jueves, 6 de septiembre de 2012

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (y IV)

En el caso de los países árabes, de momento solo tres estados, Túnez, Egipto y Libia, han celebrado elecciones, pero el triunfo de los partidos islamistas en detrimento de las opciones seculares y del liberalismo laico no parece poder interpretarse como un resultado demasiado esperanzador. Además, en Egipto la ajustada victoria de Morsi sobre Shafiq (candidato de la vieja guardia de Mubarak), de tan solo 3 puntos y medio, y la baja participación experimentada en los comicios (del 46.4% en la primera vuelta y del 51.8% en la segunda) reflejan una sociedad polarizada y convulsa. Por eso es tan importante la postura que adopten los Hermanos Musulmanes en el nuevo escenario democrático. Como escribía hace poco Javier Solana sobre la agrupación: “Deben reorganizarse primero internamente y encontrar fórmulas que les permitan distanciarse de las facciones internas más conservadoras y promover políticas inclusivas hacia todos los grupos sociales y minorías”. Cuesta creer que los Hermanos vayan satisfacer estas demandas, y no solo porque la organización naciera con la vocación de establecer un estado islámico en Egipto, sino porque la consecución de las mismas habría de ser negociada con la Junta Militar. Cunado asumió el poder el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) tras el derrocamiento de Mubarak, los militares se arrogaron todos los poderes legislativos, limitaron los poderes presidenciales, se adjudicaron la facultad de designar el Comité que redactará la nueva Constitución, tomaron el control sobre los presupuestos del país y anunciaron que se encargarán de la seguridad doméstica y exterior del país.


Esa actitud inclusiva hacia todas las minorías y grupos sociales que exigía Javier Solana a la Hermandad habrá de ser una de las claves que determinen el éxito o fracaso de la transición democrática. El pluralismo de las sociedades es uno de los elementos que señalan Acemoglu y Robinson como pieza fundamental para la consolidación de instituciones inclusivas, esto es, democráticas. Según los autores, el poder político debe de estar bien acotado y, al mismo tiempo, repartido de forma amplia entre varios grupos o coaliciones. El reto de las nuevas democracias será evitar caer en una nueva forma de hegemonía política, bien encarnada por un uno solo individuo (como Mubarak), bien por un partido o bien por una élite (política, económica, militar o religiosa).
 
 
Si el pluralismo es para Acemoglu y Robinson una de las bases de las instituciones inclusivas, no lo ha de ser menos la existencia de un grado necesario de centralización. Los gobiernos resultantes de los nuevos procesos electorales que tengan lugar en el mundo árabe habrán de ser capaces de dirigir un estado suficientemente fuerte para hacer frente a las demandas que se le impongan y garantizar la gobernabilidad. En un clima tan convulso como el de la Primavera árabe, el riesgo de que las revueltas desemboquen en golpes militares, sangrientas represiones o guerras civiles es muy elevado, como podemos ver actualmente en Siria. De hecho, a lo largo de la Historia las revoluciones han conducido con mucha más frecuencia a estos resultados que al advenimiento de la democracia. Por eso, para evitar la inestabilidad, los nuevos gobernantes electos, además de promover el pluralismo, deberán asegurar el cumplimiento de la ley y el orden, garantizar el abastecimiento de los servicios públicos y regular la actividad económica, evitando cualquier vacío de poder que pueda ser aprovechado por algún grupo para atacar al sistema.


El sometimiento de las Fuerzas Armadas al nuevo régimen democrático será una tarea ardua pero crucial. Los militares, acostumbrados a ocupar grandes parcelas de poder y disponer de privilegios durante los antiguos gobiernos dictatoriales, no se plegarán fácilmente a las nuevas exigencias políticas y a un juego democrático en el que ellos parecen ser los perdedores. Así, su lealtad requerirá grandes inversiones de tiempo y esfuerzos, y es probable que el “ruido de sables” amenace a las jóvenes democracias (si consiguen enraizar) durante varias legislaturas. La habilidad de los Gobiernos para atraer e integrar a los militares en el nuevo sistema será clave, especialmente porque el Ejército habrá de ser un instrumento fundamental del Estado para imponer esa centralización de la que hablábamos. La consecución de una territorialidad completa, es decir, de un escenario en el que no intervengan actores no estatales que amenacen la estabilidad (grupos terroristas, mafias, guerrilla), dependerá en gran medida de la actuación de las Fuerzas Armadas. Finalmente, la centralización pasará por la capacidad de los nuevos ejecutivos para imponer una institucionalización completa, o sea, por lograr que todos los ciudadanos reconozcan, acepten y practiquen un mínimo de reglas de juego comunes.


