lunes, 30 de junio de 2014

Otros incentivos para otras élites políticas


(Nota: este post fue publicado originalmente, en una versión en catalán, en Cercle Gerrymandering http://www.cerclegerrymandering.cat/nous-incentius-noves-elits/)

La desafección política es una vieja conocida de los regímenes democráticos consolidados, y las alarmas sobre la creciente brecha entre representantes y representados son tan antiguas como la misma democracia. No obstante, esto no quiere decir que los españoles tengamos que estar conformes con nuestras élites políticas. Digámoslo abiertamente: en España tenemos un problema de selección de élites. El consenso en torno a este diagnóstico es amplio y, sin embargo, el fracaso a la hora de revertirlo es patente. En mi opinión, este fracaso se debe a un error en la interpretación de las causas que subyacen al fenómeno.


Hace algunos meses, Luis Garicano y Jesús Fernández-Villaverde protagonizaron cierta polémica al cuestionar el nivel formativo de nuestros políticos. La lógica detrás de su argumento venía a ser que, si seleccionáramos élites mejor formadas, tendríamos mejores gobernantes. Sin embargo, pronto comprobamos que no existe una relación causal entre políticos mejor instruidos y mayor calidad de gobierno. Los representantes de los países del sur de Europa cuentan con estudios universitarios en mayor medida que los de los países nórdicos, siendo la calidad institucional de estos últimos superior a la de los primeros. Esto podría dar lugar a varios debates más. Por ejemplo, qué entendemos por políticos bien formados y si esto tiene relación directa con haber cursado estudios superiores. O si debemos plantearnos que los índices de buen gobierno responden a un mejor diseño institucional, siendo la formación de los actores políticos secundaria.


En cualquier caso, si los partidos no seleccionan candidatos desde el punto de vista de la meritocracia que demandan Garicano y Villaverde, esto no quiere decir que estas instituciones funcionen al margen de la lógica. Igual que presumimos (con limitaciones) el carácter racional de los actores económicos, así debemos hacerlo con los actores políticos. Si los individuos responden a incentivos económicos, también lo hacen a incentivos políticos. Por eso creo que el fracaso a la hora de mejorar nuestra selección de élites se debe a achacar la disfuncionalidad actual a la ineptitud de los partidos, en lugar de comprender que existe una lógica (perversa si se quiere) que incentiva dicha selección y que es preciso cambiar. Es decir, el error es no aplicar el principio de racionalidad a la clase política.


Los partidos son maquinarias electorales y los políticos son empresarios que transaccionan poder por votos. Esto, que dicho así puede sonar vil y grosero, es la mejor garantía para mantener el vínculo entre el poder constituido (los representantes) y el poder constituyente (los ciudadanos). Los políticos escuchan a los votantes porque de ellos depende su estancia en el poder. Y resulta que las características que la ciudadanía demanda en un buen político están muy alejadas del ideal meritócrata.


Según el CIS, lo que los españoles valoran más en un candidato es la honradez y la integridad (61,1%), frente al 6,1% que prefiere políticos con formación educativa y conocimientos técnicos. No es un hecho aislado. Los datos del CIS reflejan una tendencia general que ya ha sido descrita por la ciencia política. En su obra Democracy, accountability and representation, Manin, Przeworski y Stokes abordan los mecanismos que operan tras los patrones de voto y, en uno de sus capítulos, James D. Fearon da cuenta de esto que señala la encuesta del CIS: que los ciudadanos entienden los procesos electorales como oportunidades para seleccionar good types, entendiendo buen tipo como aquel candidato con preferencias políticas similares a las suyas, honesto y con principios (honradez, integridad).


