. Es la no aceptación del juego democrático, la no transigencia con el veredicto de las urnas, aunque lo legitime una mayoría absoluta. No me gusta este Gobierno, luego me largo. Al diablo la ley. La ley está bien cuando dice lo que a mí me gusta. El Gobierno está bien cuando soy yo quien lo ha votado. Me largo.
 
Es una cosa muy española esta de despreciar las reglas y considerar que la voluntad, individual o colectiva, está por encima de ellas. Dos siglos de golpes, pronunciamientos y asonadas militares nos avalan, pero alguno me dirá que soy maniquea por recurrir al extremo del ejército. Bien, yo les digo que este es un mal que aqueja al prócer y al soldado, a la derecha y la izquierda, al prohombre y al gusano, y les daré ejemplos. Hace casi un siglo, un reconocido intelectual como Azaña, al que hasta Aznar guarda un hueco en su mesilla, rechazó que “el Parlamento se convirtiera en una academia jurídica”, por considerar que debería responder a las aspiraciones del pueblo. Del pueblo, siempre que fuese republicano y de izquierdas, claro. En nuestros días, el desprecio por el formalismo legal es la pataleta de los airados ante la sentencia del TEDH contra la doctrina Parot, es el chusco desafío unilateral de Artur Mas, es la pintura en las pancartas del 15M que rezan “Lo llaman democracia y no lo es”.

Le dice Juan Diego a Rajoy en su carta que no pretenda que los catalanes “se queden inmóviles amenazándoles con qué les pasará si nos abandonan”. De nuevo, la observancia de las leyes es reconocida como una amenaza y no como el marco legítimo fijado para la convivencia, tanto por el Estado de derecho como por los tratados internacionales. Si alguien ha lanzado alguna amenaza es el señor Mas, cuando fantasea con actos unilaterales que no tienen cabida en la Constitución y que suponen la quiebra del orden institucional. Pero en España, de la gravedad de estas actitudes tiende a hacerse virtud. La virtud romántica y decimonónica de un bandolero enfrentado a un poder represivo, de quien guía la voluntad de un pueblo hacia su destino, de quien no está dispuesto a que un puñado de normas arruinen sus sueños de libertad nacional. Decía Kelsen que una nación “no es una masa [...] o un conglomerado de hombres, sino un sistema de actos individuales regidos por la ordenación jurídica del Estado”. Solo dentro de esa ordenación tienen cabida las libertades, pues es el cuerpo legal la garantía contra la arbitrariedad. Y no se me ocurre una cosa más veleidosa, voluble y arbitraria que la voluntad.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Monarquía y democracia: un comentario

Acabo de leer este estupendo artículo de Lluis Orriols, ¿Cuán democrática puede ser una monarquía?, en el que muestra cómo, quizá paradójicamente, los países con monarquías parlamentarias puntúan más alto que las repúblicas en calidad y satisfacción democráticas.


Como bien dice Lluis, esto no significa que exista una relación de causalidad entre monarquía y buen gobierno, pero sí creo que puede darnos alguna pista sobre quiénes son estos países y de dónde vienen sus buenos resultados.


Es cierto que la mayoría los regímenes democráticos actuales son republicanos, pero, tal como ha señalado Stanley G. Payne, a principios del siglo pasado, en Europa había solo dos repúblicas. Sin embargo, entre 1917 y 1939 asistimos en el viejo continente a eso que Mosse bautizó de forma tan atinada como la “brutalización de la política”, de la que se seguirá la quiebra de, aproximadamente, dos tercios de las democracias europeas vigentes entonces. Será después de la Segunda Guerra Mundial cuando, afanada en la tarea de su reconstrucción, Europa vea proliferar un gran número de nuevas repúblicas, dejando a los estados monárquicos en minoría.  


No es mi intención especular aquí sobre las razones que llevaron a los países a abrazar regímenes republicanos con preferencia sobre las opciones monárquicas. Sí me gustaría, en cambio, volver sobre ese tercio de democracias que sobrevivió a las “guerras civiles europeas”. Casi todas ellas, con las excepciones de Suiza, Finlandia y Francia (hasta Vichy), como ha afirmado Álvarez Tardío, eran “monarquías parlamentarias firmemente asentadas y legitimadas en un consenso social amplio”.


Esto me lleva a pensar que, probablemente, aquellas monarquías también hubieran puntuado entonces por encima de los estados republicanos en calidad y satisfacción democráticas, y que son precisamente la legitimidad y el consenso en torno a ellas los que hicieron posible que estas democracias se mantuvieran sólidas en los tiempos de la brutalización de la política.

Que en el siglo XXI sean las monarquías parlamentarias las que ocupan los primeros puestos de calidad entre las democracias extraña un poco menos si tenemos en cuenta que ya eran estados democráticos firmes en días en que la barbarie y los movimientos revolucionarios, fascistas o socialistas, se cernían sobre Europa. Lo que cabría preguntarse ahora es por qué fueron monárquicos los regímenes que, en la Europa de entreguerras, no sucumbieron a las tentaciones totalitarias. Pero eso ya lo dejamos para otro momento.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Artur Mas: entre la libertad y la condena

Hace algunos años, cuando la agenda nacionalista la marcaban ETA y el PNV, cuando la crisis económica era aún una burbuja lozana y el Estatut, polvo de estos lodos, solo el sueño húmedo de unos pocos. Hace algunos años, digo, no ha tanto de aquello, Arzalluz ondeaba una ikurriña por la misma causa que otros se arropan hoy con banderas esteladas, y Barcelona amanecía con el cuerpo ya frío, dos balas en la cabeza, un charco de sangre en un aparcamiento, que horas antes había pertenecido a Ernest Lluch.


Aquellos días, claro, las cosas eran distintas. Los terroristas descargaban sus cañones de futuro sobre la nuca de los buscadores de consensos, y la euforia de ladrillos y campos de golf aliviaba en Cataluña los agravios extractivos de la cleptomanía mesetaria. Sin embargo, los ciudadanos españoles de entonces conllevaban el nacionalismo, cualquiera que fuera su lengua vehicular, como lo hacen los de ahora, en una suerte de penitencia eterna que nos impusiera Ortega.