Como bien sabemos, alcanzar estas metas no será una labor sencilla, pero la estabilidad democrática y la gobernabilidad de los estados han de pasar por ellas.


Por último, no podemos dejar de referirnos al contexto internacional cuando hablamos de la Primavera árabe. Ya hemos señalado la crisis económica global como una de las causas de las revueltas, pero no debemos olvidar la relevancia de las facetas política y geoestratégica. No es una cuestión menor que el estallido de esta ola revolucionaria se haya producido con Barack Obama al frente del Gobierno de los Estados Unidos. El presidente americano ha tomado una postura militar y un talante concialiadores con respecto al mundo árabe. Cuesta imaginar que este proceso pudiera haber tenido lugar con George Bush en la Casa Blanca, especialmente si tenemos en cuenta el discurso dicotómico, “ellos y nosotros”, que estableció después del 11 de septiembre. Este relevo en la presidencia unido al declive de Al Qaeda ha facilitado que Estados Unidos ya no sea percibido como el enemigo número uno del mundo árabe y que la democracia deje de ser un producto occidental que provoca rechazo para convertirse en un bien deseable.


Pero la llegada de Obama a Washington también ha traído un giro de toda la estrategia occidental para los países islámicos. Estados Unidos y su socio principal en Oriente Medio, Arabia Saudí, están respaldando las revueltas con distintos objetivos: los americanos promueven la democracia en la región y los saudíes se aseguran de capitalizarla desde el punto de vista político-religioso. Al mismo tiempo, con esta estrategia ambos combaten el avance de la influencia iraní. Como señalaba Sami Naïr:


El nuevo paradigma parece ser el de una búsqueda de la estabilidad regional interna en los países árabes basándose en los islamistas conservadores, que se han convertido en los nuevos aliados. Las fuerzas democráticas laicas árabes parecen demasiado débiles, no constituyen una elección seria de momento… Se abre de hecho un periodo de experimentación del islam político tanto en Túnez, Libia, como en Egipto y probablemente mañana en Siria, bajo dominio saudí y beneficiándose del apoyo directo de Estados Unidos y Europa”.


Como vemos, el contexto internacional, así como el papel que jueguen los aliados occidentales también habrán de tener impacto en el modo en que se desarrolle la Primavera árabe.
 
Y hasta aquí este análisis pesimista de la Primavera árabe. Tal vez otro día os dé el tostón con las causas o con las conclusiones que se pueden extraer. Gracias por leer.



 
 

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (III)

En una región en la que, como vemos, la fe tiene tanto peso, la actitud que adopten los partidos islamistas ante el cambio de régimen ha de ser crucial, especialmente si tenemos en cuenta que ellos son los que con mayor probabilidad tenderán a ocupar las nuevas jefaturas de los Gobiernos. Si miramos hacia Túnez, país en el que dieron comienzo las protestas con la “Revolución jazmín” y también el primero en celebrar elecciones democráticas tras la caída de Ben Alí, observamos cómo los islamistas fueron los grandes triunfadores de los comicios, en detrimento de unos partidos seculares decepcionados ante los pobres resultados obtenidos después de haber liderado las manifestaciones. Hay que señalar que Túnez es, seguramente, entre todos los países afectados por las revueltas de la Primavera árabe, aquel que goza de mayor tradición secular y cuenta con una clase media más amplia y mejor educada. Si eso no ha sido suficiente para evitar que el nuevo Gobierno cayera en poder de los islamistas, es de esperar que los próximos ejecutivos que resulten de las urnas en el resto de países que sigan su estela democrática acaben en manos de partidos islamistas, como, de hecho, ya ha sucedido en Egipto y Libia


