jueves, 7 de marzo de 2013

Apuntes rápidos sobre la disciplina de partido

Después de leer con mucho interés sendos artículos de Alberto Penadés y Lluis Orriols en Piedras de Papel sobre la disciplina de partido, me animo a dejar por escrito algunas consideraciones a propósito del caso español.

 
A partir de los años 50, comienza a declinar en Europa el viejo sistema parlamentario de fuertes asambleas que predominara a lo largo del último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, los parlamentos nacionales empiezan a perder el poder que otrora les permitiera amenazar y desestabilizar a los gobiernos, para convertirse en un apoyo del ejecutivo. Se produce, así, el nacimiento de lo que Mirkine-Guetzevitch llamaría el “parlamentarismo racionalizado”. El nuevo sistema vendrá a poner fin a las distorsiones en la vida parlamentaria motivadas por un exceso de capacidad de las Cortes. El poder del diputado será sustituido por el del grupo parlamentario, los poderes del ejecutivo se fortalecerán, se acabará con la desestabilizadora Micronesia de partidos, pero, a cambio, los partidos que resulten serán más fuertes. Al mismo tiempo, el modelo desincentivará unas coaliciones que a menudo se revelan perversas e interesadas y dotará al gobierno de un mando sólido para llevar a cabo su programa.

 
Esto no significa que el parlamento haya perdido la facultad fiscalizadora para la que fuera concebido. Sin embargo, las nuevas democracias ya no son propiedad de la antigua burguesía, sino de todo el “pueblo”. Ya no nos encontramos ante un sistema endogámico, dominado por una clase social hegemónica: el gobierno es resultado de la confrontación y convivencia de valores distintos provenientes de diferentes sectores de la sociedad. Y, en este viaje, el diputado ha sacrificado su peso e influencia políticos en beneficio de la estabilidad del sistema. La pregunta que muchos se hacen es si este equilibrio supone una conquista suficientemente valiosa como para querer renunciar a la independencia de nuestros parlamentarios.

 
Atendiendo al caso español, yo me atrevería a responder que sí. Tras un siglo XIX turbulento, marcado por los pronunciamientos y las asonadas militares, y un siglo XX no menos prolijo en golpismo, volubilidad y fratricidio, la estabilidad política que gozamos desde hace poco más de 30 años constituye una imponderable victoria política. Pero la disciplina de partido que caracteriza nuestro parlamentarismo racionalizado no solo nos ha legado la deseada estabilidad política, sino que además facilita la rendición de cuentas al permitir identificar con claridad a los responsables de las actuaciones políticas. En un contexto político donde el mandato imperativo no existe y el cumplimiento de los programas electorales está cada vez más reñido con la confrontación de lo complejo, la accountability es una herramienta esencial de la democracia.

 
Con esto no quiero decir que la disciplina de partido esté exenta de inconvenientes. Sin embargo, a menudo se lanzan críticas que no son del todo justas con ella. Cuando Alberto Garzón señala que la disciplina de voto “anula el debate político”, está pasando por alto algo que ya explicara Manin en Los principios del gobierno representativo: que, “en los intercambios en el seno del partido que preceden a los debates parlamentarios, los participantes debaten auténticamente”. Y, cuando se acusa a la disciplina de voto de promover un modelo de partido oligárquico, se olvida que ya Robert Michels escribió sobre la naturaleza elitista de la elección pública. Es decir, allí donde se produce una votación, se introduce inevitablemente un sesgo elitista. Más allá de la mayor o menor autonomía que concedamos a nuestros representantes, siempre va a predominar la “ley de hierro” por la cual el poder tenderá a concentrarse en las manos de una élite. Quizá, a este respecto, sería más interesante que nos preocupáramos por los mecanismos de selección de dichas élites (aquí sí tenemos un problema) que por las cuestiones de disciplina.


Hemos comenzado hablando del tumultuoso siglo XIX español para realizar una defensa de la disciplina de voto. Alguien podría pensar que dichas turbulencias son propias de un pasado que no ha de volver y que, por tanto, no debemos temer la eventual adopción de la autonomía parlamentaria. No obstante, hace tan solo unas semanas, el PSC rompía por primera vez la disciplina de voto en Madrid, desatando una sonada crisis dentro del PSOE. Las desavenencias entre la ejecutiva federal socialista y sus socios catalanes han puesto en jaque la paz en un partido que está llamado a ser alternativa de gobierno, y que, sin embargo, ahora parece nadar a la deriva. Seguramente en Ferraz ya echen de menos la estabilidad de la disciplina.

viernes, 1 de marzo de 2013

España y el federalismo: la estrategia del PSC

Estos días, PSC y PSOE protagonizan una polémica en torno al llamado “derecho a decidir” que ha puesto en jaque las relaciones entre los socialistas del centro y los de Cataluña. Aunque con renovado vigor y encono, el asunto es viejo y se remonta, al menos, a las últimas elecciones catalanas. En aquella ocasión, el PSC basó su estrategia de campaña en la defensa del derecho a decidir: su apuesta pasaba por poder elegir para que España se convirtiera en un modelo político federal. El empeño, más allá de valoraciones personales, fue un fracaso en términos electorales, pero el PSC no parece dispuesto a replantearse el discurso. Esta postura no solo se ha revelado inútil a la hora de recabar votos, sino que amenaza la precaria paz en una casa socialista que ya hace aguas sola y se funda sobre un principio, el federalismo, que tiene los pies de barro.