También conoció el jovencísimo siglo XXI de los discursos equidistantes, de los argumentos justificadores y de la pompa inane de los bienintencionados que pueblan ahora las páginas de los diarios nacionales. En una ocasión, Fernando Savater se refirió como “tonto útil” a quien consideró uno de esos biempensantes, Iñaki Gabilondo, por su reiterada connivencia con el nacionalismo vasco. Ante las quejas airadas del periodista herido en el orgullo, el filósofo no tardó en rectificar sus palabras: “retiro lo de útil”, sentenció.


Yo, que no tengo la talla (como no sea la estatura) de Fernando Savater, no me atreveré a llamar tontos, útiles o no, a los Jordi Évole o los Suso de Toro. No obstante, y aunque en la capital gustamos más de discutir sobre la portería del Real Madrid que sobre identidades nacionales, creo que ha llegado el momento de responder al nacionalismo. De abandonar el letargo permisivo con las medias verdades, las afirmaciones inexactas, la banalidad de los “compañeros de viaje” y las mentiras sin paliativos. De romper la espiral de silencio.


Artur Mas miente. Pero lo terrible es que miente a los suyos, lo cual da una idea bastante aproximada del respeto intelectual y moral que concede a quienes están llamados a ser su “pueblo”. Mas miente cuando afirma que Cataluña puede separarse de España sin divorciarse también de Europa, como no se han cansado de repetir desde las instituciones comunitarias. Europa, la vieja Europa que se levantó, arrepentida, vuelta en cenizas, para conjurar el fantasma del nacionalismo, ¿por qué habría de auspiciar de nuevo en su seno aquella semilla funesta? La Europa de la solidaridad y los fondos de cohesión, ¿por qué acogería a quien dice estar cansado de subsidiar a los menos ricos? La Europa de la inclusión, que mira a una integración mayor, ¿por qué abriría su casa a los portavoces de la disgregación y la exclusión?


Mas miente cuando dice que la corrupción se detendrá en la otra orilla del Ebro el día que Cataluña abandone España con un portazo. Esa corrupción que vive en los apellidos de la burguesía de siempre, nacionalista hoy, franquista ayer, primorriverista en otro tiempo. La corrupción que habita en los Pujol, los Millet o los Pallerols, se evaporará como se evapora en julio el agua cálida del Mediterráneo, pero solo para llover otra vez sobre las cumbres de los Pirineos en otoño.


Mas Miente cuando lanza previsiones económicas sesgadas, en las que la secesión catalana es la única variable considerada. Previsiones en las que el comportamiento del resto de actores es constante y no un suceso dependiente de la autodeterminación. Previsiones que no contemplan variaciones en las exportaciones hacia España, en el consumo de productos catalanes o en la localización de empresas nacionales, el día después de la independencia.


Mas miente cuando acusa de ser nacionalistas españoles a quienes le discuten. Sabe muy bien el presidente de la Generalitat que en España ya padecimos cuarenta años de aquel nacionalismo. Cuatro décadas perniciosas que nos vacunaron contra cualquier tentación nostálgica. Lo que queda de eso hoy en España es un residuo tan pequeño que ni siquiera ostenta representación parlamentaria. Quien se opone al nacionalismo no lo hace parapetado tras otro de signo contrario. Oponerse al nacionalismo es oponerse a una ideología reaccionaria, que ha sido bastante bien estudiada desde que el capitalismo impreso y las condiciones de la modernidad proporcionadas por la Revolución Industrial hicieran posible su expansión. Una ideología para la que las naciones son naturales y anteriores a las organizaciones políticas; superiores, por tanto, a estas, que deben someterse para la perpetuación de los valores nacionales. No en vano, Lord Acton diría que el nacionalismo sería el peor de los productos que nos trajera la Revolución Francesa.


Sea como fuere, desde la guerra franco-prusiana de 1870 hasta la desintegración de Yugoslavia, pasando por dos guerras mundiales, Europa ha sido testigo (y protagonista) del horror nacionalista durante más de 100 años. Cataluña no ha inventado, pues, el nacionalismo, por muy elegidos que se sientan los promotores de su independencia. Gellner dijo una vez: “Las naciones no tienen ombligo”, como no lo pueden tener Adán y Eva, que fueron “creados” por un dios. Las naciones son, pues, “inventadas”, del mismo modo que piensan los creacionistas que los hombres son un invento divino. Es más, las naciones son, en palabras de Benedict Anderson, “comunidades imaginadas”; pero dicha comunidad ha de ser, para Dominique Schnapper, una “comunidad de ciudadanos”, cuya distinción más importante es vivir bajo el paraguas de un estado democrático y soberano. Renan añadirá que la nación es un “plebiscito cotidiano”. Y lo cotidiano tiene muy poco que ver con los cromosomas pretéritos y las costumbres ancestrales. Nada que ver, por tanto, con la idea de una “comunidad de sangre”, cuya homogeneidad es producto de la “actividad comunitaria política” (Weber), “el efecto, y no la causa, de la unificación estatal” (Ortega).


Mas miente en el New York Times cuando habla de una Cataluña soberana hasta 1714, fecha en la que le fueron arrebatados, asegura, todos sus valores. ¿Podría el señor Mas explicarnos sin sonrojo cuáles eran los valores de los “catalanes” de comienzos del siglo XVIII? Ya Adrian Hastings nos prevendrá contra la “mitologización” de la identidad nacional de los que aspiran a decirse nación: “son episodios en los que la salvación nacional está o parece estar en juego. Casi siempre hay un traidor en la historia [léase Madrid o España], y esto agudiza el sentimiento de ‘nosotros’ y ‘ellos’, el deber absoluto de lealtad a la camaradería horizontal del ‘nosotros’ y el abismo moral que nos separa de los otros, de la amenaza contra nuestra ‘libertad, religión y leyes’... [léase llibertat, llengua, valors...]”. Ahí tiene Sant Jordi su dragón: construyamos un relato nacional.