La existencia de estos movimientos religiosos tan poderosos en países como los citados Egipto o Libia, unida a la carencia de una clase media predominante y bien educada suponen un obstáculo para el florecimiento de la democracia. Barrington Moore sostenía que “una clase urbana, vigorosa e independiente, ha sido un elemento indispensable en el crecimiento de la democracia parlamentaria”, llegando a la conclusión de que “sin burguesía no hay democracia”. Este es uno de los problemas a los que se enfrenta el mundo árabe para implantar regímenes democráticos. Como hemos señalado anteriormente, el estado de subdesarrollo económico y técnico que afecta a estas sociedades hace muy difícil el crecimiento de una clase media fuerte, y tiene como consecuencia que la mayor parte de la población de estos países viva en ambientes rurales en los que desempeña labores eminentemente agrarias. Si volvemos una vez más a la España de las postrimerías del franquismo, encontramos un país que en solo unas décadas había pasado de ser rural a experimentar una revolución industrial. El crecimiento económico inició un proceso de urbanización del país que supuso una concentración de la población en los núcleos urbanos, reduciéndose la población agrícola mientras que el sector industrial y el de los servicios adquirían mayor peso. Este suceso fue determinado por la masiva emigración de jornaleros del campo a la ciudad o al extranjero. Así, en los años 60 surgiría una nueva clase obrera urbana, empleada en la industria y los servicios, que comenzó a nutrirse de especialistas y obreros cualificados, y que en 1970 llegaría a representar la tercera parte de la población activa.


Este proceso de industrialización, urbanización, tecnificación de los trabajadores y crecimiento de la clase media descrito para España se dio también, con distintos grados de intensidad y recorrido, en todos los países que protagonizaron la ola democratizadora de los años 70 y 80. Sin embargo, en el caso árabe nos encontramos aún en un estadio de transformación incipiente que puede entorpecer notablemente el arraigo democrático.


Pero este viaje de una sociedad agraria a una industrializada también es importante por otro motivo que atañe directamente al éxito de las democracias: hablamos de la cultura política. En la España de los años 60, la creación de nuevas formas de negociación salarial alentó la participación de la nueva clase obrera en las estructuras sindicales oficiales y fomentó la creación de nuevos sindicatos al margen de las mismas. A diferencia de la clase obrera de los años 30, ésta pronto desarrolló una cultura política democrática y de negociación que concedía legitimidad a la empresa y a la figura del empresario capitalista. Con frecuencia, recurrían a la huelga como método de presión, pero tenían una concepción del sindicato como un instrumento para obtener mejores condiciones laborales y no para alcanzar la revolución social. Así, la nueva clase obrera pasó a ser el soporte de de una posible futura democracia. Además, los cambios socioeconómicos de los que hablábamos fueron determinantes para la modificación de los valores de los españoles a lo largo de las décadas de los 60 y 70. Como bien ha señalado Ramón Cotarelo, la transición fue posible en España porque, aún viviendo Franco, la sociedad, “lejos de poseer una cultura política autoritaria, como hubiese sido de esperar, la tenía democrática”.