Por otro lado, sucede que la demanda de élites no es exógena, es decir, no es independiente de la oferta de políticos disponible. Si atendemos a los políticos que engrosan las formaciones nacionales, encontramos, tal como señala Politikon en La urna rota, una sobreabundancia de funcionarios de partido: individuos que se afiliaron en la adolescencia y han hecho carrera a la sombra de la burocracia interna, a la que deben no solo su lealtad política, sino también su sueldo. Para el resto de profesionales externos a la política, dar el salto a los partidos comporta un coste de oportunidad elevado. Renunciar a un puesto de trabajo para dedicarse a la política, con un mercado de trabajo tan poco flexible como el nuestro y con el desprestigio que pesa sobre la actividad pública, parece un plan ciertamente arriesgado. A no ser que seas funcionario. Así, no es de extrañar que tengamos unas partidos copados por funcionarios en excedencia y funcionarios de partido, con el consiguiente sesgo que ello genera en la selección de élites.


En resumen, a tenor de las preferencias del electorado, los partidos políticos no tienen incentivos para seleccionar élites mejor formadas. Tampoco hay evidencia de que promocionar políticos más instruidos correlacione con mayores niveles de calidad de gobierno. No existe un consenso en torno a lo que debemos considerar un candidato bien formado. Por último, tenemos una oferta de élites claramente sesgada. Así, y siempre asumiendo que es deseable otra selección de élites, la pregunta que debemos hacernos es qué tipo de élites queremos seleccionar y cómo introducimos en los partidos los incentivos necesarios para dar acceso y promocionar a estos candidatos.


No obstante, en mi opinión, este es un proceso que debe ir en paralelo con otro que señalaba más arriba: puesto que es probable que la calidad democrática tenga más que ver con el diseño institucional que con sus actores políticos, mejorar la selección de estos actores tendrá mucho que ver con emprender una renovación institucional profunda. La revisión de nuestro sistema electoral, la apertura de los partidos o la reforma de la administración pública pueden ayudarnos en esta tarea. La tarea de traer transparencia e independencia a nuestra democracia y destierrar de una vez por todas las tentaciones clientelares.

jueves, 6 de marzo de 2014

Zapatero vs Risto

Hace unos días Risto Mejide le hizo saber a José Luis Rodríguez Zapatero, durante una entrevista, que le parecía muy mal que un presidente del Gobierno no hablara inglés. El debate viene de lejos y no es la primera vez que la falta de destreza idiomática de nuestros políticos es motivo de críticas y bromas (no en vano el título de este blog es “Everyday bonsái”). Zapatero le devolvió el golpe a Mejide preguntándole si, en su opinión, alguien que no ha tenido la oportunidad de cursar ciertos estudios debe quedar excluido del acceso al Gobierno de su país. El presentador lo miró, suponemos, a través de sus gafas de sol y le dijo, casi perdonándole la vida: sí. Entonces, el expresidente, visiblemente molesto, le espetó que ese era un argumento profundamente reaccionario.


Este episodio me trajo a la memoria el artículo de Luis Garicano y Jesús Fernández-Villaverde que hace unos días causó cierto revuelo por poner en cuestión el currículum y la formación de un candidato del PP andaluz. Seguramente, Mejide, Garicano y Fernández-Villaverde están incurriendo en cierto elitismo al confrontar democracia y meritocracia. Sin embargo, como veremos, una democracia desprovista de exigencias meritocráticas, como defendía Zapatero, no está exenta de sesgos elitistas.


Cuenta Bernard Manin, en Los principios del gobierno representativo, que la irrupción de los partidos de masas hizo confiar en el fin del elitismo. La aparición de los partidos socialistas o socialdemócratas permitiría que la clase trabajadora estuviera representada por sus propios hombres, al encumbrar el nuevo modelo a los trabajadores corrientes. No obstante, Robert Michels demostraría la existencia de una brecha insalvable entre los dirigentes de los partidos y sus bases. Los nuevos burócratas de partido formaban parte de una pequeña élite que destacaba por sus habilidades organizativas y su activismo, siendo ya en origen distintos al resto de miembros de la clase trabajadora. Este sesgo elitista que denunció Michels suponía un duro revés al ideal democrático, que desde John Stuart Mill asumía que el Gobierno debía ser un reflejo de la sociedad, una muestra representativa de ella.


