viernes, 28 de abril de 2017

Por qué el populismo: Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos

El fin de la historia


Asistimos a la mayor transformación del orden político desde la derrota del Comunismo. Conceptos como populismo, posverdad, antiestablishment o alt-right protagonizaron el curso político de 2016, y todo parece indicar que seguirán con nosotros en 2017. Pero ese populismo que hemos visto crecer en Europa y América no se ha expandido por panspermia. No ha llegado del espacio exterior para colonizarnos. Estaba en casa, siempre lo ha estado, bajo otra apariencia o latente, aguardando su oportunidad.

Algo está cambiando en nuestro mundo globalizado. La caída del muro de Berlín inauguró un tiempo en el que la democracia liberal y la economía de mercado parecían no tener contestación. Autores como Fukuyama predicaron, desde una reinterpretación del idealismo hegeliano, “el fin de la historia”. Con la desaparición del bloque soviético, decía, habría de ponerse término a la sucesión de grandes acontecimientos humanos. Y así parecía confirmarlo el otrora turbulento siglo XX, que concluía instalado en un sueño burgués de crecimiento económico y estabilidad política.

La tesis de Fukuyama pretendía ser una contestación al materialismo histórico y, sin embargo, asumía buena parte del marco teórico marxista al afirmar que el fin de la historia estaba directamente relacionado con la transformación de la estructura económica y con el sistema de producción, dejando a un lado el impacto de la cultura y el sistema de valores sobre el que puso el foco Max Weber.

Esto no quiere decir que Fukuyama abanderase la hipótesis marxista de la lucha de clases como motor de la historia. Para el politólogo americano de origen japonés son la razón científica y el afán de reconocimiento los que han determinado el devenir histórico.

Por un lado, considera que el progreso científico conduce inexorablemente al capitalismo y el individualismo. El libre mercado es el sistema dotado de la flexibilidad, la iniciativa personal y la competencia necesarias para permitir la innovación de la ciencia. Por otra parte, la volición que domina al individuo es la afirmación ante los otros. Y esa aspiración solo puede ser satisfecha por el ordenamiento democrático. Para Fukuyama, el liberalismo iguala la dignidad de todos los seres humanos. En este sistema ningún individuo es más que otro, lo que permite que el deseo de reconocimiento se vea saciado. Es ahí donde Fukuyama conecta con su idea del último hombre, un concepto que toma prestado de Nietzsche: desprendido de la necesidad de reconocimiento que lo definía, el hombre, tal como lo conocimos, deja de existir.

Así, Fukuyama augura un progresivo advenimiento del orden liberal, político y económico, que, en su opinión, determinará el fin de la historia. El fin de la historia, porque la democracia y el capitalismo han demostrado no tener contestación ideológica ni económica, como quedó de manifiesto tras la caída del bloque soviético y como confirma el hecho de que Rusia y China hayan abrazado el mercado. La democracia liberal sería algo así como “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad” o su “forma final de gobierno”.

Con esto, Fukuyama no quiere decir que la historia vaya a seguir un recorrido lineal hasta que la democracia alcance un estatus hegemónico. Describe el proceso como largo y sinuoso, salpicado de altibajos. Para el politólogo la historia es algo así como un choque permanente entre formas de organización rivales que va dejando en la cuneta a las menos competitivas. En su último estadio, la democracia liberal prevalece como vencedora entre todas las demás. Es entonces cuando se alcanza el fin de la historia.

Pero no todas las sociedades llegan a ese final a la misma velocidad. Algunas, como las que conforman Europa y Norteamérica, ya están en ese momento “poshistórico”. Otras muchas transitarán todavía la historia por tiempo largo. El distinto grado de desarrollo económico de los países dibuja diferencias en el tránsito a la democracia. Además, las divisiones culturales pueden suponer un obstáculo para la llegada del liberalismo. Elementos identitarios de carácter religioso, étnico, ideológico o simbólico son el origen de conflictos sociales y políticos de difícil extinción.

Así, el autor concluye que ambos mundos, poshistórico e histórico, “mantendrán existencias paralelas pero separadas, con relativamente poca interacción entre ellos”. Considera que los primeros países establecerán relaciones internacionales basadas en la cooperación política y económica, y la guerra quedará desterrada. Mientras tanto, su trato con los países del mundo histórico será escaso y tenso.

El choque de civilizaciones


A estas alturas, es posible que el lector se esté preguntando qué relación guarda todo esto con el reciente fenómeno populista. Bien, ya hemos visto que hacia el final de la Guerra Fría el optimismo liberal se abría paso, pero no todos compartían el triunfalismo de Fukuyama.

De hecho, su principal crítico habría de ser su propio maestro: Samuel Huntington. En 1996, cuatro años después de que Fukuyama publicara su tesis sobre el final de la historia, Huntington respondería con su célebre El choque de civilizaciones, que venía a enmendar buena parte de las tesis de su discípulo.

Fukuyama partía de la convicción de que los valores occidentales son universales. Pensaba que la democracia, las libertades individuales, el estado de derecho y la prosperidad basada en el libre mercado eran aspiraciones globales de las que todos los seres humanos desearían poder disfrutar. Y lo pensaba porque, de hecho, la gente vota con los pies: los flujos migratorios muestran de forma incontestable que las sociedades democratizadas del primer mundo son el destino preferido para vivir y trabajar.

Huntington no compartía esta visión. Concedía que la identidad y las lealtades que antes copaban las naciones y las ideologías se estaban transformando, pero solo para organizarse en torno a grandes bloques culturales que llamó “civilizaciones”, y que, como placas tectónicas en una falla inestable, están en permanente choque.

Mientras Fukuyama defendía la idea de que la modernización haría avanzar a los países de forma inevitable hacia el liberalismo político y económico, Huntington insistía en trazar una distinción entre modernización y occidentalización, advirtiendo de los riesgos de que el desarrollo material y técnico diera lugar, en algunas regiones, a una evolución divergente con Occidente.

Para Huntington es indudable que casi todos los países persiguen un objetivo de modernización y prosperidad, pero eso no les hace necesariamente proclives a abrazar los valores occidentales. Considera que el progreso tecnológico favorece la confianza y el orgullo por la cultura propia, incrementando el poderío económico, militar y político de las naciones. Al mismo tiempo, esa modernización tiende a atomizar los lazos sociales tradicionales, anunciándonos el tránsito de la vida en comunidad a la vida en sociedad. Transforma los espacios de socialización, inaugura un mundo nuevo de incertidumbre, modifica las relaciones familiares y personales; y toda esa extrañeza propicia el aislamiento de los individuos, conduciendo a un estado de anomia. La modernidad, al fin, podría resumirse bien en las palabras de Ortega: “No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa”.

Es así como Huntington explica el llamado Resurgimiento Islámico: el desarrollo técnico ha henchido de confianza a muchos países árabes largamente acomplejados y eclipsados por el dominio de Occidente y, a la vez, ha propiciado una reacción tradicionalista contra la modernización. En este contexto, muchos individuos se han descubierto de repente solos en medio de un universo cambiante, donde la seguridad y las certezas se han desvanecido. Frente a la incertidumbre del mundo moderno, el Islam se presenta como una opción de salvación que, además, dota de pertenencia al creyente. Ya no está aislado: forma parte de una comunidad de cultura y valores que lo respalda, tiene un destino y su vida cobra sentido.

¿Quiere decir esto que Huntington tenía razón y Fukuyama estaba equivocado? Quizá sea pronto para saberlo. Por un lado, las inercias descritas por Huntington para Oriente Medio se cumplieron casi como una profecía. Cinco años después de que publicara su ensayo, el 11 de septiembre de 2001, tendría lugar el peor atentado terrorista de la historia, que supondría una declaración de guerra contra Occidente. No se ha producido el fin de los grandes conflictos humanos que vaticinó Fukuyama, no hemos alcanzado el fin de la historia, pero la historia es indudablemente otra. Las turbulencias propiciadas por el choque de ideologías cedieron el paso a nuevos conflictos de orden cultural, tal como anunció Huntington.

Además, la humanidad no solo no ha progresado hacia la democracia y el capitalismo desde entonces, sino que atravesamos un momento de regresión antiliberal. Según Freedom House, 72 países experimentaron un retroceso democrático en 2015, la cifra más alta desde que comenzaron los registros hace diez años. En este tiempo, solo 61 países han progresado en libertades, frente a los 105 que han visto declinar sus derechos, y la peor parte se la llevan Oriente Medio y el norte de África, seguidas de Eurasia.

Estas estadísticas no tienen por qué anular completamente las tesis de Fukuyama. En todo este tiempo la democracia liberal ha demostrado de ser un modelo de organización política y económica incontestado: ningún otro sistema es capaz de proveer cotas similares de bienestar y estabilidad. Además, aunque las libertades hayan retrocedido en la última década, las encuestas demuestran que nunca hubo tantos partidarios de la democracia en el mundo como hoy, lo cual representa una ventana abierta a la esperanza.