Vemos que el florecimiento de una cultura política democrática está muy ligado al fortalecimiento de la clase media urbana y a esos cauces de participación laboral que constituyen los sindicatos, muy infradesarrollados en los países árabes, cuando no directamente prohibidos. Por otro lado, la formación de una cultura política democrática tiene mucho que ver con la existencia de experiencias democráticas previas, si bien frustradas. Así, la democracia tiene más probabilidades de éxito en aquellos países que han ensayado con anterioridad proyectos democráticos, aunque estos hayan desembocado en un fracaso, que en aquellos otros que se enfrentan por primera vez al reto de implementar un régimen de estas características. En el caso español, concretamente, el recuerdo de ese intento democrático frustrado que había supuesto la II República aún flotaba en el recuerdo de la sociedad y el aprendizaje de los errores cometidos sirvió de lección a la hora de enfrentar la nueva transición a la muerte de Franco. El resultado fue una transición democrática ejemplar, hecha “de la ley a la ley”, por usar las palabras de Fernández Miranda, que renunciaba a la ruptura en beneficio del pacto. Además, a pesar de los 40 años de dictadura, España era un país con una honda tradición de partidos políticos, que entroncaba con la Restauración del siglo XIX. De igual modo, la mayor parte de los estados que transicionaron a la democracia en las décadas de los 70 y 80 había conocido sistemas parlamentarios pluripartidistas a lo largo de los siglos XIX y XX. Es el caso de los países mediterráneos, pero también el de naciones latinoamericanas como Chile o centroeuropeas como Hungría. Los países árabes no cuentan con este bagaje parlamentario a sus espaldas y carecen de la cultura política de partidos que constituye la base del sistema democrático.


Este es sin duda otro gran hándicap con el que cuentan los estados de la Primavera árabe para traer la democracia. Túnez, Egipto y Libia estrenan ahora un jovencísimo parlamento que busca por vez primera dotar al régimen de la legitimidad que infiere la representatividad. La estabilidad política dependerá de muchos factores, entre los que destaca la actitud de los militares, pero un buen termómetro para medirla nos lo proporcionará la propia constitución de las cámaras. Si los partidos que obtengan mayor número de escaños en los comicios son aquellos que pueden ubicarse en torno al centro del espectro ideológico, la estabilidad política se verá favorecida. Este comportamiento es propio de las democracias consolidadas, en las que los grandes partidos nacionales tienden a competir por el centro, unos desde posiciones de izquierda y otros de derecha moderadas. La disputa suele producir modelos bipartidistas o de un pluralismo relajado, donde la alternancia se produce sin grandes sobresaltos (pues no es tanta la brecha que media entre una opción y su alternativa de gobierno).

          Si, por el contrario, se producen movimientos electorales pendulares, esto es, si los partidos mayoritarios se reparten hacia los extremos del abanico ideológico, podemos esperar un clima político marcado por el conflicto y la inestabilidad. Este comportamiento suele operarse en países donde la democracia no está plenamente consolidada y se considera un indicador negativo de calidad democrática. En estos lugares, la conflictividad social es elevada y las amenazas de golpe militar son frecuentes. Este es, por ejemplo, el retrato de la España republicana de los años 30, cuyo trágico final bien conocemos.


Primavera árabe: un análisis (pesimista) (II)

Además de estos obstáculos sociales que encuentran los países árabes para su modernización, existen otros de carácter institucional. En estos estados, los recursos económicos se encuentran en poder de una pequeña élite que se beneficia y enriquece a costa de una mayoría social empobrecida. Cuentan con lo que Acemoglu y Robinson denominan “instituciones económicas extractivas, en oposición a las “instituciones económicas inclusivas, que son las que caracterizan las sociedades democráticas. Estas últimas garantizan los derechos de propiedad privada, seguridad jurídica, velan por el cumplimiento de la ley en los contratos, las transacciones y previenen el fraude y el robo. Además, los estados dotados de instituciones económicas inclusivas prestan otros servicios públicos, como redes de carreteras para el transporte de bienes y mercancías, infraestructuras para el desarrollo de la actividad económica, nuevas tecnologías o centros educativos de calidad. Huelga decir que todo esto no sucede en los países árabes que nos ocupan.