Y es que son muchos los autores que dentro, pero sobre todo fuera de nuestro país, defienden que España puede considerarse prácticamente un modelo federal, lo cual despojaría de todo sentido la reivindicación del PSC. El Estado de las autonomías se construyó de forma que pudiera darse acomodo a dos concepciones distintas y aparentemente enfrentadas del Estado: la idea de unidad nacional indivisible y la de pluralidad nacional. La conjugación de ambos principios ha dado lugar a lo que muchos llaman una federación o cuasifederación, si bien es cierto que esta consideración también tiene sus detractores. Entre las fallas que se le atribuyen al modelo autonómico y que lo excluirían de esta clasificación, destacan el hecho de que no lleve el apellido federal en ninguna mención constitucional y no esté compuesto por unidades constituyentes, la escasa participación de las regiones en la elaboración de políticas centrales, la dependencia financiera de las CCAA o la debilidad del senado.


Sin embargo, en todo este debate juega un papel crucial la definición del problema. Como con cualquier otro asunto cuando abordamos ciencias sociales, el modo en que definimos un problema condicionará nuestros análisis y conclusiones. Lo que es evidente es que, al margen de las discrepancias, este es un paso que no nos podemos saltar: necesitamos una definición normativa sobre federalismo para poder operar con él. Algunos autores hacen una definición tan estricta y restrictiva de federalismo que resulta muy poco funcional. Wheare, después de estudiar el sistema federal por excelencia, el de los Estados Unidos, llegó a la conclusión de que solo había dos países más, Australia y Suiza, a los que se pudiera aplicar el calificativo de federales (Stein 1968). No obstante, cada vez va teniendo más peso la idea de que los límites del federalismo tienden a desdibujarse como en un cuadro impresionista, de forma tal que casi todos los países llamados federales presentan sus propias peculiaridades. En esta línea, Watts sostendrá que una federación es “un sistema compuesto de gobierno que combina un gobierno central fuerte con unidades constituyentes fuertes, cada uno de ellos con poderes delegados por el pueblo en virtud de una constitución, cada uno de ellos facultado para tratar directamente con los ciudadanos en el ejercicio de sus atribuciones legislativas, administrativas y fiscales, y cada uno de ellos con instituciones básicas elegidas directamente por los ciudadanos” (Watts 2008, p.10).


De esta definición concluirá que hay seis características comunes a los sistemas políticos federales (Watts 2008, p.9). A continuación iremos repasando cada una de ellas y analizando si el modelo español es o no respetuoso con su cumplimiento para tratar de aproximarnos a una respuesta: ¿es España federal?


La existencia de al menos dos órdenes de gobierno, uno para el conjunto de la federación y otro para las unidades regionales, donde cada uno actúa directamente sobre sus ciudadanos


El artículo 137 de la Constitución dice literalmente: “El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses”. Observamos cómo la carta magna reconoce no solo dos, sino hasta cuatro órdenes de gobierno distintos. Atendiendo al nivel autonómico, las comunidades tienen su génesis, como es sabido, en los artículos 143 y 151 (llamados de vía lenta y vía rápida), esto es, su autonomía emana directamente de la Constitución y no del poder central. Además, cada comunidad autónoma posee un órgano legislativo unicameral electo según requerimientos constitucionales, un consejo y un presidente, así como una función pública administrativa (Agranoff 1997).


Una distribución constitucional de las competencias legislativas y ejecutivas y de las fuentes de ingresos


Esta característica permite establecer la garantía de autonomía de un orden de gobierno respecto del otro. Así, encontramos que el artículo 148 de la Constitución especifica las atribuciones que le son propias a las CCAA y las diferencia de las competencias que son exclusivas del gobierno central, las cuales se detallan en el artículo 149. Si bien se puede argumentar que la concreción de las facultades autonómicas ha de negociarse en los estatutos de autonomía, este es un hecho que ha conferido flexibilidad al sistema y, al mismo tiempo, ha otorgado mayor poder de presión a las regiones.