Los intentos por salvar las diferencias entre representantes y representados se han sucedido sin éxito, hasta el punto de que cabe preguntarse si merece la pena combatir el patrón elitista, en lugar de asumirlo y preocuparse por mejorar los mecanismos de selección de élites. En otro de los libros que Manin firma con Przeworski y Stokes, los autores se preguntan: “What if representatives become different from their incumbents by the mere fact of being representatives?”. Es decir, qué pasa si allá donde se produce una elección se está introduciendo, inevitablemente, un sesgo elitista. Si asumimos que esto es así, las exigencias meritocráticas cobran un sentido mayor y no parecen tan reaccionarias como pretende Zapatero. Sin embargo, puede que Mejide, Garicano y Fernández-Villaverde tengan una idea de los méritos que un político debe reunir que no se corresponde con las características que el éxito en la profesión demanda.


Volviendo a Los principios del gobierno representativo, Manin habla de una metamorfosis de la democracia de partidos que, en los últimas décadas, habría devenido en una democracia de “audiencia”. La generalización de los medios de masas como la radio y la televisión hace posible la comunicación directa entre el candidato y el elector, propiciando la personalización de la opción electoral. Así, si en la democracia de partidos teníamos una élite de burócratas con dotes de organización y activismo, en el nuevo sistema de audiencia se selecciona a “expertos en medios”. Y ser un experto en medios no implica necesariamente hablar varias lenguas ni contar con un doctorado. Alguien podría decir, para cuestionar la tesis de Manin, que Mariano Rajoy no se caracteriza por ser un personaje mediático ni por sus grandes dotes de comunicador. A este respecto, es preciso señalar que no comunicar también constituye una estrategia de comunicación que el actual presidente ha sabido rentabilizar como nadie.


Por otro lado, cabe atender al funcionamiento de la propia democracia para tratar de explicar si las elecciones actúan como un sistema eficaz para seleccionar a los mejor formados, como desean Garicano y Fernández-Villaverde. Suele apelarse a las elecciones como un método para la rendición de cuentas, esto es, como un instrumento sancionador de la actuación de los representantes. Sin embargo, como ha demostrado James D. Fearon, los electores no entienden los procesos electorales como una herramienta para la accountability, sino como una oportunidad para seleccionar “good types”. Prueba de que las elecciones no son estrategias sancionadoras es que tienen poca capacidad para inducir a los políticos a actuar de acuerdo con las preferencias de sus representados. No obstante, esto no significa que la selección de buenos tipos excluya la posibilidad de accountability. Según Fearon, seleccionar good types implica sancionar bad types, lo cual genera incentivos entre los representantes para aparecer ante los votantes como buenos. El problema es que esto puede generar las aludidas estrategias para maquillar currículos, haciendo que buenos y malos candidatos sean difíciles de distinguir. Además, incluso si asumiéramos que el electorado es capaz de distinguir y seleccionar good types, aún quedaría por saber qué es lo que el elector considera un buen representante. Según Fearon, el votante considera que good type es aquel candidato con preferencias políticas similares a las suyas, honesto, con principios y consistencia.

Esto significa que ni las características que sirven para promocionar y progresar dentro de un partido político, ni los atributos que permiten al líder bregar en las tareas del poder, ni las cualidades que valoran los electores a la hora de seleccionar o sancionar buenos y malos candidatos parecen encontrar correspondencia en el perfil de político intelectual que en ocasiones demandamos. Así, es posible que no compartamos los criterios de selección de élites que tienen lugar dentro de las organizaciones. También es probable que tengamos muchas razones para lamentarnos de dicha selección. Sin embargo, parece evidente que en todo este proceso no dejan de operar mecanismos estrictamente racionales.