También Hobsbawn ironiza sobre la inclinación del nacionalismo a inventar un pasado laudable para la nación en ciernes: “Recuerdo el título de un libro sobre Mohenjo Daro y la civilización urbana en el valle del Indo. Se llamaba Cinco mil años de Pakistán, un país que hasta 1947 no existió y cuyo nombre mismo no se inventó antes de 1932 o 1933”. Y tampoco tarda mucho Kedourie en destapar las trampas de Mas: “no hay razón convincente por la cual el hecho de que la gente hable el mismo idioma o pertenezca a la misma raza, habría de darle el derecho a disfrutar de un gobierno exclusivo”. El problema de pretender transmutar un hecho lingüístico o cultural en un imperativo estatal es que se está poniendo en tela de juicio la misma idea de libertad, como advertirá Renan: la tesis según la cual la circunstancia de compartir una lengua, una religión o un color de piel aboca indefectiblemente a los individuos a convivir en un mismo estado «condena» a esas personas a pertenecer a determinado cuerpo político, a agruparse políticamente en determinada forma.


Artur Mas miente, pero sucede que no suele ser posible engañar a todos todo el rato. Y, desde luego, harto más difícil resulta engañarse uno mismo. Es por ello que ya empiezan a escucharse los primeros titubeos en las filas nacionalistas, las primeras bajas, los primeros temblores de pulso, las primeras llamadas a la tranquilidad y los primeros intentos de recular. No vaya a ser que, después de todo este tiempo vendiéndonos la “llibertat”, al final solo se hayan estado labrado su propia «condena» electoral.


jueves, 7 de marzo de 2013

Apuntes rápidos sobre la disciplina de partido

Después de leer con mucho interés sendos artículos de Alberto Penadés y Lluis Orriols en Piedras de Papel sobre la disciplina de partido, me animo a dejar por escrito algunas consideraciones a propósito del caso español.

 
A partir de los años 50, comienza a declinar en Europa el viejo sistema parlamentario de fuertes asambleas que predominara a lo largo del último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, los parlamentos nacionales empiezan a perder el poder que otrora les permitiera amenazar y desestabilizar a los gobiernos, para convertirse en un apoyo del ejecutivo. Se produce, así, el nacimiento de lo que Mirkine-Guetzevitch llamaría el “parlamentarismo racionalizado”. El nuevo sistema vendrá a poner fin a las distorsiones en la vida parlamentaria motivadas por un exceso de capacidad de las Cortes. El poder del diputado será sustituido por el del grupo parlamentario, los poderes del ejecutivo se fortalecerán, se acabará con la desestabilizadora Micronesia de partidos, pero, a cambio, los partidos que resulten serán más fuertes. Al mismo tiempo, el modelo desincentivará unas coaliciones que a menudo se revelan perversas e interesadas y dotará al gobierno de un mando sólido para llevar a cabo su programa.

 
Esto no significa que el parlamento haya perdido la facultad fiscalizadora para la que fuera concebido. Sin embargo, las nuevas democracias ya no son propiedad de la antigua burguesía, sino de todo el “pueblo”. Ya no nos encontramos ante un sistema endogámico, dominado por una clase social hegemónica: el gobierno es resultado de la confrontación y convivencia de valores distintos provenientes de diferentes sectores de la sociedad. Y, en este viaje, el diputado ha sacrificado su peso e influencia políticos en beneficio de la estabilidad del sistema. La pregunta que muchos se hacen es si este equilibrio supone una conquista suficientemente valiosa como para querer renunciar a la independencia de nuestros parlamentarios.

 
Atendiendo al caso español, yo me atrevería a responder que sí. Tras un siglo XIX turbulento, marcado por los pronunciamientos y las asonadas militares, y un siglo XX no menos prolijo en golpismo, volubilidad y fratricidio, la estabilidad política que gozamos desde hace poco más de 30 años constituye una imponderable victoria política. Pero la disciplina de partido que caracteriza nuestro parlamentarismo racionalizado no solo nos ha legado la deseada estabilidad política, sino que además facilita la rendición de cuentas al permitir identificar con claridad a los responsables de las actuaciones políticas. En un contexto político donde el mandato imperativo no existe y el cumplimiento de los programas electorales está cada vez más reñido con la confrontación de lo complejo, la accountability es una herramienta esencial de la democracia.

 
Con esto no quiero decir que la disciplina de partido esté exenta de inconvenientes. Sin embargo, a menudo se lanzan críticas que no son del todo justas con ella. Cuando Alberto Garzón señala que la disciplina de voto “anula el debate político”, está pasando por alto algo que ya explicara Manin en Los principios del gobierno representativo: que, “en los intercambios en el seno del partido que preceden a los debates parlamentarios, los participantes debaten auténticamente”. Y, cuando se acusa a la disciplina de voto de promover un modelo de partido oligárquico, se olvida que ya Robert Michels escribió sobre la naturaleza elitista de la elección pública. Es decir, allí donde se produce una votación, se introduce inevitablemente un sesgo elitista. Más allá de la mayor o menor autonomía que concedamos a nuestros representantes, siempre va a predominar la “ley de hierro” por la cual el poder tenderá a concentrarse en las manos de una élite. Quizá, a este respecto, sería más interesante que nos preocupáramos por los mecanismos de selección de dichas élites (aquí sí tenemos un problema) que por las cuestiones de disciplina.


Hemos comenzado hablando del tumultuoso siglo XIX español para realizar una defensa de la disciplina de voto. Alguien podría pensar que dichas turbulencias son propias de un pasado que no ha de volver y que, por tanto, no debemos temer la eventual adopción de la autonomía parlamentaria. No obstante, hace tan solo unas semanas, el PSC rompía por primera vez la disciplina de voto en Madrid, desatando una sonada crisis dentro del PSOE. Las desavenencias entre la ejecutiva federal socialista y sus socios catalanes han puesto en jaque la paz en un partido que está llamado a ser alternativa de gobierno, y que, sin embargo, ahora parece nadar a la deriva. Seguramente en Ferraz ya echen de menos la estabilidad de la disciplina.

viernes, 1 de marzo de 2013

España y el federalismo: la estrategia del PSC

Estos días, PSC y PSOE protagonizan una polémica en torno al llamado “derecho a decidir” que ha puesto en jaque las relaciones entre los socialistas del centro y los de Cataluña. Aunque con renovado vigor y encono, el asunto es viejo y se remonta, al menos, a las últimas elecciones catalanas. En aquella ocasión, el PSC basó su estrategia de campaña en la defensa del derecho a decidir: su apuesta pasaba por poder elegir para que España se convirtiera en un modelo político federal. El empeño, más allá de valoraciones personales, fue un fracaso en términos electorales, pero el PSC no parece dispuesto a replantearse el discurso. Esta postura no solo se ha revelado inútil a la hora de recabar votos, sino que amenaza la precaria paz en una casa socialista que ya hace aguas sola y se funda sobre un principio, el federalismo, que tiene los pies de barro.