En lo que respecta a las fuentes de ingresos de las CCAA, España muestra una clara asimetría (especialmente en el caso de Navarra y el País Vasco) que, por otro lado, no es ajena a otras federaciones como Bélgica, Canadá, Rusia o India (Watts 2008). Hay que decir que la transferencia de competencias de financiación ha experimentado una evolución constante desde 1978, habiendo sido modificados los sistemas de financiación autonómica en repetidas ocasiones. En años anteriores a la crisis, el gasto central (51%) se repartía de forma uniforme con el de los órdenes autonómico (36%) y local (13%), lo que sitúa a España en la zona media de la tabla de los países federales, por encima de países como Estados Unidos, Bélgica, Canadá o Suiza, pero por debajo de otros como Austria, México, Australia o Brasil (Watts 2008). Utilizo deliberadamente los datos anteriores a la crisis porque, en los últimos años, la confrontación de las dificultades económicas ha conllevado una cierta recentralización (Colino 2012) que sería interesante abordar en otra ocasión.
 
 
La existencia de algún modo de representación de las diferentes visiones regionales en las instituciones federales


Suele mencionarse la debilidad del Senado español como una característica que aleja a España de la consideración de país federal. Es cierto que los estados de forma presidencial-congresual, como Estados Unidos y otras federaciones de Latinoamérica, presentan senados muy poderosos en comparación con el español. Sin embargo, las antiguas colonias británicas (Australia, India, Malasia, Canadá), así como la mayoría de federaciones europeas (Austria, Bélgica) han tendido a presentar senados débiles. En estos casos, la representación de los distintos puntos de vista regionales se ha basado menos en el Senado que en la representación dentro del consejo de ministros del poder central y de la defensa de los puntos de vista regionales por los partidos políticos de representación regional (Watts 2010). Algo parecido sucede en España, donde a un Senado débil lo compensa el papel central que los partidos regionales juegan en la formación de gobiernos y la adopción de decisiones, comportándose a menudo como auténticas bisagras del poder con capacidad para conceder y arrebatar la llave del gobierno. Recordemos el tripartito y el Estatut.


Una constitución suprema que no se pueda reformar unilateralmente


Si la Constitución pudiera reformarse unilateralmente por parte de las unidades componentes, estaríamos ante un sistema confederal; mientras que si fuera posible hacerlo unilateralmente desde el gobierno central, nos hallaríamos ante un sistema unitario. El modelo español, como el de todos los estados federales, requiere un procedimiento complejo y exige una mayoría cualificada para introducir cambios constitucionales. Se necesita una mayoría de tres quintos de los miembros de cada cámara o bien la mayoría absoluta del Senado y dos tercios de los votos en el Congreso (Artículo 167 de la CE). Y, para las reformas de más hondo calado, la Consitución prevé un procedimiento aún más restrictivo (Artículo 168) . Estos mecanismos proporcionan protección frente a posibles cambios constitucionales inducidos por intereses del gobierno central o de las CCAA.


Un árbitro para resolver disputas e interpretar la Constitución


Puede adoptar distintos nombres: en Estados Unidos, Australia o India es el Tribunal Supremo; en Suiza es el Tribunal Federal y en otros países, como Austria, Bélgica, Alemania o la propia España, es el Tribunal Constitucional.


Procesos e instituciones que faciliten la colaboración intergubernamental


El objetivo de estos mecanismos es servir a la resolución de conflictos y facilitar la adaptación a las circunstancias cambiantes (Watts 2010). España se caracteriza por un alto grado de negociación política (aunque a algunos líderes nacionalistas siempre les parecerá poca), una suerte de “federalismo cooperativo” por el que nuestro país ha desarrollado estructuras para favorecer la colaboración intergubernamental. Entre ellas destaca el Consejo de Política Fiscal y Financiera (CPFF) o la Comisión Nacional de Administración Local (CNAL), sin olvidar las numerosas conferencias sectoriales o la Conferencia de Presidentes que encunbró Zapatero.


Conclusión


Parece pues, que España no encuentra muchas dificultades para acomodarse a los parámetros federales de los autores que llevan décadas estudiando el fenómeno. Si bien hemos observado la existencia de numerosas particularidades en nuestro modelo territorial, ya hemos señalado cómo a menudo los contornos de las federaciones se desdibujan, de forma que resulta harto complicado contar dos países federales iguales. Además, es hora de abandonar la errada creencia de que una federación ha de ser creada a partir de unidades constituyentes autónomas preexistentes. El proceso tiene lugar en dos direcciones, como ya señalara Stepan: bien por la unión de unidades separadas (coming together), bien por el mantenimiento de regiones que antes formaban un sistema unitario (holding together).


Pero, aun si asumimos, como advierten algunos autores, que esas peculiaridades apartan a España de la consideración federal, aun si concedemos hablar de un federalismo incompleto, nuestro país estaría muy próximo a él. Tanto que resulta difícil comprender que un partido político base toda su estrategia de campaña y su programa en la culminación de la sutileza federal. Y, en todo caso, las últimas elecciones catalanas debieron dejar claro al PSC la escasa predisposición ciudadana a abrazar sus postulados. Haciendo caso a Watts, lo que España debería hacer es dejar a un lado las disquisiciones estériles sobre su etiqueta nominal y analizar el sistema desde el punto de vista de su eficacia.

Nota: Es todo cuanto tengo que decir sobre este asunto. No voy a entrar en discusiones a través de redes sociales.