Si volvemos a la España inmediatamente posterior a la muerte de Franco, nos encontramos con un país que, si bien vivía bajo un régimen autoritario, había desarrollado unas instituciones económicas inclusivas desde finales de los años 50. Así, el libre mercado, junto con el respeto por la seguridad jurídica y la propiedad privada habían procurado un crecimiento económico sostenido de un efecto modernizador muy notable. Para que un régimen dictatorial decida llevar a cabo una apertura económica de estas características, el Gobierno ha de estar lo bastante seguro de que ello no supone una amenaza para su poder político, o bien suficientemente acorralado como para verse obligado a tomar la vía aperturista. En los países árabes, las élites locales no tienen ningún incentivo para implementar unas instituciones económicas inclusivas que les despojarían de sus privilegios y suculentos beneficios, lo cual dificulta enormemente la implantación de la democracia. Además, cuando la arbitrariedad es la norma, los incentivos de la propia población autóctona para ahorrar, invertir, impulsar avances tecnológicos o desarrollar técnicas que mejoren la productividad son muy escasas. ¿Para qué realizar un esfuerzo que no irá en su beneficio, sino que será apropiado por las élites gobernantes? Estos abusos que acabamos de describir están en la raíz de las protestas que han originado la Primavera árabe.


En efecto, como señalan Acemoglu y Robinson, cuando aquellos que ostentan el poder no cuentan con los incentivos suficientes para implementar instituciones políticas y económicas inclusivas, la única vía para alcanzarlas es forzar a las élites a crear instituciones más pluralistas. Actualmente asistimos al momento en que esto está teniendo lugar en el mundo árabe. Un gran sector de la sociedad se manifiesta de forma masiva para exigir instituciones inclusivas, desafiando, cuando no derribando, a los Gobiernos de los estados en cuestión. Sin embargo, las posibilidades de que de estas revoluciones se derive la llegada de la democracia al mundo árabe no están tan claras como algunos quieren creer. Las ansias de libertad, igualdad de oportunidades y elecciones libres que verbalizaban los manifestantes de la plaza Tahrir en El Cairo han ido diluyéndose poco a poco, y el peso del movimiento ha ido basculando hacia los grupos militares y religiosos (los Hermanos Musulmanes) más poderosos. Este giro en el protagonismo de las protestas cae dentro de lo que cabía esperar y obedece a una lógica que Robert Michels describió muy bien en su “Ley de hierro de la oligarquía”. Llegado el momento de organizarse, todo movimiento tenderá a ser capitalizado por una élite capaz de aglutinar mayor poder político, recursos económicos y tiempo disponible. ¿Qué grupos están en disposición de alzarse sobre el resto en esta competición? Las autoridades militares y religiosas; lo cual, como recuerda Huntington, no es casualidad:


(...) la oposición laica es mucho más vulnerable a la represión que la oposición religiosa. Esta puede operar dentro y detrás de una red de mezquitas, organizaciones benéficas, fundaciones y otras instituciones musulmanas que el Gobierno cree que no puede suprimir. Los demócratas liberales no tienen tal cobertura y, por tanto, son más fácilmente controlados o eliminados por el Gobierno”.


Pero no solo eso, el poder opositor de los grupos religiosos ha contado tradicionalmente con un doble respaldo social e institucional. Estas organizaciones gozan de una alta aprobación popular por cuanto prestan una asistencia sanitaria, educativa y económica en lugares deprimidos donde el Estado no es capaz de proveer tales servicios. Al mismo tiempo, ya desde la guerra fría, muchos gobiernos árabes apoyaron a los islamistas por mostrarse contrarios a los movimientos comunistas o nacionalistas que les eran hostiles. Si a ello le añadimos que las autoridades estatales tendieron a eliminar sistemáticamente toda oposición laica, no nos es difícil explicar que el poder religioso se posicionara rápidamente como la única alternativa viable de oposición.


Llegados a este punto, está por ver la actitud que adopten las organizaciones islamistas y especialmente los Hermanos Musulmanes en el escenario cambiante que representa la Primavera árabe. Durante la tercera ola de democratización que tuvo lugar en los años 70 y 80, la Iglesia Católica jugó un papel muy importante. Solo unos años antes, entre 1962 y 1965, se había celebrado el Concilio Vaticano II, que había supuesto la mayor renovación de la institución desde el Concilio de Trento (1545-63). Así, bajo el papado de Juan XXIII, la Iglesia se reconcilió con la modernidad, rechazó oficialmente el antisemitismo, desempeñó un rol destacado en el colapso y caída del Comunismo y alentó la corriente democratizadora que se produciría en la década de 1970.


