viernes, 30 de septiembre de 2011

Tres historias de la calle Alcalá

 
El otro día iba yo en el metro, línea nueve, escuchando a los Strokes o puede que fueran los Pixies. Hacía tiempo que no viajaba en metro. No hay metro en Brighton. La verdad es que no aprecié ningún cambio sustancial que acentuara mi ausencia pasajera, salvo la aparición de algunas tabletas, entre lo que antes eran solo libros de bolsillo y diarios gratuitos. Iba, digo, escuchando a los Strokes o los Pixies, quizá The Cure. Por algún motivo que no recuerdo, llevaba varias estaciones pensando en Araquistáin. Araquistaín, qué tipo aquel. La primera vez que supe de él me pareció un cretino largocaballerista. En los años treinta dirigía la revista Leviatán y era miembro del ala más revolucionaria del PSOE, marxista convencido y partidario de la dictadura del proletariado. Escribió aquello de “venga un poco de caos” y solía lamentarse, allá por 1934, de que “en España ha habido muy poca guerra civil”. Como quería caldo, le pusieron dos tazas. Y, claro, acabó astragado (¿por qué rayos no existe la palabra astragado?). Hace poco averigüé que en el exilio renegaría de la doctrina radical, adoptando una postura de reconciliación nacional. Una reconciliación por la que estaba dispuesto, incluso, a aceptar la monarquía. Al final, el abatido y desconsolado Araquistáin abandonó toda vieja aspiración revolucionaria, asegurando que se conformaría con “un régimen que me permitiera pasear tranquilamente por la calle de Alcalá y comprar libros viejos en el mercado”. Todo muy triste.

Esto pensaba yo sentada en la línea nueve, cuando reparé en uno de los viajeros, que era, básicamente, normal. En realidad, lo que voy a contarles no tiene nada que ver con el cretino o el pobre Araquistáin, pero este señor se cruzó en mi biografía justo en el momento en que aquel me atravesaba el córtex y yo, que soy muy respetuosa con el transcurrir de los acontecimientos, me limito a transcribir fielmente el modo en que se produjeron los hechos. No soy persona que pueda decirse observadora, pero este sujeto llamó mi atención porque, en el preciso instante en que apareció en mi campo visual, supe (no deduje, no intuí, no supuse), supe que se dirigía a una entrevista de trabajo. El hombre se veía intranquilo, casi angustiado. Sudaba y se miraba constantemente en el cristal de la puerta del vagón, atusándose el pelo una vez y otra, para no cambiar nada en él, en un gesto nervioso y automático. Después tomó algo más de distancia, ladeó levemente el mentón, contempló su figura y decidió remeterse la camisa blanca por dentro de los pantalones. Bien hecho, lo animé sin hablar. Aquel tipo alto y delgado ya no era joven. Por la inseguridad y la urgencia que lo azoraban pensé que debía de tratarse de un parado de larga duración. Tendrá que mostrarse más confiado en la entrevista, me dije, si quiere conseguir ese empleo. Sujetaba en la mano una carpetilla de papel en la que, supuse, llevaría su currículum y alguna referencia. No vestía demasiado formal y, sin embargo, esas ropas iban diciendo a gritos que no eran las suyas, no, desde luego, las que le abrigaban los días corrientes, en que no lo esperaban con una oferta de trabajo. Tenía los ojos claros, los pómulos hundidos y la piel picada. Lo cierto es que, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, llevaba impreso su origen humilde en el rostro. Lo vi bajarse en Príncipe de Vergara, detenerse en mitad del andén, mirar a ambos lados, tratando de localizar la salida. Después le deseé suerte, sin que él pudiera notarlo. Lo imaginé subiendo las escaleras mecánicas sin detenerse, alcanzar la calle Alcalá, la misma calle Alcalá por la que Araquistáin aspiraba a pasear tranquilo y comprar libros viejos. Pero él no caminaría tranquilo ni se detendría a comprar nada.

Ahora sonaban los Velvet Underground o quizá los Arctic Monkeys. El tren continuó su trayecto hacia Núñez de Balboa, donde yo me apeé para hacer trasbordo y tomar la línea cinco hasta Rubén Darío. Me acordé entonces del poeta de Metapa. Siempre me ha gustado esa palabra, Metapa, como me gustan las palabras Popocatépetl, Tehuantepec o Tegucigalpa. El autor de Azul... fue, en su día, embajador de Nicaragua en Madrid y se me ocurrió que él también hubo de hollar las aceras y pasear tranquilo o no, y detenerse a comprar libros viejos o nuevos, o, simplemente, pasar de largo por la calle de Alcalá. Él pisó sus adoquines mucho antes de que un tipo delgado se bajara en la estación de Príncipe de Vergara para acudir a una entrevista de trabajo. La recorrió incluso antes de que Ariquistáin expresara su anhelo de libros y paseos, vencido y viejo, desde su exilio de Ginebra.