Y es que son muchos los autores que dentro, pero sobre todo fuera de nuestro país, defienden que España puede considerarse prácticamente un modelo federal, lo cual despojaría de todo sentido la reivindicación del PSC. El Estado de las autonomías se construyó de forma que pudiera darse acomodo a dos concepciones distintas y aparentemente enfrentadas del Estado: la idea de unidad nacional indivisible y la de pluralidad nacional. La conjugación de ambos principios ha dado lugar a lo que muchos llaman una federación o cuasifederación, si bien es cierto que esta consideración también tiene sus detractores. Entre las fallas que se le atribuyen al modelo autonómico y que lo excluirían de esta clasificación, destacan el hecho de que no lleve el apellido federal en ninguna mención constitucional y no esté compuesto por unidades constituyentes, la escasa participación de las regiones en la elaboración de políticas centrales, la dependencia financiera de las CCAA o la debilidad del senado.


Sin embargo, en todo este debate juega un papel crucial la definición del problema. Como con cualquier otro asunto cuando abordamos ciencias sociales, el modo en que definimos un problema condicionará nuestros análisis y conclusiones. Lo que es evidente es que, al margen de las discrepancias, este es un paso que no nos podemos saltar: necesitamos una definición normativa sobre federalismo para poder operar con él. Algunos autores hacen una definición tan estricta y restrictiva de federalismo que resulta muy poco funcional. Wheare, después de estudiar el sistema federal por excelencia, el de los Estados Unidos, llegó a la conclusión de que solo había dos países más, Australia y Suiza, a los que se pudiera aplicar el calificativo de federales (Stein 1968). No obstante, cada vez va teniendo más peso la idea de que los límites del federalismo tienden a desdibujarse como en un cuadro impresionista, de forma tal que casi todos los países llamados federales presentan sus propias peculiaridades. En esta línea, Watts sostendrá que una federación es “un sistema compuesto de gobierno que combina un gobierno central fuerte con unidades constituyentes fuertes, cada uno de ellos con poderes delegados por el pueblo en virtud de una constitución, cada uno de ellos facultado para tratar directamente con los ciudadanos en el ejercicio de sus atribuciones legislativas, administrativas y fiscales, y cada uno de ellos con instituciones básicas elegidas directamente por los ciudadanos” (Watts 2008, p.10).


De esta definición concluirá que hay seis características comunes a los sistemas políticos federales (Watts 2008, p.9). A continuación iremos repasando cada una de ellas y analizando si el modelo español es o no respetuoso con su cumplimiento para tratar de aproximarnos a una respuesta: ¿es España federal?


La existencia de al menos dos órdenes de gobierno, uno para el conjunto de la federación y otro para las unidades regionales, donde cada uno actúa directamente sobre sus ciudadanos


El artículo 137 de la Constitución dice literalmente: “El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses”. Observamos cómo la carta magna reconoce no solo dos, sino hasta cuatro órdenes de gobierno distintos. Atendiendo al nivel autonómico, las comunidades tienen su génesis, como es sabido, en los artículos 143 y 151 (llamados de vía lenta y vía rápida), esto es, su autonomía emana directamente de la Constitución y no del poder central. Además, cada comunidad autónoma posee un órgano legislativo unicameral electo según requerimientos constitucionales, un consejo y un presidente, así como una función pública administrativa (Agranoff 1997).


Una distribución constitucional de las competencias legislativas y ejecutivas y de las fuentes de ingresos


Esta característica permite establecer la garantía de autonomía de un orden de gobierno respecto del otro. Así, encontramos que el artículo 148 de la Constitución especifica las atribuciones que le son propias a las CCAA y las diferencia de las competencias que son exclusivas del gobierno central, las cuales se detallan en el artículo 149. Si bien se puede argumentar que la concreción de las facultades autonómicas ha de negociarse en los estatutos de autonomía, este es un hecho que ha conferido flexibilidad al sistema y, al mismo tiempo, ha otorgado mayor poder de presión a las regiones.


En lo que respecta a las fuentes de ingresos de las CCAA, España muestra una clara asimetría (especialmente en el caso de Navarra y el País Vasco) que, por otro lado, no es ajena a otras federaciones como Bélgica, Canadá, Rusia o India (Watts 2008). Hay que decir que la transferencia de competencias de financiación ha experimentado una evolución constante desde 1978, habiendo sido modificados los sistemas de financiación autonómica en repetidas ocasiones. En años anteriores a la crisis, el gasto central (51%) se repartía de forma uniforme con el de los órdenes autonómico (36%) y local (13%), lo que sitúa a España en la zona media de la tabla de los países federales, por encima de países como Estados Unidos, Bélgica, Canadá o Suiza, pero por debajo de otros como Austria, México, Australia o Brasil (Watts 2008). Utilizo deliberadamente los datos anteriores a la crisis porque, en los últimos años, la confrontación de las dificultades económicas ha conllevado una cierta recentralización (Colino 2012) que sería interesante abordar en otra ocasión.
 
 
La existencia de algún modo de representación de las diferentes visiones regionales en las instituciones federales


Suele mencionarse la debilidad del Senado español como una característica que aleja a España de la consideración de país federal. Es cierto que los estados de forma presidencial-congresual, como Estados Unidos y otras federaciones de Latinoamérica, presentan senados muy poderosos en comparación con el español. Sin embargo, las antiguas colonias británicas (Australia, India, Malasia, Canadá), así como la mayoría de federaciones europeas (Austria, Bélgica) han tendido a presentar senados débiles. En estos casos, la representación de los distintos puntos de vista regionales se ha basado menos en el Senado que en la representación dentro del consejo de ministros del poder central y de la defensa de los puntos de vista regionales por los partidos políticos de representación regional (Watts 2010). Algo parecido sucede en España, donde a un Senado débil lo compensa el papel central que los partidos regionales juegan en la formación de gobiernos y la adopción de decisiones, comportándose a menudo como auténticas bisagras del poder con capacidad para conceder y arrebatar la llave del gobierno. Recordemos el tripartito y el Estatut.