No obstante, en el mundo del siglo XXI las fronteras entre el mundo poshistórico y el histórico, o entre civilizaciones, tienden a difuminarse. Las sociedades distan mucho de ser homogéneas y herméticas: están integradas, superpuestas, debido a la globalización y la intensificación de los flujos migratorios. Así, lo que ni Fukuyama ni Huntington fueron capaces de anticipar es que la rivalidad entre civilizaciones no se produce por el roce de fronteras bien dibujadas, como si de placas tectónicas se tratara: los conflictos se trasladan al interior de las sociedades occidentales, que se encuentran atravesadas por una gran pluralidad de valores, culturas y credos.

Además, ambos olvidan que, como bien observó Seizaburo Sato, las confrontaciones propias de nuestro tiempo tienen que ver con la aparición de crisis de identidad en los individuos. De este modo, como veremos más adelante, el estallido de la recesión económica global servirá para desatar una crisis en las hipertrofiadas identidades individuales de Occidente. Entonces, el individuo encontrará alivio en la colectividad, y emprenderá una búsqueda de culpables para sus dificultades personales que se traducirá en conflictos políticos, sociales y culturales.  

Individuo y masa


La búsqueda de lo gregario como refugio del individuo atribulado por los cambios que introduce la modernidad ha tenido lugar históricamente en momentos de crisis y grandes transformaciones, y siempre ha dado lugar a conflictos cuya resolución se ha mostrado larga, costosa y sangrienta.

Dios

El nacimiento del individuo con conciencia de su singularidad coincidió con el tránsito que tuvo lugar del sistema feudal al capitalismo, y que anunciaba el declive del Antiguo Régimen. En el sistema estamental no había lugar para la autonomía, no dejaba espacio a la iniciativa personal ni preveía algo así como un ascensor social ligado al talento o el mérito. En lo político, no existía más voz que la del monarca absoluto, en lo organizativo, la centralización era la norma, y el concepto de propiedad era aún muy primitivo. Sin embargo, este sistema proporcionaba una cierta seguridad. La persona sabía cuál era su lugar en el mundo. Nacía en una familia que desempeñaba un oficio y pertenecía a un gremio al que quedaba ligado de por vida.

El tránsito del feudalismo al capitalismo propició una anomia similar a la que Huntington describe para explicar el Resurgimiento Islámico. La quiebra de la organización estamental permitió el descubrimiento del individuo, le dotó de voz y de libertad. Pero también disolvió los lazos tradicionales que le infundían sentido de pertenencia, inaugurando un mundo dominado por transformaciones rápidas, fuente de dudas e inseguridades.

No es extraño que en este escenario cobrara gran pujanza la fe protestante de Martín Lutero. La doctrina nacida de la Reforma permitía una vivencia de la religión más personal y más libre, que se ajustaba a los nuevos valores de la modernización. Pero al mismo tiempo, el protestantismo ofrecía una comunidad de pertenencia, que proveía certezas y salvación en un momento de tribulación y cambio.

Patria

Desde entonces, impelida por esa razón científica que Fukuyama señala como motor de la historia, la modernización ha continuado avanzando de forma imparable. Llegó después el turno de las revoluciones liberales que irrumpieron con la Revolución Francesa. No es casualidad que la Revolución Industrial hubiera comenzado solo unas décadas antes en Inglaterra. Las rápidas transformaciones económicas, sociales y políticas propiciadas por el desarrollo tecnológico dibujaron un horizonte nuevo, desconocido, repleto de oportunidades, pero también de amenazas.

Sin embargo, el momento histórico había cambiado. Europa ya no se parecía a aquellos protoestados nacionales de 150 años atrás, y el estado-nación alcanzaba por fin su madurez. Así, cuando los lazos sociales tradicionales quedaron rotos por la nueva oleada de modernización, ese vacío, que antes había llenado dios, pasó a ocuparlo la nación.

Se acuñó el concepto de soberanía nacional para designar a un nuevo sujeto colectivo que se oponía a la soberanía unipersonal del monarca absoluto. Si las personas solían encontrar pertenencia como parte de una comunidad religiosa, con la irrupción de las revoluciones liberales sería el sentimiento de solidaridad horizontal entre los miembros de la nación el que dotaría de sentido la existencia. Europa descubrió el fervor patriótico que permitía a los individuos disolver su singularidad, y también sus vacilaciones, su ansiedad, sus debilidades, en una masa orgullosa, igualitaria y fuerte.

En las regiones más desarrolladas, las nuevas condiciones materiales proporcionadas por el progreso tecnológico transformaron las viejas sociedades europeas: la extensión de la educación, la alfabetización, las comunicaciones y el “capitalismo impreso” permitieron el paso a una cultura nacional. Los estados impulsaron las identidades nacionales por medio de sistemas educativos que imponían una cultura homogénea y un relato histórico común y mitificado. También se crearon festejos, desfiles, símbolos y canciones para ensalzar la nueva comunidad nacional.

Eran días en que los estados nacionales basaban su supervivencia y desarrollo en la rivalidad y la guerra. Por eso, Europa se volcó en la construcción de ejércitos modernos y se preocupó de desarrollar una administración que permitiera articular un sistema impositivo y mantener un control centralizado del territorio. Era crucial disponer de un sistema tributario eficiente que permitiera sostener la nueva administración y el esfuerzo de guerra. Pero, mandar a los hombres al frente y reclamarles el pago de impuestos exigía una contrapartida: la concesión de derechos de ciudadanía.

Es así como llegamos a una paradoja: mientras las revoluciones liberales contribuyeron a avanzar en la conquista de derechos individuales, al mismo tiempo, condujeron a Europa al nacionalismo y la guerra. Así, podemos decir que se cumple una tercera ley de Newton aplicada a la historia: a cada acción modernizadora que impulsa las sociedades hacia el liberalismo, sucede una reacción colectivizadora. Según Fukuyama, la oposición al impulso de la razón científica está destinada a perecer. Sin embargo, conforme la ciencia ha ido erigiéndose como el método de prestigio desde el que abordar el análisis de la realidad, las fuerzas de oposición al liberalismo han tratado de disfrazarse de ella.

Así, el el siglo XIX ya observamos un discurso nacionalista que pretende construirse sobre argumentos racionalistas y científicos. Teóricos alemanes del etnosimbolismo, como David Friedrich Strauss y Theodor Mommsen, mantendrán un debate ya clásico con los liberales franceses Renan y Fustel de Coulanges, y afirmarán poder demostrar de forma científica la pertenencia nacional a partir de criterios lingüísticos y sanguíneos. Y un siglo después, veremos cómo el marxismo hablará de “socialismo científico” para dotar de prestigio y credibilidad a sus postulados.

Pero esa apariencia de rigor científico ha de ser contrastada con la realidad. La puesta en práctica de las teorías nacionalistas condujo a las mayores cotas de destrucción humana conocidas por el hombre. La guerra franco-prusiana de 1870 sería el preludio de dos guerras mundiales que desacreditarían el imperialismo y el nacionalismo como modelos organizativos. Pero, la derrota de la Alemania nazi no significaría el fin de los conflictos. La Segunda Guerra Mundial concluiría con 50.000 tanques rusos a la orilla del Elba, anunciando una nueva rivalidad entre la democracia liberal y el comunismo. La Guerra Fría estaba a punto de comenzar.

Clase

El Comunismo había llegado a rivalizar con el modelo occidental de democracia liberal aupado por las masas. Como hemos señalado, la maduración de los estados nación, la implementación de sistemas tributarios modernos, la creciente institucionalización de las sociedades y el desarrollo de burocracias centralizadas trajeron de la mano la progresiva concesión de garantías, libertades y derechos individuales.

Así, hacia finales del siglo XIX se produjo un cambio que tendría un gran impacto en la política de las décadas sucesivas: nos referimos a la ampliación del sufragio. El voto censitario, que restringía la participación política a un número reducido de ciudadanos, normalmente hombres, cabezas de familia y con una cierta posición económica y social, fue dando a paso a un sistema electoral más inclusivo, que primero incorporaría a todos los varones, y que más tarde comenzaría a abrirse a las mujeres. Esta transformación permitió la evolución del parlamentarismo hacia la democracia de los partidos de masas.

Pronto, los sistemas partidistas en Occidente se organizaron en torno a dos grandes bloques ideológicos: los partidos socialistas, casi siempre de inspiración marxista, y los partidos conservadores, de corte democristiano. De esta época datan algunos partidos socialdemócratas actuales, como el SPD alemán, cuya fundación se remonta a la década de 1860, y que servirá de modelo para los socialistas de otros países.

La influencia del marxismo popularizó entonces en concepto de “clase”. La modernización propiciada por la Segunda Revolución Industrial, iniciada a mediados del siglo XIX, tuvo un gran impacto en la estructura social de las naciones occidentales. La incipiente desruralización de las sociedades produjo grandes migraciones hacia las ciudades, donde comenzó a crecer una clase obrera alrededor de las nuevas industrias. La vida en la gran ciudad era dura. Los obreros tenían que afrontar el desarraigo y largas jornadas de trabajo en unas condiciones a menudo insalubres. En un momento de tribulación para el individuo, el despertar de la conciencia de clase significó una verdadera tabla de salvación. La clase se convirtió en una comunidad de socialización donde los trabajadores encontraban solidaridad y respaldo. La clase les hacía fuertes y la huelga les proporcionaba poder de negociación. Pero no solo eso: la conciencia de clase permitió sofocar la zozobra personal proporcionando un relato vital al trabajador, que ahora se sentía parte de algo más grande que él, que, de repente, tenía un lugar en el mundo, un orgullo, una identidad.