Sin embargo, cuesta imaginar que las organizaciones islamistas vayan a actuar como facilitador de la llegada de la democracia en los países árabes, especialmente porque no existe una univocidad religiosa en el mundo musulmán, esto es, una versión islámica del Vaticano con una figura capital asimilable a la del Papa. Desde que Kemal Ataturk aboliera el Califato otomano en 1924, se viene librando una guerra soterrada entre los estados de la esfera árabe, que pugnan por erigirse como referencia política y religiosa del islam. Tras el estallido de la Revolución Islámica iraní en 1978, ha sido el país persa (de mayoría chií) el que ha protagonizado, junto con Arabia Saudí (suní), el mayor esfuerzo por alzarse con el liderazgo islámico, hasta el punto de que ambos países viven en una situación técnica de guerra fría desde hace décadas. La mala noticia es que ni el wahabismo saudí ni el jomeinismo iraní encarnan precisamente visiones moderadas del islam. La buena es que en los últimos años ha irrumpido en el tablero internacional una Turquía decidida a convertirse en la máxima potencia regional, cuya visión laica del Estado y concepción moderada del islam pueden ejercer una influencia positiva en la Primavera árabe.

Pero los obstáculos religiosos para la llegada de la democracia al mundo árabe no son únicamente los que se refieren al vacío institucional y espiritual descrito, sino que derivan de la propia raíz del islam. Hay razones para afirmar que Occidente y los países de mayoría religiosa cristiana cuentan con mayores posibilidades de desarrollar instituciones democráticas que los estados islámicos. El islam es, por su naturaleza, mucho más que una religión: es un “modo de vida”. Su visión teleológica de la Historia une lo trascendente con lo inmanente, convirtiendo religión y política en uno. Ello contrasta con la tradición judeo-cristinana que, si bien mantiene una lectura teleológica del mundo, defiende el discurso de los reinos separados: “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. Además, el islam es una religión de relativa tardía implantación, si tenemos en cuenta que atravesamos el año 2012 de la era cristiana, pero solo el 1433 del calendario musulmán. Aunque solo sea por esto, Occidente ha contado con cinco siglos de ventaja durante los cuáles discutir cuál es el lugar que ha de ocupar la religión en la esfera pública. Y no fue hasta nuestro año 1648, para el que le restan más de dos centurias al calendario musulmán, cuando la Paz de Westfalia estableció la separación efectiva de la Iglesia y el Estado. Mientras no se produzca una fractura definitiva entre política y religión, la llegada de la democracia a los países árabes será muy complicada. Pero también en la búsqueda de su Paz de Westfalia los musulmanes encontrarán más obstáculos que Occidente. Hemos de recordar que cuando el islam emerge como un Corpus Juris Canonici en la península Arábiga (632 d.C.) no existía en aquel lugar un Corpus Juris Civilis. Por contra, cuando el cristianismo es declarado religión oficial del Imperio (380 d.C.), la ley romana contaba con nueve siglos de implantación. Nueve siglos de convivencia de los europeos con una normativa civil, frente a un mundo musulmán para el que su primera, y durante mucho tiempo única ley, fue la ley islámica.

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (I)

NOTA: A lo largo de los cuatro próximos posts intentaré hacer un análisis de los condicionantes que afectan a la Primavera árabe, así como de las expectativas de éxito con las que cuenta el florecimiento de la democracia en los países árabes. Que os sea leve.
 
Muchos analistas afirman que la Primavera árabe puede considerarse ya como la cuarta ola de democratización de la Historia, tratando de compararla con la corriente democrática que se produjera en América Latina y el sur de Europa en los años 70 y 80. Sin embargo, establecer una analogía entre los dos procesos y anticipar el éxito de esta última ola resulta un tanto apresurado, y supone pasar por alto una serie de condicionantes que hacen muy diferentes ambos casos.


