jueves, 6 de septiembre de 2012

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (III)

En una región en la que, como vemos, la fe tiene tanto peso, la actitud que adopten los partidos islamistas ante el cambio de régimen ha de ser crucial, especialmente si tenemos en cuenta que ellos son los que con mayor probabilidad tenderán a ocupar las nuevas jefaturas de los Gobiernos. Si miramos hacia Túnez, país en el que dieron comienzo las protestas con la “Revolución jazmín” y también el primero en celebrar elecciones democráticas tras la caída de Ben Alí, observamos cómo los islamistas fueron los grandes triunfadores de los comicios, en detrimento de unos partidos seculares decepcionados ante los pobres resultados obtenidos después de haber liderado las manifestaciones. Hay que señalar que Túnez es, seguramente, entre todos los países afectados por las revueltas de la Primavera árabe, aquel que goza de mayor tradición secular y cuenta con una clase media más amplia y mejor educada. Si eso no ha sido suficiente para evitar que el nuevo Gobierno cayera en poder de los islamistas, es de esperar que los próximos ejecutivos que resulten de las urnas en el resto de países que sigan su estela democrática acaben en manos de partidos islamistas, como, de hecho, ya ha sucedido en Egipto y Libia


La existencia de estos movimientos religiosos tan poderosos en países como los citados Egipto o Libia, unida a la carencia de una clase media predominante y bien educada suponen un obstáculo para el florecimiento de la democracia. Barrington Moore sostenía que “una clase urbana, vigorosa e independiente, ha sido un elemento indispensable en el crecimiento de la democracia parlamentaria”, llegando a la conclusión de que “sin burguesía no hay democracia”. Este es uno de los problemas a los que se enfrenta el mundo árabe para implantar regímenes democráticos. Como hemos señalado anteriormente, el estado de subdesarrollo económico y técnico que afecta a estas sociedades hace muy difícil el crecimiento de una clase media fuerte, y tiene como consecuencia que la mayor parte de la población de estos países viva en ambientes rurales en los que desempeña labores eminentemente agrarias. Si volvemos una vez más a la España de las postrimerías del franquismo, encontramos un país que en solo unas décadas había pasado de ser rural a experimentar una revolución industrial. El crecimiento económico inició un proceso de urbanización del país que supuso una concentración de la población en los núcleos urbanos, reduciéndose la población agrícola mientras que el sector industrial y el de los servicios adquirían mayor peso. Este suceso fue determinado por la masiva emigración de jornaleros del campo a la ciudad o al extranjero. Así, en los años 60 surgiría una nueva clase obrera urbana, empleada en la industria y los servicios, que comenzó a nutrirse de especialistas y obreros cualificados, y que en 1970 llegaría a representar la tercera parte de la población activa.


Este proceso de industrialización, urbanización, tecnificación de los trabajadores y crecimiento de la clase media descrito para España se dio también, con distintos grados de intensidad y recorrido, en todos los países que protagonizaron la ola democratizadora de los años 70 y 80. Sin embargo, en el caso árabe nos encontramos aún en un estadio de transformación incipiente que puede entorpecer notablemente el arraigo democrático.


Pero este viaje de una sociedad agraria a una industrializada también es importante por otro motivo que atañe directamente al éxito de las democracias: hablamos de la cultura política. En la España de los años 60, la creación de nuevas formas de negociación salarial alentó la participación de la nueva clase obrera en las estructuras sindicales oficiales y fomentó la creación de nuevos sindicatos al margen de las mismas. A diferencia de la clase obrera de los años 30, ésta pronto desarrolló una cultura política democrática y de negociación que concedía legitimidad a la empresa y a la figura del empresario capitalista. Con frecuencia, recurrían a la huelga como método de presión, pero tenían una concepción del sindicato como un instrumento para obtener mejores condiciones laborales y no para alcanzar la revolución social. Así, la nueva clase obrera pasó a ser el soporte de de una posible futura democracia. Además, los cambios socioeconómicos de los que hablábamos fueron determinantes para la modificación de los valores de los españoles a lo largo de las décadas de los 60 y 70. Como bien ha señalado Ramón Cotarelo, la transición fue posible en España porque, aún viviendo Franco, la sociedad, “lejos de poseer una cultura política autoritaria, como hubiese sido de esperar, la tenía democrática”.


Vemos que el florecimiento de una cultura política democrática está muy ligado al fortalecimiento de la clase media urbana y a esos cauces de participación laboral que constituyen los sindicatos, muy infradesarrollados en los países árabes, cuando no directamente prohibidos. Por otro lado, la formación de una cultura política democrática tiene mucho que ver con la existencia de experiencias democráticas previas, si bien frustradas. Así, la democracia tiene más probabilidades de éxito en aquellos países que han ensayado con anterioridad proyectos democráticos, aunque estos hayan desembocado en un fracaso, que en aquellos otros que se enfrentan por primera vez al reto de implementar un régimen de estas características. En el caso español, concretamente, el recuerdo de ese intento democrático frustrado que había supuesto la II República aún flotaba en el recuerdo de la sociedad y el aprendizaje de los errores cometidos sirvió de lección a la hora de enfrentar la nueva transición a la muerte de Franco. El resultado fue una transición democrática ejemplar, hecha “de la ley a la ley”, por usar las palabras de Fernández Miranda, que renunciaba a la ruptura en beneficio del pacto. Además, a pesar de los 40 años de dictadura, España era un país con una honda tradición de partidos políticos, que entroncaba con la Restauración del siglo XIX. De igual modo, la mayor parte de los estados que transicionaron a la democracia en las décadas de los 70 y 80 había conocido sistemas parlamentarios pluripartidistas a lo largo de los siglos XIX y XX. Es el caso de los países mediterráneos, pero también el de naciones latinoamericanas como Chile o centroeuropeas como Hungría. Los países árabes no cuentan con este bagaje parlamentario a sus espaldas y carecen de la cultura política de partidos que constituye la base del sistema democrático.


Este es sin duda otro gran hándicap con el que cuentan los estados de la Primavera árabe para traer la democracia. Túnez, Egipto y Libia estrenan ahora un jovencísimo parlamento que busca por vez primera dotar al régimen de la legitimidad que infiere la representatividad. La estabilidad política dependerá de muchos factores, entre los que destaca la actitud de los militares, pero un buen termómetro para medirla nos lo proporcionará la propia constitución de las cámaras. Si los partidos que obtengan mayor número de escaños en los comicios son aquellos que pueden ubicarse en torno al centro del espectro ideológico, la estabilidad política se verá favorecida. Este comportamiento es propio de las democracias consolidadas, en las que los grandes partidos nacionales tienden a competir por el centro, unos desde posiciones de izquierda y otros de derecha moderadas. La disputa suele producir modelos bipartidistas o de un pluralismo relajado, donde la alternancia se produce sin grandes sobresaltos (pues no es tanta la brecha que media entre una opción y su alternativa de gobierno).

          Si, por el contrario, se producen movimientos electorales pendulares, esto es, si los partidos mayoritarios se reparten hacia los extremos del abanico ideológico, podemos esperar un clima político marcado por el conflicto y la inestabilidad. Este comportamiento suele operarse en países donde la democracia no está plenamente consolidada y se considera un indicador negativo de calidad democrática. En estos lugares, la conflictividad social es elevada y las amenazas de golpe militar son frecuentes. Este es, por ejemplo, el retrato de la España republicana de los años 30, cuyo trágico final bien conocemos.


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