En nuestro viaje histórico hemos visto cómo, a medida que la modernización ha ido progresando, los espacios de socialización colectiva se han ido transformando: primero fue la religión, que compartían amplias regiones del continente, después fue la nación, que restringía la comunidad de pertenencia a las fronteras de un país, y más tarde fue la clase, que si bien declaraba una vocación universalista, en la práctica interpelaba a los obreros de una nación o una ciudad. Es curioso cómo, a medida que la modernización avanza hacia el individualismo, también las comunidades de pertenencia que pretenden aliviar la soledad personal aparecen cada vez más atomizadas.

La clase se convertiría en el sujeto político colectivo más importante del siglo XX, y de la doctrina marxista surgiría la principal amenaza para la democracia liberal tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero, ¿cómo es posible que la doctrina comunista encontrara su mayor arraigo en una sociedad rural, agraria, atrasada y de alfabetización escasa como la de Rusia? ¿Qué había pasado para que Stalin se plantara en 1945 con 50.000 tanques a orillas del río Elba?

Un siglo antes, en 1848, Karl Marx y Friedrich Engels habían publicado uno de los textos políticos más importantes de la historia: su famoso Manifiesto Comunista. El tratado partía de la convicción de que la demolición de la sociedad feudal no había dado lugar a una sociedad igualitaria. Al contrario, la sociedad burguesa contemporánea había creado una nueva confrontación entre dos clases antagonistas: el proletariado y la burguesía. La primera había sido sometida por la segunda, lo cual hacía necesaria una revolución comunista que acabara con la propiedad y socializara los medios de producción. Solo así el proletariado podría emanciparse y la humanidad alcanzaría una sociedad igualitaria en ausencia de clases sociales.

Unos años más tarde, en 1867, ambos autores publicaron el que ha sido seguramente, tras la Biblia, el libro más influyente de la historia: El Capital. Se publicó originalmente en Hamburgo y en alemán, pero, curiosamente, en Alemania no tuvo una gran acogida: la primera edición, de mil copias, tardó cinco años en venderse. Tampoco parecía generar gran curiosidad en Inglaterra, donde el manuscrito no se publicaría hasta 20 años después. Sin embargo, El Capital tuvo un éxito tremendo en Rusia. Llegó cinco años después de la edición alemana, logrando burlar la férrea censura de los zares. Creo que fue el filósofo Gustavo Bueno el que una vez dijo que El Capital sería un libro clandestino aunque alguien lo abandonara en medio de la Gran Vía. Eso mismo pensaron los censores rusos: aquel mamotreto era demasiado abstruso, demasiado analítico y demasiado científico como para que alguien se tomara la molestia de leerlo.

Pero se equivocaron: la primera tirada, de tres mil ejemplares, se agotó en menos de un año. Como ha señalado Orlando Figes, para la intelligentsia urbana, el marxismo fue un soplo de esperanza. Aquella ideología contaba con el respaldo de la ciencia, constituía una “vigorosa fe, pertrechada de hechos y de cifras”. Hacia 1870, además, Rusia había comenzado a desarrollar su industria, que experimentaría un rápido empuje a partir de 1910, y la aparición de la clase obrera sirvió para abonar el socialismo. El fatalismo con que los aspirantes a revolucionarios habían encajado el atraso y la pobreza de Rusia, que parecía condenada a ser un país de campesinos pobres, rudos y devotos, encontró en Marx un optimismo científico y económico sin precedentes.

El ambiente revolucionario iba creciendo, mientras la realeza rusa permanecía desconectada de la realidad, ajena a la insurrección que se estaba gestando fuera de la corte. La primera sublevación llegaría en 1905, seguida de una gran huelga de obreros y campesinos. Los Romanov conseguirían sofocar esta primera intentona revolucionaria, y algunas más a lo largo de la década siguiente. Sin embargo, 1917 traería una inestabilidad revolucionaria que sería imposible de contener. El zar Nicolás II dimitiría en marzo de aquel año, y el Gobierno provisional que le sucedió, liderado por Kérensky, solo resistiría unos meses más. Finalmente, la Revolución de Octubre daría comienzo a “la construcción del orden socialista” liderado por Lenin.

El triunfo de la revolución rusa sería el germen de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que se prolongaría desde 1922 hasta 1991. Siete décadas durante las cuales el modelo de democracia liberal encarnado por Occidente rivalizaría con la alternativa comunista, en un antagonismo que pondría en peligro la seguridad mundial durante los años de la Guerra Fría. Sin embargo la andadura del socialismo real concluiría con la caída del muro de Berlín y con la demolición definitiva de la Unión Soviética dos años más tarde. El socialismo real había fracasado: nunca fue capaz de encarnar una vía de progreso científico y económico que pudiera competir con el modelo occidental, ni consiguió proporcionar a quienes vivieron dentro de sus fronteras unos niveles de bienestar y prosperidad comparables.

Al contrario de lo que se repite a menudo, el socialismo real no fracasó porque su teoría nunca se pudiera llevar a término. Su descrédito proviene de la aplicación práctica de su doctrina, y su claudicación puede observarse en sus dos máximos exponentes, Rusia y China, que han abrazado el capitalismo.

Auge y decadencia de la socialdemocracia


Pero muchos partidos de raíz marxista en Europa habían renegado de las aspiraciones comunistas mucho antes, abrazando un liberalismo político y económico. Así, las formaciones socialdemócratas se convirtieron en las verdaderas triunfadoras de la democracia de masas a partir de 1945, donde la competición partidista se articuló en torno al eje ideológico marcado por la división entre la derecha y la izquierda. El éxito de la socialdemocracia fue el de tejer una convergencia de intereses entre las clases trabajadoras populares y las clases medias más acomodadas e ilustradas, dando lugar a una coalición de electores estable y robusta.

La alianza tenía sentido porque permitía que las dos partes de la coalición se sintieran ganadoras. Las clases trabajadoras encontraban en la socialdemocracia a un actor político que proveía redistribución de la riqueza, que actuaba como impulsor de un estado del bienestar que implementaba servicios y políticas públicas universales y gratuitas, y que, además, ofrecía concertación laboral, seguro de desempleo y pensiones de jubilación respaldadas por el estado. Por su parte, las clases medias también se beneficiaban de este sistema, así como de su modelo de estabilidad social, derechos políticos, libertades individuales, seguridad jurídica, iniciativa privada y la promesa de un crecimiento económico sostenido.

El estado de bienestar que conocemos hoy comenzó a desarrollarse a partir de las políticas keynesianas de reconstrucción que se impulsaron a partir de 1945, aunque sus antecedentes históricos hay que buscarlos en propuestas anteriores, como las poor laws, que en Inglaterra se remontan a la Edad Media, el État-Providence del Segundo Imperio en Francia, o el Wohlfahrtsstaat implementado por Bismarck en Alemania durante el Segundo Reich.

Tras la derrota del nazismo, la apuesta por el estado de bienestar que habían tomado los partidos socialdemócratas resultó todo un éxito. Tanto, que el modelo fue poco a poco asumido por sus rivales conservadores hasta imponerse en Europa, de tal forma que dejó de representar la propuesta de una opción ideológica para pasar a identificarse con un arquetipo de organización política y social propio de la idiosincrasia continental. Desde entonces, la mayor parte de los partidos de derecha y centro-derecha europeos ha abrazado muchos de los postulados socialdemócratas. Así, el subsidio de desempleo, la sanidad y la educación públicas o la existencia de un salario mínimo son banderas del centro-izquierda que el sistema político ha asumido como propias. Hasta los partidos comunistas o marxistas defienden hoy a capa y espada un estado de bienestar que hace no tanto les parecía una capitulación burguesa.

Sirva como ejemplo que, hoy en día y a pesar de las políticas de austeridad que siguieron a la última gran crisis económica, el gasto público medio sobre el PIB en la Unión Europea es del 48,1%. La paradoja es que la universalización de los postulados defendidos por la socialdemocracia ha ido mermando con el tiempo su capacidad de diferenciación. Estas diferencias comenzaron a apagarse tras la caída del muro de Berlín, pero todavía la socialdemocracia fue capaz de reinventarse con una propuesta que conjugaba la gestión económica ortodoxa con la redistribución y las políticas públicas, en una “tercera vía” que fue muy exitosa. Y, en los primeros 2000, la socialdemocracia consiguió desmarcarse de los conservadores predicando nuevos derechos sociales y políticas de la identidad individual.

Sin embargo, con la última crisis económica han reaparecido los fantasmas. La recesión dificultó la estrategia de diferenciación de los socialdemócratas, que se vieron obligados a postergar sus programas de redistribución y políticas públicas para atender las exigencias de la deuda. En este sentido, el centro-izquierda y el centro-derecha se vieron constreñidos por unas exigencias que les llevaban a tomar posiciones parecidas en cuestiones macroeconómicas, y que ponían de manifiesto las limitaciones de maniobra que encuentran los gobiernos cuyos países han cedido soberanía a un ente supranacional.