Una transición democrática tiene lugar cuando se han operado una serie de cambios económicos, sociales y culturales necesarios, que han de preparar al país no solo para el advenimiento, sino también (y esto es lo más importante) para la consolidación del nuevo régimen. Atendiendo a lo económico, parece necesario un cierto grado de desarrollo, así como la existencia de un libre mercado, como base para el arraigo de la democracia. Si miramos el caso español, que es por proximidad el que mejor conocemos, observamos cómo los cambios propiciados por la superación de una política autárquica y el crecimiento impulsado a partir del año 1959 por el “plan de estabilización” marcaron un punto de no retorno hacia la democracia. Este crecimiento, que se prolongaría hasta la crisis del petróleo de 1973-1974, transformó profundamente España, introduciendo un desarrollo técnico sin precedentes y operando un cambio social insalvable para el franquismo, esto es: modernizándola. Según la teoría de Lipset, esta modernización habrá de conducir irremisiblemente hacia la democratización; incluso hay quienes, como Thomas Friedman, columnista del New York Times, aseguran que, una vez que un país alcanza un número crítico de restaurantes McDonalds, solo es cuestión de tiempo que las instituciones democráticas triunfen. Esta visión parece haber sido desmentida (al menos en el medio plazo) por el ejemplo chino, así como por los casos de ciertos emiratos del Golfo, que experimentan un desarrollo económico importante manteniendo instituciones políticas no democráticas. Sin embargo, aunque no podamos establecer una causalidad entre modernización y democracia, es decir, aun si la modernización no es suficiente para traer la democracia a un Estado, sí podemos afirmar que se trata de una condición necesaria.


Cuando miramos los países árabes que hoy protagonizan esta primavera de revueltas, observamos un crecimiento económico precario, lastrado por un subdesarrollo técnico patente. En efecto, la modernización plantea numerosos problemas en estos estados, en tanto en cuanto ésta es asociada frecuentemente con occidentalización o, como se suele decir en los círculos islámicos, gharbzadegi (algo así como “occidentoxicación”). Ya Pipes afirmaba:


Para escapar de la anomia, los musulmanes tienen solamente una opción, pues la modernización exige la occidentalización (...) La ciencia y la tecnología modernas requieren la absorción de los procesos mentales que las acompañan; lo mismo pasa con las instituciones políticas. Puesto que el contenido no se ha de emular menos que la forma, para poder aprender de la civilización occidental se debe reconocer su predominio (…) Solo si los musulmanes aceptan explícitamente el modelo occidental estarán en situación de tecnificarse y de desarrollarse después”.


En oposición a la visión extrema de Pipes, han surgido teorías alternativas que defienden la posibilidad de una modernización que no traiga de la mano la occidentalización. Sus autores son reformistas que abogan por combinar el progreso técnico con la conservación de los valores fundamentales o paideuma de la cultura de los estados, siguiendo el modelo de China y Japón. No obstante, Huntington ya advierte cómo esta modernización puede tener consecuencias sociales e individuales que, lejos de favorecer la transición democrática en el mundo árabe, la entorpezcan. Según el autor, la modernización en el mundo árabe confiere a estos países un mayor poderío económico, militar y político (véase Irán), que anima a su población a tener confianza y a afirmarse culturalmente. Al mismo tiempo, la modernización modifica las relaciones sociales y los lazos tradicionales, produciendo alienación y crisis de identidad en el plano individual. Todo ello conduce a un Resurgimiento cultural y religioso que puede socavar el anhelo de implementar unas instituciones democráticas íntimamente ligadas a la cultura occidental.

En esto también es distinto el caso de los países árabes con respecto al de los estados que protagonizaron la tercera ola democratizadora de los años 70 y 80. En aquella ocasión, los países del sur de Europa no enfrentaron el conflicto de tener que elegir entre la preservación de su cultura o la occidentalización, pues ellos mismos se consideraban parte de Occidente. Y en los países de América Latina o los de Europa del Este, de occidentalidad discutible, la religión (al contrario de lo que sucede en los estados árabes) no suponía un obstáculo hacia la democracia por cuanto no ocupaba una posición determinante en la esfera pública y, sobre todo, porque su raíz cristiana era un elemento que, lejos de establecer una rivalidad con Occidente, desempeñaba un papel conciliador.