Una constitución suprema que no se pueda reformar unilateralmente


Si la Constitución pudiera reformarse unilateralmente por parte de las unidades componentes, estaríamos ante un sistema confederal; mientras que si fuera posible hacerlo unilateralmente desde el gobierno central, nos hallaríamos ante un sistema unitario. El modelo español, como el de todos los estados federales, requiere un procedimiento complejo y exige una mayoría cualificada para introducir cambios constitucionales. Se necesita una mayoría de tres quintos de los miembros de cada cámara o bien la mayoría absoluta del Senado y dos tercios de los votos en el Congreso (Artículo 167 de la CE). Y, para las reformas de más hondo calado, la Consitución prevé un procedimiento aún más restrictivo (Artículo 168) . Estos mecanismos proporcionan protección frente a posibles cambios constitucionales inducidos por intereses del gobierno central o de las CCAA.


Un árbitro para resolver disputas e interpretar la Constitución


Puede adoptar distintos nombres: en Estados Unidos, Australia o India es el Tribunal Supremo; en Suiza es el Tribunal Federal y en otros países, como Austria, Bélgica, Alemania o la propia España, es el Tribunal Constitucional.


Procesos e instituciones que faciliten la colaboración intergubernamental


El objetivo de estos mecanismos es servir a la resolución de conflictos y facilitar la adaptación a las circunstancias cambiantes (Watts 2010). España se caracteriza por un alto grado de negociación política (aunque a algunos líderes nacionalistas siempre les parecerá poca), una suerte de “federalismo cooperativo” por el que nuestro país ha desarrollado estructuras para favorecer la colaboración intergubernamental. Entre ellas destaca el Consejo de Política Fiscal y Financiera (CPFF) o la Comisión Nacional de Administración Local (CNAL), sin olvidar las numerosas conferencias sectoriales o la Conferencia de Presidentes que encunbró Zapatero.


Conclusión


Parece pues, que España no encuentra muchas dificultades para acomodarse a los parámetros federales de los autores que llevan décadas estudiando el fenómeno. Si bien hemos observado la existencia de numerosas particularidades en nuestro modelo territorial, ya hemos señalado cómo a menudo los contornos de las federaciones se desdibujan, de forma que resulta harto complicado contar dos países federales iguales. Además, es hora de abandonar la errada creencia de que una federación ha de ser creada a partir de unidades constituyentes autónomas preexistentes. El proceso tiene lugar en dos direcciones, como ya señalara Stepan: bien por la unión de unidades separadas (coming together), bien por el mantenimiento de regiones que antes formaban un sistema unitario (holding together).


Pero, aun si asumimos, como advierten algunos autores, que esas peculiaridades apartan a España de la consideración federal, aun si concedemos hablar de un federalismo incompleto, nuestro país estaría muy próximo a él. Tanto que resulta difícil comprender que un partido político base toda su estrategia de campaña y su programa en la culminación de la sutileza federal. Y, en todo caso, las últimas elecciones catalanas debieron dejar claro al PSC la escasa predisposición ciudadana a abrazar sus postulados. Haciendo caso a Watts, lo que España debería hacer es dejar a un lado las disquisiciones estériles sobre su etiqueta nominal y analizar el sistema desde el punto de vista de su eficacia.

Nota: Es todo cuanto tengo que decir sobre este asunto. No voy a entrar en discusiones a través de redes sociales.

viernes, 15 de febrero de 2013

Cataluña y la miopía nacionalista

Decía Spengler que los griegos y los romanos eran incapaces de sentir el tiempo. Vivían en una sucesión finita de presentes, afectados por una miopía que los hacía incapaces para proyectar el futuro. Cuando se presentaba una contingencia, consultaban las páginas ya escritas y los caminos ya hollados, vueltos siempre los ojos al pasado. Sin embargo, hubo de suceder el día en que la retina histórica se restaurara, y vieran los hombres ampliarse el horizonte como lo ve el vigía al alzarse en el mástil de proa. Hubo de suceder digo, porque lo que distingue al moderno Occidente de sus clásicos antepasados es su vocación de mañana.


Según Ortega, el primero en invertir la tendencia será César. César no quiere emular a Alejandro, sino que parece contradecirlo. Renuncia al prestigioso pasado de Oriente y se vuelca en Europa. Se enfrenta a los viejos republicanos fieles al Estado-ciudad, a los conservadores que atribuyen al expansionismo todos los males de Roma. Apuesta por un Imperio que va más allá de un centro que manda y una periferia que obedece, e idea un gigantesco cuerpo social donde cada elemento es a la vez sujeto pasivo y activo del Estado. Ortega dirá: “tal es el Estado moderno”.


Efectivamente, Europa es heredera de ese ímpetu de futuro que moviera a César. Stuart Mill lo expresará así: “nos alabamos de ser el pueblo más progresivo que ha existido nunca”. 1789 será la fecha de la primera gran revolución de la Historia que no viene a recuperar el statu mancillado, sino que llega para imponer un orden alejado de toda experiencia y que solo ha sido “imaginado”. De sus riesgos nos avisará Lord Acton, que clasificará en tres los nocivos productos de aquel ensayo francés: el igualitarismo, el socialismo y el nacionalismo. De entre ellos, no dudará en señalar el nacionalismo como el más poderoso y, como si de una negra profecía se tratara, nos avanza que acabará con sus dos hermanos para imponerse.


Los peores presagios de Lord Acton no tardarán en cumplirse. La guerra francoprusiana dará origen a la edad dorada de los nacionalismos, cuyas más sangrientas creaciones verán la luz en el corazón de Europa, primero en 1914 y, más tarde, en 1939. Aleccionados por la barbarie y la destrucción desplegadas, los europeos entonaremos nuestro propio “never again” y erigiremos una Unión Europea que conjure el fantasma del nacionalismo, salvaguarde la democracia y mire al futuro. Se abrirá paso, así, una nueva etapa caracterizada por la voluntad integradora y volcada en la convivencia.