En el nuevo entorno económico derivado de la modernización, el avance de la globalización y las consecuencias sociales de la crisis internacional, los socialdemócratas afrontan cada vez más dificultades para ofrecer soluciones a un grupo de trabajadores crecientemente heterogéneo. La transformación de la estructura social ha multiplicado las líneas de fractura política y ha dinamitado la dualidad ideológica y económica en la que la socialdemocracia se desenvolvía con superioridad. Según un estudio publicado en Reino Unido en 2013, actualmente existen siete clases sociales: la dicotomía burguesía-proletariado ha desaparecido. Por si esto fuera poco, las bases electorales que sostenían a los partidos socialdemócratas han seguido una evolución divergente en sus aspiraciones.

Tal como ha señalado John Harris, en el siglo XXI se ha producido una contradicción creciente entre los intereses de unas clases medias acomodadas, bien educadas, insertas en la globalización con buenas perspectivas económicas, y que comparten unos valores multiculturales; y unas clases trabajadoras golpeadas por la crisis, que han visto frustradas sus expectativas en la globalización, que viven inmersas en la inseguridad y la precariedad laborales y que sienten que su puesto de trabajo, ese que antes dotaba su vida de dignidad y sentido de clase, está amenazado por los progresivos avances en la automatización industrial y por la llegada de mano de obra inmigrante. Mientras los primeros mandan a sus hijos a estudiar al extranjero con una beca Erasmus o hacen escapadas de fin de semana a alguna capital europea, el trabajador no cualificado ha de afrontar que su puesto podría ocuparlo un robot mañana, y que sus hijos, que no fueron a la universidad, tendrán un futuro laboral incierto.

Hacia una democracia on demand


Pero es necesario explicar de qué modo se han operado los cambios que han conducido al declive de la socialdemocracia y transformado la competición política en Occidente. Como siempre, el progreso técnico y la modernización dan cuenta de lo sucedido.

La democracia representativa basada en los partidos de masas que trajo la ampliación del sufragio poco a poco irá evolucionando hacia una nueva forma de gobierno que Bernard Manin llamará “democracia de audiencias”. La deriva está directamente relacionada con la Tercera Revolución Industrial, iniciada a mediados del siglo XX. Una revolución que protagonizarán las tecnologías de la comunicación, transformando la naturaleza del sistema político.

Si la democracia de masas había inaugurado el tiempo de unos partidos fuertes, constituidos como robustas maquinarias burocráticas, la extensión de los medios de comunicación de masas modificó la forma en que los líderes políticos se relacionaban con sus electores. Hasta ese momento, el votante formaba parte de una opción ideológica a la que se adscribía por afinidad programática o de clase, y los candidatos lograban llegar a lo más alto de sus formaciones gracias a sus habilidades para desenvolverse dentro de la organización. Pero la extensión de la televisión modificó para siempre la naturaleza de esa relación: los candidatos podían apelar directamente a sus votantes desde los mass media, de tal suerte que la nueva forma del gobierno representativo encumbró a los expertos en medios de comunicación.

Sin embargo, la modernización ha continuado progresando desde que Manin publicara Los principios del gobierno representativo en 1998. Aquel era todavía un mundo analógico, que limitaba nuestra interacción con los medios de comunicación y la tecnología a un consumo pasivo. La libertad de elección estaba restringida a un puñado de canales de televisión, de emisoras de radio, de diarios de papel. El cambio fundamental que ha tenido lugar desde entonces tiene que ver con la democratización del acceso a Internet, el desarrollo de teléfonos inteligentes y la aparición de las redes sociales. La característica más notable del progreso científico en los últimos años es que ha tendido a fragmentar los espacios de socialización, así como a empoderar al individuo: nunca antes fue tan autónomo en la historia ni su poder de decisión fue comparable.

Hoy, podemos escuchar de forma instantánea casi cualquier canción gracias a Spotify, Netflix y HBO nos ofertan un amplio abanico de series y películas, tenemos un sinfín de canales de información digitales que nos permiten hacer un consumo activo de información y contenidos culturales, Uber nos deja elegir a nuestro taxista, Blablacar, a nuestro conductor, los comparadores de internet nos permiten reservar un viaje sin pasar por la agencia, contratar un seguro sin pisar una oficina, abrir una cuenta bancaria sin acercarnos a la sucursal, comprar zapatos desde casa. Con internet las posibilidades se han multiplicado y las nuevas tecnologías se basan en una comunicación bidireccional que permite superar el consumo pasivo del mundo analógico.

Pero ese no ha sido el único efecto propiciado por el cambio tecnológico, que también fragmentó el espectro de los medios de comunicación. Las posibilidades digitales han multiplicado la oferta de información, y ese crecimiento notable de la competencia ha obligado a los medios a diferenciarse y buscar audiencia a través de estrategias que a menudo se traducen en amarillismo y polarización. Este clima de polarización permea socialmente, pero los ciudadanos no son meros receptores de las consecuencias que el aumento de la competencia ha tenido sobre los medios. Ahora son también parte activa en este proceso de división. La aparición de las redes sociales ha facilitado la proliferación de burbujas de información e interacción que nos permiten mantenernos aislados de todo lo que no nos gusta. Hemos generado nuestra propia comunidad de afines en Twitter o Facebook, cuyos algoritmos nos eximen de la incomodidad de afrontar disonancias cognitivas. Evitamos las informaciones y a las personas que retan nuestros puntos de vista, al mismo tiempo que nos rodeamos de todo aquello que refuerza nuestras posiciones. Así, paradójicamente, nos relacionamos con más personas y consumimos más medios que nunca antes en la historia y, sin embargo, estamos aislados.

Por tanto, tal como anunció Fukuyama, parece que la innovación científica ha seguido progresando en dirección al capitalismo y, por ende, al individualismo. Pero eso no quiere decir que las comunidades de socialización hayan dejado de ser importantes: seguimos siendo animales sociales. Sin embargo, como vemos, esas comunidades también han tenido a atomizarse y aislarse. De la comunidad de creyentes que ofrecía la religión pasamos a la comunidad nacional que representaba la patria, y de ahí a esa comunidad material que era la clase. Y ahora, en el mundo posmoderno que ha superado la dialéctica materialista marxista, las comunidades de socialización buscan la satisfacción de unas identidades individuales hipertrofiadas. Comunidades de feministas, colectivos LGTBIQ, runners, góticos, vegetarianos, animalistas, seriéfilos, a las que la tecnología ha puesto en contacto. El desarrollo del individualismo ha caminado de la mano de la fragmentación de unas comunidades de socialización cada vez más volcadas en la diferenciación, pero, al mismo tiempo, cada vez más homogéneas.

Este fenómeno guarda relación con la tesis sobre el final de la historia de Fukuyama: superada la confrontación ideológica, las sociedades serán guiadas por el capitalismo individualista. Lo que a su vez tiene que ver con el declive de la socialdemocracia del que hablábamos: la conciencia de los trabajadores es ahora diversa y ya no existe un sentimiento sólido de pertenencia a una clase social. Las clases medias ya no quieren comprar el paquete ideológico completo que ofrecía la socialdemocracia, quieren poder tomar un puñado de cerezas de cada árbol político, y eso les hace volátiles y también difíciles de representar.

Estas inercias sociales ya se habían observado al menos desde los años 60, con el nacimiento de la contracultura, el éxito del movimiento hippie y la popularización de la cultura juvenil, pero el progreso científico, con su tendencia a la atomización y la especialización, ha acentuado el empoderamiento individual, poniendo en marcha nuevos procesos sociales. Así, el desarrollo técnico propició la ruptura de la mediación: la relación con la tecnología se tornó bidireccional y directa, facilitando una sociedad de consumo en la que la adquisición de bienes y servicios se puede realizar prescindiendo del concurso de intermediarios. Así, la democracia de audiencias ha dado paso a un modelo que podemos denominar democracia on demand, propio de las sociedades de consumo posmodernas, en el que el votante, lejos de ser un sujeto pasivo, quiere liderar cada elección.

La demanda decisionista ha llegado a la política. No es extraño que en los últimos años hayan sido muchas las voces que han reclamado una democracia más participativa, concepto sobre el que ha trabajado Jürgen Habermas. Una inclinación propia de las sociedades posmodernas que han alcanzado un estadio de desarrollo científico alto, y que no debería resultar demasiado problemática. Pero entonces sucedió algo. Los países occidentales eran los más prósperos del mundo, la tecnología había empoderado al individuo, que nunca antes tuvo una capacidad de decisión comparable en todas las esferas de la vida. Y, de repente, estalló la mayor crisis económica desde el crash de 1929.