jueves, 20 de febrero de 2014

En la muerte de David Taguas

La primera vez que hablé con David Taguas fue hace solo unos meses. Yo volvía de viaje, conduciendo, seguramente escuchando un disco de Van Morrison o puede que un partido de fútbol. Sonó el teléfono y el manoslibres del coche me devolvió la voz inconfundible del que había sido jefe de la Oficina Económica de Zapatero. Habló durante casi una hora, porque a Taguas le gustaba alargar las llamadas; una hora que fue una lección de historia de la socialdemocracia sueca. Recuerdo lamentarme, ya entrando en Madrid por la A1, de tener que sortear el tráfico en lugar de detenerme para poder tomar notas.

 
Taguas hablaba mucho, con esa voz grave y áspera que podía inducir a equívocos: “No es que esté enfadado -bromeaba hace solo unas horas en la Cadena Ser- es que mi voz suena así por la mañana. Yo mismo me asusto a veces”. Y no se enfadaba, pero tenía la vehemencia de los apasionados, y suele ocurrir que las pasiones le gravan a uno la salud, como un impuesto macabro. Después de aquella cita en la Autovía del Norte, David y yo hablamos muchas veces. Yo jugaba a arreglar el socialismo y él me tomaba en serio. Yo le decía: vamos a transformar el partido, y él me ofrecía consejo.

 
Hace unos días presentó su libro en Madrid, aún con las páginas calientes y la tinta fresca, después de muchos meses de trabajo. Allí estaba, en primera fila, Zapatero, porque a los leales nunca se les deja. Entonces pregunté a David, sala abarrotada, micrófono en mano, por el revisionismo del actual PSOE respecto del último Gobierno. El público se removió incómodo en la silla, pero Taguas no se amilanó; no se amilana aquel a quien la pasión lo lleva en hombros. Se fue creciendo, como el Stairway to Heaven de Led Zeppelin, para clausurar el acto con un elogio de las políticas de mayo de 2010 y un rechazo del actual rumbo socialista.

 
Cuando todo hubo terminado, cuando no le quedaba ya un libro por dedicar, ni una cámara más ante la que posar, cuando se hubieron marchado todos los periodistas y cejaron las llamadas de la radio; ya en casa, David me llamó. Aún le quedaban ganas de hablar un rato. Lo vi exultante. Programamos cafés y reuniones y nos fuimos a dormir: un besazo, guapísima, porque David era encantador, aunque su voz quisiera desmentirle. Recuerdo también a su hijo, un chaval que tendrá mi edad o un poco más: te pareces a tu padre, yo tengo mejor carácter, ríe él. Se ha puesto americana y chaleco para la presentación del libro de David, y lo persigue entre la gente para sacarse una foto, orgulloso, como solo los hijos lo estamos de nuestros padres.
 

Junto a la columna de menciones de mi TweetDeck, sigo viendo los mensajes privados que intercambié con David, ayer mismo, por la tarde. Veo su avatar, su mirada recia, su cuenta, que sigue abierta y asegura que me sigue. Pienso que el mundo virtual es absurdo y vuelvo a mis asuntos. Encuentro mi libreta tal como la dejé anoche, antes de acostarme. Los últimos apuntes hablan de gasto público, ahorro, déficit, proyectos de inversión. En el encabezado, con letras mayúsculas, puede leerse: TAGUAS. Cómo continuar jugando a arreglar el socialismo si David no está para escuchar lo que digo. Así que cierro también el mundo de papel, que no tiene mayor sentido. Salgo a la calle. Nada, no hay atisbo de razón: es una ironía muy desagradable que los jacintos hayan florecido justo hoy.

martes, 18 de febrero de 2014

La disciplina de partido: una perspectiva histórica

En las últimas semanas ha vuelto a brotar con fuerza el debate en torno a la disciplina de partido. Sucede, como con casi todo, que sus detractores y defensores varían en número en función de la materia que ocupa el lugar de discusión en cada momento, de tal suerte que la disciplina de voto aparece como deseable o deleznable según convenga o no a los intereses de unos y otros. Los partidarios de una ley de plazos para el aborto, por ejemplo, estiman que la votación de una reforma de la norma debe respetar la libertad de conciencia de los diputados. En otras ocasiones, sin embargo, hemos visto apelar al principio de disciplina para tratar de deslegitimar un resultado indeseado: tal es que el caso del famoso ‘tamayazo’, que dio la victoria electoral al PP de Esperanza Aguirre en Madrid hace algunos años.