Sin embargo, el nacionalismo catalán parece ajeno al discurrir de los tiempos, y sigue retoñando allá y acá, cada cierto tiempo, sin resignarse a abandonarnos nunca y planteando nuevos retos que dificultan ese “conllevar” que arrastramos desde hace más de un siglo. Los nacionalistas han recaído en la vieja miopía que afectara a los antiguos y solo aciertan a volver las córneas al pasado. Porque no es el nacionalismo cosa progresista alguna, al contrario. Ortega afirmará: “El Estado no es consanguinidad, ni unidad lingüística, ni unidad territorial, ni contigüidad de habitación. No es nada material, inerte, dado y limitado. Es un puro dinamismo --la voluntad de hacer algo en común--, y merced a ello la idea estatal no está limitada por término físico ninguno”. Renan lo dirá en dos palabras que ya forman parte del imaginario europeo: la nación es un “plebiscito cotidiano”. Pero los nacionalistas catalanes siguen apelando a la lengua, la cultura y las fronteras para propagar su mensaje disgregador.


Cuando alegan que la lengua hace la nación, recuerdo a Strauss y Mommsen defendiendo que podían demostrar científicamente que Alsacia era alemana porque sus habitantes hablaban mayoritariamente alemán. No obstante, suele ocurrir que el hecho de que en un territorio se hable una lengua es fruto de la imposición de una unidad política anterior, y no al revés. Es decir, como consecuencia de la unidad política se fomenta la homogeneización lingüística, y lo mismo podemos afirmar con respecto a la cultura. Si hubo un día en que los napolitanos hablaron catalán, no fue porque pertenecieran a la nación catalana, sino resultado de conquistas e imposiciones políticas. Por este mismo motivo, no puede afirmarse que peruanos o argentinos formen parte de la nación española, por mucho que compartamos la misma lengua.


Pero el problema no solo reside en una perpetua evocación del pasado, sino que pasa por reescribirlo y mitificarlo. Así, quieren convencernos de que lo que fuera una guerra de sucesión se trató en realidad del atropello de la nación catalana, sometida desde entonces a una España que lleva 300 años oprimiéndola y expoliándola. Esto es lo que nos contaba Artur Mas en la Diada del pasado 11 de septiembre, en un intento de remover las tripas al pueblo, aunando pasado y economía, para tratar de salvar los muebles de su mala gestión. El inconveniente de querer reinventar lo pretérito es que a uno siempre lo acaban delatando los libros de Historia. Y lo mismo sucede con la economía. Cataluña despegará económicamente una vez que Carlos III, un rey Brobón, autorice el libre comercio con América que había sido denegado antes por la dinastía de los Habsburgo. De igual modo, durante todo el siglo XIX se practicarán políticas proteccionistas destinadas a beneficiar a la industria catalana. Ya en en el siglo XX, la burguesía que después abrazaría el nacionalismo se mostrará partidaria de Primo de Rivera como mejor garante de sus intereses. Y en 2013 llaman expolio a lo que no es sino un sistema de redistribución autonómico. Cataluña paga más de lo que recibe, como pagan más Madrid o Baleares. Lo que los nacionalistas no se atreven a decir es que lo que les molesta no es el falso expolio, sino el régimen solidario.


Pero lo más interesante es la nueva dimensión política que está cobrando el asunto. Lo que nos presentan CiU y ERC es un “sujeto político y jurídico soberano” llamado Cataluña. Según esta descripción, cabría pensar que Cataluña es una señora. Sin embargo, el trasfondo es mucho más grave por cuanto trasluce una entidad colectiva que siente y actúa unívocamente. Los ciudadanos catalanes pasan a ser simplemente Cataluña. Y su permanencia o no en España ya no atañe al conjunto de la ciudadanía española, sino que compete exclusivamente a este nuevo “sujeto político y jurídico soberano”. Así, arrogada del “derecho a decidir”, Cataluña preguntará a los catalanes si quieren formar un Estado propio. ¿A los catalanes de los territorios históricos de aquella gran nación que fue? No exactamente, no sea que pierdan el referéndum. Preguntará a quienes residan en las provincias catalanas delimitadas por el estado español.
 

Como sea que la citada consulta contradice los postulados de la Constitución, es bastante probable que la señora Cataluña no vaya a marcharse a ningún sitio. Y, así, nos iremos a dormir y nos despertaremos de nuevo en este perenne suceder de presentes sin vocación de mañana de que hablara Spengler. En la penitencia del “conllevar” que nos impusiera Ortega. Feliz Día de la Marmota.

viernes, 11 de enero de 2013

La metamorfosis en la elección de los representantes: crítica y comentario de Bernard Manin (III)


Los partidos socialistas o socialdemócratas no han sabido reaccionar para hacer frente a las modificaciones que se operaban dentro de su propio electorado y, a menudo, continúan ofreciendo un discurso marcadamente obrerista. Esto explicaría por qué el voto de izquierda se ha vuelto más volátil, mientras que el de derecha sigue mostrando mayor fidelidad al partido. De ser así, sería más acertado hablar de crisis del socialismo que de crisis de representación. 

Pero, a pesar de las dificultades que siguen encontrando los partidos socialistas para redefinir su discurso, esto no significa que hayan sido ajenos a las transformaciones socioeconómicas acontecidas en el último medio siglo. De hecho, los partidos socialdemócratas continúan ganando competiciones electorales en no pocos países occidentales y siguen siendo alternativa de gobierno en mucho otros. Lo que ha sucedido es que la extensión de una clase media mayoritaria y la difuminación de las líneas de fractura social tradicionales ha obligado a los partidos con vocación de gobierno a competir por el centro del espectro ideológico. La izquierda se ha vuelto centro-izquierda, mientras la derecha es ahora centro-derecha, y esto está directamente relacionado, a mi entender, con la personalización del voto que Manin no acertaba a explicar. La homogeneización ideológica de los partidos ha forzado a los políticos a buscar la diferenciación por otros cauces, esto es, en los atributos personales del candidato. Aun cuando es posible encontrar divergencias en las políticas económicas y sociales del centro-izquierda y el centro-derecha, el votante percibe cada vez menos diferencias en las actuaciones de los distintos partidos, por lo que la personalización se ha convertido en un instrumento electoral crucial.

Esta homogeneización ideológica de los partidos con aspiraciones de gobierno permite también explicar la creciente volatilidad electoral que señalaba Manin. No parece evidente que este suceso se deba tanto a un aumento de la brecha entre representantes y representados, cuanto al hecho de que cambiar el voto ya no supone un salto ideológico tan importante como lo habría sido durante la democracia de partidos. Si, en 1900, resultaba harto improbable que un obrero fabril cambiara su voto del partido socialista al conservador, en la actualidad, la menguante distancia que separa a socialdemócratas y democristianos hace más viable y menos traumático un trasvase de votos.