La crisis económica


La crisis económica global que tendrá lugar a partir de 2007 supondrá un frenazo para las expectativas materiales de millones de personas en todo Occidente. Con ella, la confianza en un progreso lineal que había dominado las últimas décadas se pierde. El cambio tecnológico cada vez permite automatizar un número mayor de funciones, haciendo prescindibles muchos puestos de trabajo que requieren una cualificación media o baja. Por otro lado, la aceleración del proceso de globalización ensancha las fronteras de los mercados laborales, facilitando el flujo de migraciones y haciendo posible la externalización y deslocalización de la producción de las grandes empresas. Se pone de manifiesto que no todos sufrirán de forma uniforme las consecuencias de la recesión, produciéndose una escalada de las desigualdades, y muchos jóvenes comienzan a asumir que vivirán peor que sus padres. El mundo globalizado, parece, no será un lugar de oportunidades para todos.

La incidencia de la crisis pondrá de manifiesto la existencia de distintas brechas de índole económico, social y cultural en el seno de los países occidentales. De repente, contemplamos cómo de relativas pueden llegar a ser las distancias en un entorno globalizado. Detectamos una brecha generacional, con una generación joven socializada en la integración europea y la cultura occidental global, y una generación envejecida y anclada en los mecanismos psicológicos de los viejos estados nacionales. Observamos también una brecha entre los habitantes de las ciudades, de ambiente cosmopolita, plural, diverso, insertas en la modernidad y la globalización; y las áreas rurales, que han quedado rezagadas de ese proceso, permaneciendo en un estado de aislamiento respecto de los cambios tecnológicos y sociales contemporáneos. Y vemos una brecha entre quienes pudieron cursar estudios superiores, que complementaron aprendiendo una o dos lenguas o realizando algún máster en el extranjero; y aquellos a los que su déficit de cualificación les dota de pocas herramientas para competir en los mercados globales.

Estos fenómenos se han manifestado de forma más acusada debido al concurso de la tecnología. El desarrollo de burbujas de información e interacción social ha reducido las distancias entre personas que viven apartadas por océanos, al tiempo que ha aumentado la separación con algunos de sus propios vecinos. Así, la generación millennial consume la misma información, las mismas series, la misma música o la misma moda en todo Occidente, de modo que la burbuja de afinidades de un joven de Madrid se parece mucho más a la de un joven de Los Ángeles, Berlín o Londres que a la de sus padres o abuelos. Todas estas desigualdades propiciadas por la tecnología se convirtieron en una fuente de conflictos identitarios con el estallido de la gran crisis.

De este modo, ese malestar económico y material ocasionado por la recesión pronto se reflejó en la política. La primera reacción fue de desconfianza hacia los partidos políticos tradicionales, que no habían sido capaces de ofrecer respuestas eficaces para paliar y revertir los efectos de la crisis. Esta desconfianza, en un contexto en el que el progreso científico había iniciado una ruptura de la mediación, empoderando la capacidad decisional del individuo, propició una reacción de rechazo hacia los partidos políticos como mediadores legítimos entre los ciudadanos y la acción política. Muchos ciudadanos en Occidente dejaron de creer en la necesidad del sistema de partidos tradicional, reivindicando que fuera el pueblo quien ejerciera el poder de forma directa. Aquellos fueron días de grandes manifestaciones en todo el mundo. Desde la plaza Syntagma de Atenas hasta el Wall Street de Manhattan, y del movimiento I’m the 99% al 15m español, la indignación popular se hizo escuchar en todo Occidente. Así, la crisis económica pasó a ser también una crisis política.

Al mismo tiempo, en Europa, esa frustración con respecto a los partidos alcanzó las instancias supranacionales: los políticos domésticos habían fracasado a la hora de atajar los problemas económicos y laborales de sus países, pero una parte de esa responsabilidad se achacó a las instituciones europeas. Estas instituciones eran cada vez más vistas como una élite de burócratas alejados de los ciudadanos, que menoscaban la soberanía nacional de los estados miembros al tiempo que toman decisiones que afectan a la vida de cientos de millones de personas sin someterlas a la consideración democrática.

Por otro lado, la recesión fue interpretada por muchos como un síntoma de agotamiento de las posibilidades de la globalización. La vulnerabilidad laboral y la inestabilidad económica condujeron a un estado de ansiedad individual ocasionada por la incertidumbre. Muchos tuvieron entonces el impulso de revertir esa integración, de retornar a la seguridad de las sociedades cerradas. Además, la crisis económica coincidió en el tiempo con el despliegue de un terrorismo internacional capaz de golpear con dureza a las sociedades occidentales. Esa mezcla de rivalidad económica y amenaza cultural despertó en algunos sectores de los países occidentales un sentimiento de rechazo a la inmigración y el multiculturalismo.

La crisis del liberalismo


De este modo, la interacción de la recesión económica con los atributos de la modernidad fue fraguando un clima de contestación al consenso liberal cuya hegemonía parecía incuestionable desde la caída del muro de Berlín. La crisis del liberalismo se traducirá en el socavamiento de los valores fundamentales sobre los que se edifica la cultura occidental: la democracia representativa es despreciada entre demandas de una acción política popular y directa (Podemos ha repetido que la verdadera política no se hace en los parlamentos, sino en la calle), el pluralismo retrocede y las diferencias se acentúan, la libre circulación de personas se suspende, las minorías dejan de contemplarse como colectivos merecedores de protección para ser vistas con sospecha, la libertad de prensa se contesta entre acusaciones de falsedad,  el imperio de la ley se supedita a la voluntad popular ("No hay ningún tribunal ni ninguna ley que pueda estar por encima de la voluntad democrática de un pueblo", llegó a decir Artur Mas), la legitimidad de los resultados electorales se pone en entredicho, la iniciativa empresarial cede ante el intervencionismo y las amenazas del poder (Ford canceló una inversión en México ante las amenazas de Trump, incluso antes de que el nuevo presidente jurara el cargo).

Ante el aumento de la inestabilidad y la incertidumbre, el individuo empoderado no se basta para afrontar las tribulaciones del presente. Se genera entonces un sentimiento de anomia similar al que hemos descrito para otros momentos históricos marcados por la modernización y el cambio. El individuo busca refugio en la colectividad y desarrolla una visión romántica del pasado, una añoranza de los viejos tiempos en los que el mañana no se vivía como una amenaza. Esa crisis del liberalismo que pone el énfasis en lo gregario y la añoranza de un pasado mejor permea socialmente hasta manifestarse en la cultura. Las series y películas que triunfan en Occidente actualmente, de Stranger Things a La La Land son producciones construidas sobre la nostalgia. Esta tendencia puede observarse incluso en una de las sagas cinematográficas más populares de la historia: la última entrega de Star Wars plantea una salvación colectiva a costa de la aniquilación de la individualidad.

Esta reacción romántica antiliberal no es una excepción histórica. Como bien describió Norbert Elias, el curso de los acontecimientos humanos se ha visto periódicamente salpicado por este tipo de fenómeno. La oleada de romanticismo que precedió a la actual tuvo lugar en el siglo XIX, y propició el auge del nacionalismo alemán que conduciría a dos guerras mundiales. El hecho de que Alemania fuera una nación ilustrada y moderna, desde el punto de vista del progreso científico y técnico, no sirvió como barrera para la contención del nacionalismo. No impidió que el individuo fuera subsumido en la colectividad nacional y que cayera en el olvido la tradición del idealismo más fraternal que encarnó Schiller.

Tampoco las sociedades occidentales del siglo XXI están vacunadas contra el romanticismo antiliberal. De hecho, todo el clima económico, social y cultural ha comenzado a cristalizar en un nuevo momento político caracterizado por la irrupción o ascenso de partidos populistas que fomentan y rentabilizan estas inercias descritas.

El momento populista


El nuevo romanticismo

La incertidumbre y la frustración han conducido a muchos a la melancolía y la desconfianza en las instituciones políticas y sociales del presente. En este escenario hemos visto emerger posturas y liderazgos románticos, que buscan en el futuro la restauración de un pasado idealizado. En Europa, contemplamos cómo la vieja aspiración de construir “una unión cada vez más cercana” se desvanece ante las falsas promesas que auguran un porvenir mejor si se retorna al fortalecimiento de la soberanía nacional.

En Estados Unidos, el nuevo inquilino de la Casa Blanca es Donald Trump, un político cuya campaña consistió en proponer el retorno a un pasado triunfante que los americanos habrían perdido al desatender el control de sus fronteras frente a la amenaza de la inmigración. No en vano, su lema electoral fue “Make America great again”, una sublimación de los valores nostálgicos y reaccionarios del nacionalismo romántico.

No es la primera vez que sucede en la historia. Como señalábamos, Norbert Elias describió muy bien cómo se fraguó la anterior oleada romántica, que se inició en Alemania en el siglo XIX. Elias sitúa el origen de la reacción en la “sociedad cortesana” a la que dio lugar la aparición de los estados modernos, que comenzaron a tejer una estructura administrativa y burocrática. También a crear auténticos ejércitos con un mando centralizado y a desarrollar sistemas impositivos y recaudatorios eficientes que pudieran sostener el esfuerzo bélico y la nueva administración. De este modo, la profesionalización y el monopolio de la violencia por parte del Estado condujeron a una progresiva pacificación y cohesionamiento de las sociedades occidentales.