He pensado que solo hay una cosa que puede unir a un poeta modernista de principios de siglo, un revolucionario republicano arrepentido y un hombre corriente en la gran crisis del nuevo milenio: haber hecho resonar sus pasos en la calle de Alcalá. Seguramente, aquellos ecos antiguos y modernos viajan ahora, de forma coetánea, a bordo de una onda, como lo hace también el Big Bang. Luego he releído todo lo que llevo escrito y he concluido que este texto está muy cerca de ser una mierda. Me he encogido de hombros, le he dado al play, han sonado Los Planetas y Radiohead.

La boca de metro de Príncipe de Vergara, en la Calle Alcalá.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Regreso a Brighton

Al fin llegué a Brighton. Por las calles veo crestas rosas, pitbulls atigrados, harringtons color burdeos (qué rayos será el color burdeos), marteens amarillas, esas pieles bruñidas de tinta que le hacen a una querer tatuarse hasta el alma. Llueve y sale el sol. This is England. Veo, también, una silla de ruedas motorizada, de esas que aquí tienen todos los abuelos y los gordos. Está sola, aparcada en la puerta de un Subway. Miro el interior a través de la cristalera. Dos personas comparten una mesa pequeña, sentados uno frente al otro, las cabezas juntas, como lo hacen las parejas de enamorados. No alcanzo a ver lo que comen, tal vez uno de esos bocadillos de albóndigas que tanto gustan a Mario. Por el tipo de establecimiento, una esperaría que se tratara de un par de adolescentes, acaso veinteañeros cubiertos de oro, él calza unas Air Max, ella luce una melena decolorada y viste un chándal como de terciopelo. No. La indumentaria es impecable. Gente con dinero. Él ya no cumplirá los 80 y ella no le anda a la zaga. Supongo que son los dueños de la sillita que espera afuera.

En la esquina, Mustafá trabaja, como cada día, en su puesto de frutas y verduras. Adivino su rostro bajo la sempiterna gorra, ensombrecido por el toldo de rayas, ya raído, que sirve de visera al local. Un coche se detiene ante la luz roja de un semáforo. Por el hueco que dejan las ventanillas bajadas se escapa el sonido de una armónica. Es Just like a woman, de Bob Dylan, digo para mí, segura de acertar. “Nobody feels any pain...” Premio. Al llegar a casa, abro el balcón y escucho el tráfico de London Road. Lo hago largamente, como quien se extasia mirando el mar o estudia el sueño plácido de su enamorada. Es solo London Road, Carmen se ríe de mí. Hasta aquí llegan los metales de las baterías que los chicos aporrean en el Hydrant. De vez en cuando, un autobús de dos pisos se para ante mi ventana, casi a mi altura. Entonces, me gusta saludar a los viajeros del nivel superior, que siempre responden agitando sus manos, sonrientes.

Por la noche me reúno con algunos amigos en un pub inglés. Es ese que hay detrás de la estación, en la parte que da al aparcamiento, no recuerdo el nombre. La calle, más que oscura, es afótica, si es que existe la palabra. Jamás frecuentaría un lugar así en Madrid. Pero esto es Brighton y, tras la negrura abisal que lo envuelve, el umbral no da paso al antro que esperaría encontrar. Las tuberías vistas, la luz tenue, las paredes de ladrillo ocuro, viejo; el mismo ladrillo que conforma los cimentos de la estación. Hay música en directo. El sitio está lleno de inglesitos de pantalones pitillo remangados y camisas abotonadas hasta la nuez. Declino la mano de un chico que me quiere sacar a bailar. La banda es muy buena. Hacen un blues denso que suena mejor que bien. El vocalista es un tipo con carisma y cierto atractivo que andará en la cuarentena. Lleva una gorra como bombacha, de visera corta, que le confiere un leve aire de Tom Waits. Recorre el mástil de la guitarra más rápido de lo que yo soy capaz de teclear en el ordenador y canta con empaque sin dejar de sonreír. De vuelta a casa, solo se escuchan los insultos al frío. El frío húmedo de Brighton, anunciando un invierno que no habrá de tardar.

En la cama, las sábanas recién lavadas. Huelen al jabón que compramos en Sainsbury's y eso me hace sentir bien. Escucharé por última vez Famous blue raincoat: es tarde, mañana me espera Zsolt. Y eso también me hace sentir bien.




Green Doors Store (Late bar live music)