Aunque Manin no habla de esta homogeneización ideológica que advertimos, sí es consciente de que las fracturas sociales ya no son las que eran hace medio siglo. Por eso se refiere a la necesidad de los candidatos de trazar sus propias divisiones del modo que resulte más rentable en términos electorales. El autor afirma que las divisiones políticamente más eficaces son las que se corresponden con las preocupaciones del electorado, razón por la que el proceso, dice, tiende a producir una convergencia entre los términos de la opción electoral y las divisiones entre el público. Sin embargo, solo un par de páginas más adelante, el mismo Manin parece contradecirse al afirmar, siguiendo a Schumpeter, que, en política, no hay una demanda independiente de la oferta, es decir, que los individuos no tienen “voliciones bien definidas e independientes de las propuestas políticas”. 

Para finalizar, Manin pasa por alto otro suceso que tiene lugar a partir de 1950 y que puede explicar también la creciente personalización de la política. A mediados del siglo XX, tiene lugar una revisión del viejo sistema parlamentario de fuertes asambleas, por el que el parlamento pasa de tener un gran poder (de desestabilizar al gobierno) a convertirse en un apoyo del poder ejecutivo (aunque este no deja de estar sometido al control de la cámara). Este modelo fue bautizado por Mirkine-Guetzevitch como “parlamentarismo racionalizado”. Ya no se trata de una democracia burguesa, sino de todo el pueblo. Tampoco hablamos de un sistema endogámico de una clase social hegemónica. El gobierno es resultado de la confrontación y convivencia de valores distintos provenientes de distintos sectores de la sociedad. Se fortalece la capacidad del Gobierno para gobernar y se reduce la del parlamento para desestabilizar al ejecutivo. La consecuencia de este ejecutivo fortalecido es una deriva progresiva hacia el presidencialismo, lo cual explica la creciente personalización de la opción electoral. Además, este sistema nos permite superar las limitaciones que planteaba la explicación de Manin, que hablaba de una élite de gobernantes carismáticos y expertos en comunicación en la que no encontraban acomodo líderes como Mariano Rajoy. En el parlamentarismo racionalizado, el liderazgo no se construye con carisma o atributos personales, sino por acumulación de jefaturas. El presidente está pertrechado de instrumentos para ejercer una dirección fuerte de la política: él goza de la confianza y la elección del parlamento, él constituye y controla su gobierno, él lidera su partido y también su grupo parlamentario.

Estas son las consideraciones y críticas que me suscita la obra de Manin, trabajo que, por otro lado, acierta plenamente en su conclusión general: el gobierno representativo no está en crisis, solo asistimos al auge de una nueva élite gobernante. Seguramente, el grave contexto económico que vivimos obligará a reescribir la literatura sobre elección de los representantes. Hasta que eso se produzca, seguiremos diciendo de Manin: brillante en el “qué”, cuestionable al responder “por qué”.

La metamorfosis en la elección de los representantes: crítica y comentario de Bernard Manin (II)


Llegados a la última etapa del gobierno representativo, la democracia de audiencia, se produce un retorno a las relaciones personales entre representantes y representados, motivo por el que al inicio de esta serie señalábamos que la selección de los representantes ha experimentado un cambio circular. Este es el aspecto más controvertido de la teoría de Manin, en el que considero que, a pesar de acertar con la definición de la transformación operada, no alcanza a dar respuesta de la causa de esa modificación. O, si se quiere, Manin da en la diana con el “qué”, pero no responde satisfactoriamente “por qué”. Efectivamente, se ha producido una vuelta a las relaciones personales, una creciente personalización de la oferta electoral y un aumento significativo de la volatilidad electoral. Pero, ¿por qué?

Manin señala que el retorno a la naturaleza personal de la relación representativa se debe a la preponderancia de los medios de comunicación de masas, que permiten al candidato comunicarse directamente con el electorado sin la mediación del partido. Este fenómeno ha posibilitado un cambio en la selección de élites, de modo tal que los nuevos gobernantes ya no son burócratas ni activistas de partido, sino expertos en comunicación. Por otro lado, el autor señala la importancia de un entorno que se ha hecho progresivamente más complejo a causa de la interdependencia económica, y que ha motivado una pérdida de peso de los programas electorales, trasladado ahora a la confianza inspirada por el líder.

Ambas explicaciones me parecen insuficientes. Los medios de comunicación de masas juegan un papel sin duda relevante en el proceso político. Sin embargo, radio y televisión ya eran medios generalizados cuando la democracia de partidos aún no había evolucionado hacia la democracia de audiencia, sin que por ello dejase de predominar la fidelidad al partido frente a la confianza en un candidato. A este respecto ayudaría bastante que Manin estableciera una fecha de inicio para esta última etapa del gobierno representativo, pues la aproximación “en los últimos años” parece demasiado vaga. En lo que refiere a la complejidad creciente del ámbito de competencias de los políticos, es cierto que este hecho ha tenido lugar como resultado de un mundo progresivamente globalizado por los mercados internacionales y las nuevas tecnologías. Sin embargo, ello no implica que su consecuencia directa sea el declive de los programas electorales y la personalización del voto. De hecho, el propio Manin, cuando habla de la democracia de partidos, resta importancia al papel que desempeñaban los programas en aquella etapa, considerando que el verdadero motor electoral era la identidad de clase, mientras que el programa solo cumplía la función de movilizar el entusiasmo de los propios activistas y burócratas del partido. Por último, la creciente personalización del voto, aunque indiscutible, ha de ser matizada, pues no se trata de un fenómeno homogéneo ni que se dé con la misma intensidad para todos los partidos. Basta con echar un vistazo a nuestro propio sistema electoral y posar los ojos sobre el Partido Popular: Mariano Rajoy no es un líder carismático con grandes dotes comunicativas. Sin embargo, el electorado del PP, a diferencia del socialista, es llamativamente estable y fiel.