Esto implicó que la antigua nobleza guerrera perdiera casi todas sus funciones militares anteriores, y prosperar en la corte comenzó a requerir habilidades sociales, así como la adquisición de los nuevos usos y maneras refinadas que rodeaban al rey. Aquel era un mundo nuevo para el guerrero, uno en el que no sabía cuál era su papel y en el que no se sentía cómodo. Entonces, surgió la tentación de querer retornar a un pasado que había sido idealizado, un pasado en el que el individuo, pensaban, podría reencontrarse con las esencias perdidas, despojarse del corsé normativo que le imponían el rey y la sociedad cortesana, y volver a ser libre.

La vida cortesana fue progresivamente percibida como una jaula y el romanticismo, con su pesimismo melancólico y su añoranza de un mundo que había desaparecido, se impuso. Es así como Elias explica el triunfo del “ethos guerrero de la aristocracia” y la exaltación romántica de la violencia que darán forma al nacionalismo alemán en el siglo XIX, para desembocar en el nazismo en el XX.

En 2016 asistimos al auge de movimientos populistas que despegaron al calor del descontento y que han planteado el mayor reto para el ordenamiento liberal desde la caída del telón de acero. También ahora las grandes transformaciones inducidas por la crisis, la globalización y la tecnología han hecho que muchos añoraran un mundo que ya no existe. La promesa emancipadora del liberalismo se ha tornado para algunos en desarraigo, y la individualidad ha comenzado a sentirse como una pesada carga que la colectividad puede aliviar, del mismo modo que la fe, la nación o la clase representaron, en momentos de crisis anteriores, identidades colectivas que dotaban de sentido y de pertenencia.

El agón populista

Pero, ¿por qué tienen éxito estas formaciones populistas en un momento en el que el modelo de mediación que caracteriza al sistema de representación partidista tradicional está en crisis? El populismo establece la ficción de la ruptura de la mediación al presentarse no ya como representante del pueblo, sino como el pueblo mismo. Se trata de una sinécdoque política altamente efectiva, por la que el líder populista y los intereses a los que representa se toman por el pueblo como totalidad. El populismo construye y modela el concepto de pueblo, de tal modo que decide quiénes forman para de él y quiénes no.

Por eso, la vocación del populismo es necesariamente excluyente, pues la afirmación del pueblo solo es posible mediante la negación de aquellos a los que se les ha privado de la consideración popular (la casta, las élites, el poder financiero, las instituciones europeas). Sin embargo, se da la paradoja de que, al mismo tiempo, la existencia de ese enemigo es la razón de la fortaleza del discurso populista y, en tanto, lo necesita para perpetuarse. Así, el populismo cava un abismo moral entre el pueblo y el antipueblo, por medio de una dialéctica amigo/enemigo que ha de ser siempre antagónica. No en vano, uno de los referentes teóricos del academicismo populista es Carl Schmitt, conocido por haber articulado esta retórica de la confrontación como motor de lo político.

Palabras como puños

Otra de las fortalezas de los partidos populistas es que reniegan de la política convencional. Sus líderes aseguran que estas formaciones no son verdaderos partidos políticos, acaso plataformas, herramientas, palancas de cambio, y ellos mismos se presentan como outsiders de la política: son profesionales o activistas que han hecho una carrera al margen de las instituciones y cuyo alejamiento de toda ambición de poder les legitima para hablar en nombre del pueblo. Para diferenciarse de los políticos tradicionales, estos candidatos rechazan el lenguaje del establishment, esa corrección política que busca enmascarar la realidad. El líder populista habla de forma pretendidamente sincera, cercana y directa, se atreve a decir “las cosas como son”. Esta elección deliberada de la incorrección es percibida por una parte del electorado como una señal de autenticidad y de diferenciación: el habla coloquial les identifica con el ciudadano de a pie y les aleja de la imagen de las élites.

La elección deliberada del lenguaje llano está relacionada con otro de los fenómenos del momento: la aparición de una corriente política antiilustrada. La confusión entre corrección política e intelectualismo ha dado alas a líderes populistas que enarbolan un discurso de descreimiento del conocimiento científico. Candidatos que niegan el calentamiento global o siembran dudas sobre la necesidad de las vacunas o cuestionan los consensos en materia de derechos, libertades y políticas públicas. La negación de estos postulados tiene que ver con la estrategia de diferenciación y distanciamiento respecto a las élites tradicionales.

El lenguaje ocupa un lugar central en la estrategia populista porque, en el mundo posmoderno, las palabras constituyen el material del que está hecha la realidad. No es casualidad que los referentes teóricos populistas provengan de un posestructuralismo que, desde Lacan, Barthes y Derrida, y siguiendo a Saussure, proclama que el lenguaje no guarda relación alguna con la realidad, que todo en él es forma y nada hay de sustancia. Esta concepción del lenguaje abre la puerta a un nuevo universo de posibilidades políticas.  Al liberarse del corsé materialista, el discurso partidista puede superar la dialéctica marxista para construir, por medio de las palabras, su propio mundo, que opera bajo las reglas contenidas en los nuevos significantes. Lo factual ha pasado a un segundo plano porque la realidad se construye cada día, en cada discurso, por medio del lenguaje. Democracia, pueblo, violencia, dignidad, patria o verdad son significantes vacíos que pueden ser redefinidos y apropiados.

Así pues, las categorías absolutas se banalizan, y todos los consensos, todos los valores, pueden ponerse en entredicho: esta es la era de la posverdad, caracterizada por un relativismo que permite hacer política sin sentirse obligado por los hechos. El populismo es una estrategia exitosa porque es plástico, maleable, mutante. Supera los conceptos absolutos para hacerles hablar su lenguaje y no se se siente constreñido por lo real. Maneja “hechos alternativos”, como dijo una asesora de Trump. En este sentido, el populismo ha resuelto algunas de las limitaciones del marxismo.

El comunismo partía de una realidad determinada por la estructura económica. El motor de la historia lo constituía la lucha entre dos clases sociales definidas en base a unos atributos objetivos. El populismo, en cambio, se instala en el posmaterialismo y pone fin a la objetivación conceptual: modela los sujetos colectivos según sus necesidades, transforma los marcos de la discusión y modifica las aspiraciones de la confrontación antagónica a conveniencia. Se da la paradoja de que el populismo tiene una visión apocalíptica del mundo posmoderno, pero está plenamente integrado en él.

Así, el pueblo puede ser la clase obrera o pueden ser las clases medias. Pueden ser los trabajadores no cualificados o los parados, los pensionistas o las élites intelectuales universitarias. Y las palabras adquieren un significado flexible, de tal forma que la Unión o Europea o España pueden interpretarse como “falsas democracias”, al tiempo que el régimen de Fidel Castro puede definirse como verdadero socialismo democrático. Lo mismo sucede con la “violencia”, cuya gravedad se vuelve relativa: tanto vale para definir un acto terrorista cuanto para referirse a un desahucio. O acaso con el déficit de libertades, que permite comparar la Rusia autoritaria de Putin con la España de la ley mordaza. Según esta interpretación, la pobreza de Venezuela es asimilable a la pobreza energética en nuestro país, y las faltas de Hillary Clinton aparecer como más graves que las de Donald Trump.

Esa capacidad del populismo para la transfiguración lo convierte en un enemigo arduo. La estrategia mutante es adaptativa, pues permite variar el rumbo en función de las necesidades del momento. Una adaptación de la que no era capaz el marxismo, constreñido por el materialismo de la estructura económica y limitado por el eje ideológico. El populismo es competitivo porque es dúctil y transversal, cosechando votos en la izquierda y la derecha del espectro ideológico, lo que lo convierte en una propuesta competitiva.

¿Programa, programa, programa?

Otro elemento que separa al populismo del marxismo es su ausencia programática, a la que sustituye un conjunto de promesas vagas, generales, simbólicas y difíciles de ejecutar. La tesis undécima de Marx sobre Feuerbach no dejaba lugar a dudas sobre cuál era la vocación del comunismo: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. El marxismo establecía una hoja de ruta clara una vez alcanzado el poder: el establecimiento de una dictadura del proletariado y la socialización de los medios de producción para alcanzar una sociedad igualitaria en ausencia de clases. El populismo, en cambio, no es una ideología. No cuenta con un core de valores o de políticas a implementar tras conquistar el mando. La indefinición programática tiene una razón estratégica: ejecutar un programa implica el riesgo de que se alcancen los objetivos señalados de partida, y una vez esto sucede, el populismo pierde su razón de ser.

Si observamos la campaña del Brexit entendemos cuál fue el gran error que cometió el UKIP. Su líder, Nigel Farage, identificó al partido con una causa, un contenido programático: conseguir que Reino Unido abandonara la Unión Europea. Farage nunca pensó que conseguiría su objetivo, pero lo hizo. El resultado es que, tras la victoria del leave, el líder presentó su dimisión y el partido quedó sumido en una grave crisis interna. El populismo necesita que existan demandas sociales que liderar para poder prosperar, pero no puede satisfacerlas, pues, si lo hace, pierde su razón de existir. Este es el motivo por el que el populismo no puede ser progresista. No se fija un mandato teleológico, no pretende avanzar, sino consolidar su hegemonía explotando el antagonismo pueblo/élite.

Por otro lado, no contar con un programa detallado convierte a estos partidos en difíciles de fiscalizar y juzgar: si no puedes evaluar sus políticas, no dispones de elementos para concluir si su gestión es un éxito o un fracaso, y es difícil atribuirles responsabilidades. El populismo utiliza esta circunstancia para alejar el debate político de lo material y trasladar el foco a lo emotivo. Así, mientras las demandas que le alzaron al poder permanecen insatisfechas, el populismo puede continuar culpando a sus enemigos (las grandes empresas, los bancos, el FMI, el BCE, la Unión Europea) de esta perpetuación. De este modo, el populismo disloca el sentido de la competición partidista: cuando está en la oposición se proclama como único gobierno legítimo, como verdadero vocero del pueblo; y cuando alcanza el gobierno actúa como oposición a la élite que realmente ostenta el poder en la sombra.

Además, el populismo ha entendido muy bien la metamorfosis que se ha operado en el gobierno representativo. En la democracia de masas los protagonistas eran los partidos. Se trataba de instituciones con una gran maquinaria burocrática lideradas por unas siglas que movían a la identificación ideológica o de clase. Estas formaciones desarrollaron por primera vez programas exhaustivos y pormenorizados que contenían las líneas maestras de lo que después sería la gestión en el gobierno. Sin embargo, muy pocos electores conocían estos documentos al detalle. La función de los programas, como señaló Manin, era otra: “Contribuían a movilizar el entusiasmo y energía de los activistas y de los burócratas del partido que sí estaban al tanto de los mismos”.  

Ese papel desaparece en la nueva democracia de audiencias, donde los votantes tienden, cada vez más, a votar a la persona en vez de al partido o al programa. En las últimas décadas hemos observado en los países democráticos una tendencia a la personalización del poder: las campañas y las elecciones se centran en la figura del líder. Esto no significa que los partidos hayan dejado de ser importantes, pues, como señala Manin, proporcionan recursos, redes de contactos e influencias, capacidad para la recolección de fondos y el trabajo voluntario de los militantes. Sin embargo, las organizaciones políticas tienden a convertirse en instrumentos al servicio de un líder que ahora puede relacionarse de forma directa con su electorado a través de los medios de comunicación de masas. Así, la comunicación ocupa el centro del espacio político, desplazando al programa. Se cumple el vaticinio de McLuhan: el medio se convierte en el mensaje, de tal forma que el fondo queda supeditado al envoltorio, a la forma. Este escenario resulta propicio a un populismo que vuelca sus esfuerzos en la comunicación y que, con frecuencia, se caracteriza por contar con un líder mediático.

Nacionalismo vs populismo

Hemos hablado de la importancia del lenguaje en la estrategia del populismo, y de cómo esta herramienta le permite superar algunas de las limitaciones del marxismo. También hemos señalado la centralidad de la comunicación y la carencia de una vocación programática en el populismo. En ausencia del pool de policies que hacía reconocible a la socialdemocracia o del mandato teleológico del comunismo, el objetivo del populismo será otro: la construcción del sujeto colectivo “pueblo” que, en comunión con su liderazgo, consolide la hegemonía política popular.

Pero llama la atención la aparición de un fenómeno colectivista que toma por sujeto político un concepto tan amplio como el pueblo, que parece romper la inercia histórica de atomización progresiva de las comunidades de socialización. Esto puede interpretarse como una anomalía o retroceso en un devenir histórico que no puede ser estrictamente lineal. Pero también puede entenderse como un paso lógico en la evolución política y social. Durante siglos, los espacios de referencia fueron menguando: de la cristiandad continental a la nación, y de ahí a la clase como fenómeno obrero y urbano. Hasta que la globalización revierte esa inercia, ampliando de nuevo los espacios de referencia. En este sentido, la división ideológica ha quedado superada por un nuevo clivaje que enfrenta a quienes se encuentran cómodos en ese modelo de sociedades abiertas e integradas, y quienes reaccionan contra él, reivindicando un retorno a las fronteras nacionales. El populismo representa a este último grupo.

El populismo proclama que el pueblo ha de recuperar el control de su destino, por eso es frecuente que sus líderes incidan en la importancia de retornar al fortalecimiento de la soberanía nacional, una aspiración en la que se entremezclan nostalgia romántica y estrategia proyectiva. Porque el populismo aspira a redefinir esa soberanía para hacer coincidir los bordes de la nación con los del nuevo pueblo hegemónico. Aquí, la tarea del populismo guarda alguna relación con la del nacionalismo, y ello puede observarse en el cuestionamiento de las instituciones políticas, económicas y monetarias supranacionales, así como en la articulación de un discurso y un relato patrióticos.

En última instancia, nacionalistas y populistas tienen vocaciones parecidas, pues, ¿acaso no es erigirse en portavoz del pueblo tanto como proclamarse representante de la nación? Nación y pueblo son dos significantes de una identidad colectiva que designa a un conjunto de individuos que comparten una cultura, valores, costumbres, mitos, y un pasado en común. Nacionalismo y populismo no solo tratan de construir y poner en valor esa identidad colectiva, sino que la dotan de un ethos, es decir, le atribuyen una cierta moral, carácter y destino compartidos. Esta identidad colectiva dota de pertenencia a quienes han sido elegidos dentro de sus límites, fortalece la cohesión interna y genera una gran fuerza movilizadora que es catalizada y rentabilizada por las élites que dicen representarla.

Es cierto que hay algunas diferencias. El nacionalismo tiende a poner un énfasis primordialista, por el cual los miembros de la nación quedan unidos por atributos etnosimbólicos, tales como la raza, la lengua o la cultura, más o menos ancestrales. Por su parte, el populismo es una estrategia propia de un momento histórico posterior que, si bien mira al pasado con nostalgia, actualiza el vínculo afectivo aplicándole los atributos de la posmodernidad. En cualquier caso, ambos construyen, por decirlo con Benedict Anderson, “comunidades imaginadas”.

Y estas comunidades basadas en la solidaridad horizontal y los afectos son capaces de generar adhesiones inquebrantables. En este sentido compiten con cierta ventaja sobre la propuesta social de la democracia liberal: la identificación sentimental es siempre más incondicional, fuerte y acrítica que la identificación racional, pues elimina el matiz y la duda, y presenta sus postulados desde una relación y una invocación personales, directas y no mediadas. La patria y el pueblo apelan directamente a los miembros de la comunidad, mientras que la democracia liberal ofrece una maquinaria institucional sin alma, burocratizada, racionalista, que requiere de representantes políticos.

Además, nacionalismo y populismo difícilmente pueden categorizarse como ideologías. Dice Chantal Mouffe que el populismo es “una manera de hacer política”. También son muchos los que han negado que el nacionalismo sea una ideología. Para Benedict Anderson, el nacionalismo es un “artefacto cultural”, como la religión o la familia. Para Herder, “una visión del mundo”. Un “estado de ánimo”, lo llamó Kohn. Y al no ser ideologías tienen la capacidad de desgajarse del eje ideológico, adoptando una transversalidad que les provee ventajas competitivas respecto de los partidos que permanecen anclados en la escala izquierda-derecha. Esto no significa que puedan sustraerse por completo de los clivajes ideológicos tradicionales, pero su mensaje permea de forma más oblicua, como ha podido verse en la campaña del Brexit o como refleja el éxito del Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo en Italia, al que difícilmente podemos situar en la división clásica izquierda-derecha.

Si el nacionalismo canaliza su gran potencia movilizadora hacia la construcción nacional, el populismo se afana en una tarea semejante. Cuando Íñigo Errejón demanda que se escriban canciones, novelas, mitos que hablen del “cambio político”, cuando pide que se forje una nueva cultura que sea la expresión de una patria nueva, está activando de forma consciente los mecanismos de la construcción nacional. Álvarez Junco ha explicado cómo, en el siglo XIX, tiene lugar una gran eclosión de símbolos, festividades, instituciones culturales, himnos y ritos colectivos a los que se les pone el apellido “nacional” en sustitución del adjetivo “real”, imperante hasta entonces, para señalizar la ruptura con el absolutismo. Ahora, Podemos promueve una génesis similar en la que los nuevos elementos de la cultura colectiva lleven el calificativo “popular”.

Esa movilización de la que hablábamos, tanto en el nacionalismo como en el populismo, es siempre reactiva, es decir, se genera contra un enemigo. Se ha dicho que el populismo se aleja del nacionalismo en la medida en que, a diferencia del segundo, no es necesariamente xenófobo. Sin embargo, tampoco existe un consenso académico sobre la necesidad del carácter xenófobo del nacionalismo. Durante el siglo XIX, el nacionalismo se presentó como un instrumento unificador para romper con el feudalismo, transitar a la modernidad y construir el estado-nación. Sin embargo, la guerra francoprusiana de 1870 será el preludio de las dos contiendas mundiales del siglo XX. El nacionalismo tomará entonces una deriva expansionista y xenófoba, fundamentado en el etnosimbolismo de la raza y la lengua.