Por todo ello, creo que la clave para entender la personalización del voto ha de encontrarse en otra parte. Concretamente, en un aspecto del análisis que Manin hace en la democracia de partidos y que, llegados a la democracia de audiencia, incomprensiblemente, parece pasar por alto. Manin señalaba acertadamente cómo el auge de los partidos de masas tenía mucho que ver con el sufragio universal, la revolución industrial y la aparición de la clase obrera. No obstante, sorprendentemente, cuando la fidelidad al partido es sustituida por la personalización del voto no es capaz de volver la vista a esos mismos fenómenos para encontrar una causa. Después de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, tras la caída del muro de Berlín, se producen algunas transformaciones que habrán de determinar la representación política actual. Por un lado, el fin de la guerra fría pone fin a la lucha de las ideologías, algo a lo que Fukuyama bautizaría como “el fin de la Historia”. La caída del comunismo marca también el declive del socialismo en todo el mundo. Por otro lado, recuperada de la devastación dejada por la Segunda Guerra Mundial, la estructura social europea experimentará una honda transformación: la conversión de la clase obrera en clase media. La sociedad ya no está dividida por grandes fracturas socioeconómicas, sino que predomina una vastísima clase media. El mundo resultante de estos dos acontecimientos puso fin, de un plumazo, a la lucha de ideologías y a la lucha de clases; y el gran damnificado de este proceso no podía ser otro que el mismo que había protagonizado la era de los partidos de masas: el socialismo.

La metamorfosis en la elección de los representantes: crítica y comentario de Bernard Manin (I)


La historia del gobierno representativo ha estado marcada, desde su formulación tras la Revolución Gloriosa en Inglaterra, por amenazas que ponían en cuestión su vigencia, así como por voces de alarma que aseguraban que la representación atravesaba una grave crisis. Sin embargo, el suceder de los siglos se ha encargado de desmentir a los agoreros: transcurridas más de tres centurias desde que se construyera la arquitectura del gobierno representativo, encontramos que este sigue gozando de buena salud. No solo no se han podido confirmar las teorías que especulaban con su crisis, sino que el modelo puede considerarse más que exitoso si tenemos en cuenta que, desde su instauración, no ha hecho sino extenderse, hasta el punto de que nunca antes el gobierno representativo había sido abrazado como marco organizativo por tantos países como en la actualidad. Hoy, desoyendo las enseñanzas de la historia, son muchos los que han vuelto a desempolvar las viejas profecías de la crisis representativa, levantando dudas sobre la salud del sistema. Ante la reeditada controversia, Manin da un paso al frente para defender la legitimidad del modelo y ofrecer una explicación argumentada de los fenómenos de transformación que se han venido operando en las últimas décadas. Así, la conclusión de Manin es que el gobierno representativo no está en crisis, sino que, simplemente, estamos asistiendo a un cambio en los tipos de élites seleccionadas.

Efectivamente, no nos hallamos ante una desviación de los principios del gobierno representativo: la democracia actual conserva el carácter elitista que comporta la representación. La propia elección introduce un sesgo elitista que ha prevalecido desde los albores del parlamentarismo inglés, trasladándose más tarde a la democracia de partidos y ahora a esta democracia de audiencia que describe Manin. Pero la legitimidad vigente del gobierno representativo no reside únicamente en el mantenimiento de esa distinción elitista. De hecho, esta es la característica que más críticas al sistema despierta, por lo que la defensa de una representación legitimada ha de pasar por una serie de argumentos que refuercen su deseabilidad y perpetuación. Y es en este sentido donde Manin ofrece un trabajo más completo acerca de las razones por las que es posible afirmar que el gobierno representativo no está en crisis.

Para defender su teoría de la metamorfosis del modelo frente a la tesis de la crisis, Manin examina los cuatro principios que, a su entender, no han dejado de actuar desde que se implantara el gobierno representativo: la elección de representantes a intervalos regulares, la independencia parcial de los representantes, la libertad de la opinión pública y la toma de decisiones tras el proceso de discusión. Si bien el autor hace un trabajo magnífico e impecable en cada uno de los principios considerados, estimo que es el primero de ellos, la elección de los representantes, el que ofrece lugar más amplio a la discusión, la polémica y la crítica, lo que lo convierte, por el mismo motivo, en el más interesante. Por ello, las líneas que siguen contienen una crítica y comentario de la descripción y explicación que Manin ofrece en su libro Los principios del gobierno representativo para la metamorfosis en la elección de los representantes.


La elección de los representantes ha experimentado una transformación histórica que casi podría describirse como circular. En el parlamentarismo, la elección fue concebida como un medio a través del cual catapultar al gobierno a personas que gozaban de la confianza de sus conciudadanos. Los representantes formaban parte de una élite de notables, hombres preeminentes, dotados de grandes recursos y reconocimiento público, que pertenecían a la misma comunidad social que los representados, con los que establecían, de este modo, una relación personal. 

Posteriormente, la introducción del sufragio universal que daría paso a la democracia de partidos modificaría hondamente la naturaleza de la elección. La ampliación del electorado dio origen a los partidos de masas que caracterizarían este periodo histórico. Las relaciones personales que se habían establecido en el parlamentarismo ya no eran posibles en el nuevo escenario. Así, los colores del partido sustituirían la confianza como motor del voto. Algunos creyeron ver en el surgimiento de los partidos de masas el fin del elitismo: el nuevo modelo habría de acabar con el gobierno de los notables, llevando al poder al “hombre común”. Sin embargo, pronto Robert Michels se encargó de aguar la fiesta a los defensores de esta postura. Su ley de hierro de la oligarquía demostró que el elemento elitista continuaba estando presente y que la única diferencia respecto del parlamentarismo consistía en el proceso selectivo. Ya no se seleccionaban notables, sino burócratas de partido, una nueva élite que se distinguía por su activismo y unas dotes organizativas sobresalientes. En este punto, Manin hace uno de los análisis más acertados de todo su trabajo: el sufragio universal y los partidos de masas son consecuencia de la revolución industrial y del auge del obrerismo. El surgimiento de la clase trabajadora crea unas líneas de fractura socioeconómica muy marcadas, lo que se traduce en sistemas electorales muy estables, donde el voto responde a la división de clase. No es casualidad que, como bien señala Manin, la predominancia de la clase obrera coincida con el apogeo de los partidos socialistas, algo a lo que volveremos posteriormente.