Hoy en día encontramos movimientos secesionistas en Quebec, en Escocia o en Cataluña de los que participan, transversalmente, votantes progresistas y conservadores, muchos de los cuales niegan tal atribución xenófoba. Resulta altamente complejo dictar una sentencia unánime sobre el carácter xenófobo de un nacionalismo que, a menudo, se presenta bajo apariencias heterógenas. Incluso dentro de un mismo continente, encontramos diferencias notables. Hay un nacionalismo que reacciona contra la integración europea y un nacionalismo de Estado aspirante que busca incorporarse a la Unión Europea. Por eso, a mi juicio, es más útil hablar del carácter excluyente del nacionalismo. La nación se define siempre en sus fronteras y, por tanto, su identidad se afirma no tanto en los atributos que comparte la comunidad, sino en los que la diferencian de los excluidos.

En lo que respecta al populismo, a menudo se establece una distinción entre aquel que es de derechas y aquel que es de izquierdas. El primero estaría encarnado por figuras como Donald Trump, Marine Le Pen o Nigel Farage, y tendría marcados tintes xenófobos. No obstante, es difícil dilucidar si los discursos de Trump, Le Pen o Farage son nacionalistas o son populistas. De igual modo, cuando Pablo Iglesias habla de recuperar la “soberanía nacional” para que España no sea una “colonia” de Alemania, no es sencillo decidir si está siendo populista o nacionalista.

Tras conocerse que había ganado el Brexit, Farage escribió: “Es una victoria de la gente corriente contra los bancos, las grandes empresas y los políticos”. El UKIP suele catalogarse como partido de extrema derecha y, sin embargo, ese mismo lenguaje es el que utiliza Podemos en España o Tsipras en Grecia. Por tanto, las presuntas diferencias que muchos teóricos del populismo tratan de establecer entre sus variedades izquierdista y derechista, así como entre el populismo en su conjunto y el nacionalismo, tienden a ser vagas.

Cuando Maduro, en la estela de Hugo Chávez, señala a Estados Unidos como el enemigo que explica y justifica todos los problemas de su país, está haciendo un discurso que raya en lo xenófobo. Cuando Pablo Iglesias afirma que Rajoy es un “virrey” de Merkel, cuando urge a recuperar la “soberanía nacional” que Europa nos ha arrebatado, cuando se compromete a servir “a los ciudadanos y no a los intereses extranjeros", vemos que el discurso antielitista se aproxima bastante al nacionalista. No en vano, Podemos califica su proyecto como “nacional-popular” y, en periodo electoral, inunda las capitales de pancartas que rezan: ‘Patria, pueblo, Podemos’.

Para ilustrar la dificultad que encontramos en algunas ocasiones para discernir el discurso nacionalista del populista, valga esta cita de Adrian Hastings, en la que el historiador proporcionaba una definición de los procesos nacionalistas: “Son episodios en los que la salvación nacional está o parece estar en juego. Casi siempre hay un traidor en la historia, y esto agudiza el sentimiento de ‘nosotros’ y ‘ellos’, el deber absoluto de lealtad a la camaradería horizontal del ‘nosotros’ y el abismo moral que nos separa de los otros”. Esta descripción puede aplicarse tanto al discurso de los independentistas en Cataluña cuanto a la construcción del “nuevo pueblo” que demanda Íñigo Errejón. Donde unos hablan de “nación” otros hablan de “gente”, y donde los primeros culpan a España, los segundos responsabilizan a “la casta”.

The long way home


El fenómeno populista ha obtenido gran atención mediática desde que los líderes de derecha alternativa e izquierda antiestablishment comenzaran a cosechar éxitos electorales. 2017 se presenta como un año en el que los partidos populistas continuarán recogiendo buenos resultados, mientras sus adversarios políticos siguen sin encontrar la tecla para contener su ascenso. La alt-right ha demostrado poder competir en nichos de votantes que otrora se consideraban feudos socialistas, y la nueva izquierda antisistema ha hecho gala de una transversalidad que le permite liderar la competición electoral.

Muchos partidos tradicionales, especialmente los socialdemócratas, han perdido el rumbo. Como en aquella letra de Tom Waits, tropezaron en la oscuridad y ahora se encuentran perdidos y  solos. Llegados a este punto, la única salida posible pasa por tomar el título de la canción: The long way home, el camino largo para volver a casa. No hay atajos para derrotar al populismo, pero tampoco debemos ser dramáticos: la reacción gregarista pasará, como lo hizo otras veces, y el individuo continuará su andadura, llevado en volandas por el progreso científico.

Tratar de mimetizarse con el discurso populista no servirá de nada: el votante siempre prefiere el original a la copia. La única estrategia eficaz para doblegar al populismo pasa por atacar su fuente de votos: el descontento. El populismo necesita descontento para crecer, lo necesita para ganar y lo necesita para perpetuarse. Por eso, a sus rivales solamente les queda asumir que tienen que acometer reformas innovadoras que permitan satisfacer las demandas sociales, y eso implica tomar un camino que será largo y tortuoso.

La recuperación económica puede ayudar a mitigar el descontento, pero por sí misma no será capaz de frenar el populismo. En los últimos años las sociedades occidentales han experimentado un acusado crecimiento de las desigualdades, y este agravio dota de gran fuerza al populismo. Fukuyama afirmaba que la democracia liberal sería hegemónica porque igualaba a todos los hombres, saciando el afán de reconocimiento de los individuos. Así, es posible que la crisis que atraviesa la democracia liberal hoy tenga mucho que ver con la perversión de ese principio igualitarista.  

La democracia liberal tiene que desarrollar mecanismos de igualdad de oportunidades y políticas públicas que tengan un impacto real en la vida de los trabajadores. También tiene que fortalecer sus instituciones, de forma que se comporten como una herramienta eficaz de provisión social y de estabilidad democrática. Se trata de una cuestión vital, porque unas instituciones sólidas constituyen el mejor dique de contención contra el avance del populismo.

De hecho, los teóricos populistas saben que esta es la razón por la que el populismo encuentra más dificultades para triunfar en Occidente que en regiones como América Latina. En Europa, la mayoría de los ciudadanos percibe sus instituciones y sus partidos como legítimos, de tal forma que el descontento no se ha traducido en una crisis orgánica.

También parecen ofrecer mayor resistencia al populismo los regímenes parlamentarios que los presidencialistas. Los segundos se prestan mejor a la dialéctica amigo/enemigo que despliegan los partidos populistas y los primeros exigen un trabajo legislativo que a las formaciones populistas, bregadas en la confrontación mediática, se les hace muy penoso. Con frecuencia, se trata de partidos jóvenes y con poca experiencia, muy dotados para la comunicación política, pero escasamente interesados y preparados para la técnica parlamentaria.

El populismo trata de suplir estas limitaciones con su desborde comunicativo, pero eso no evita que, a menudo, se vea sobrepasado por sus oponentes en las negociaciones, relegado de los acuerdos y superado en la presentación de iniciativas parlamentarias.

El populismo tampoco es imbatible una vez ha alcanzado el poder. Con frecuencia provoca la decepción de sus votantes al no poder satisfacer su promesa de redención nacional. En estados con instituciones democráticas y contramayoritarias sólidas, además, la capacidad de ejecución de un gobierno es limitada, máxime en el caso de países que son miembros de una Unión Europea que exige el cumplimiento de obligaciones políticas y económicas. Un buen ejemplo de ello lo constituye el fracaso del primer experimento populista dentro de los márgenes de la integración política y monetaria europea: la coalición de izquierda radical Syriza, que gobierna Grecia liderada por Alexis Tsipras, cuenta con la desaprobación del 80% de los griegos y ha perdido cerca de un 50% de apoyos según las últimas encuestas.

Como en el caso de comunismo, la brecha que genera la ejecución práctica con respecto a las expectativas depositadas en la teoría actúa en desprestigio del populismo. En el caso de los regímenes comunistas, la coerción permitía perpetuar este fracaso durante décadas, pero el populismo es una estrategia genuinamente democrática. Necesita la democracia para construir su hegemonía por medio de la retórica, pero, al mismo tiempo, la obtención de esta hegemonía actúa en menoscabo de las instituciones democráticas. Esto es así porque la vocación de exclusión del populismo choca con la exigencia pluralista de la democracia. Además, el populismo socava el principio liberal de respeto a las minorías y su dialéctica de la confrontación degrada la estabilidad política y la paz social.

Todas estas contradicciones producen el desgaste de las opciones populistas, pero suelen hacerlo una vez ya han conquistado el poder. Mientras tanto, los partidarios de la democracia liberal deben encontrar respuestas innovadoras para combatir las desigualdades, mejorar la provisión de las políticas sociales, perseguir y dificultar la corrupción en las instituciones, implementar mecanismos de redistribución que permitan un vida digna a las rentas más bajas y a aquellos a los que el progreso tecnológico va a dejar en la cuneta del mercado laboral (complementos salariales, rentas básicas). En definitiva, deben entender que no queda más remedio que tomar el camino largo para llegar a casa.