Que las partes modulen sus opiniones y actuaciones para favorecer sus intereses no es algo que debiera sorprendernos. Al contrario, se trata de un comportamiento racional. El problema es que, algunas veces, la agregación de preferencias aparentemente racionales puede conducir a un callejón de intransitividad. Así, con frecuencia encontramos que los mismos que recuerdan la inconstitucionalidad del mandato imperativo para exigir autonomía parlamentaria, solicitan después su implantación para establecer una vinculación entre los programas electorales y la iniciativa de Gobierno (léase Pablo Iglesias o Alberto Garzón).


Sea como fuere y aunque nuestra Constitución prohíba el mandato imperativo, el hecho de que los partidos establezcan reglamentos para la disciplina de voto no responde tanto a una arbitrariedad de carácter autoritario cuanto a una necesidad histórica. La ampliación del sufragio a partir de la segunda mitad del siglo XIX provocó una honda transformación en la naturaleza de la democracia, que pasó de estar dominada por una élite de notables a constituirse como un gobierno de partidos. La extensión del electorado y el surgimiento de los partidos de masas hacían imposible la relación personal/clientelar entre fideicomisarios (como los llamó Burke) y ciudadanos que había dominado el viejo parlamentarismo. Desmantelados los antiguos lazos de la representación se urdieron unos nuevos, que sustituyeron la confianza personal en los notables por la fe en el partido. El voto pasó a reflejar una identidad de clase y el diputado se convirtió en un delegado que ya no era libre para votar de acuerdo con su conciencia.


Durante la Segunda República, España también ensayó su democracia de masas, aunque, por distintos motivos, el experimento sería un fracaso. La constitución republicana no recogía ninguna referencia a la disciplina de los parlamentarios, y se dejó que fueran los propios partidos quienes regularan internamente esta cuestión. Las minorías que no contaban con un partido consolidado no quisieron o no pudieron imponer disciplina a sus diputados. Es el caso de los Radical-Socialistas (cuya rebeldía devino en autodestrucción), del Partido Radical (los de Lerroux renunciaron a todo constreñimiento en aras de la libertad y el purismo ideológico, lo cual pagarían caro) o de Acción Republicana (Azaña nunca tuvo verdadero interés por constituir otra cosa que un partido de notables). En los dos últimos casos, la cohesión del partido se construyó en clave personalista, en torno al respeto que infundía la figura del líder, lo cual dio origen a numerosas fisuras. Sin embargo, los partidos con un aparato más fuerte y con mayor capacidad electoral, como el PSOE y la CEDA entendieron la importancia de garantizar el control de sus parlamentarios. Los socialistas crearon una Comisión Directiva para regular la actividad interna del grupo, mientras que los cedistas se dotaron de un reglamento de régimen interno exhaustivo.


A pesar de los intentos hasta cierto punto exitosos del PSOE y la CEDA por mantener la disciplina interna, lo cierto es que, en líneas generales, el parlamento de la Segunda República fue un hervidero de inestabilidad y tensión. El riesgo que entrañaba la nueva democracia de masas es que se presentaba como un sistema de bandos, con victorias o derrotas totales que podían desatar enfrentamientos si no se respetaba el “principio de compromiso” del que hablara Kelsen. En España, que a diferencia de otras naciones occidentales no había hecho la transición al gobierno de partidos desde el viejo parlamentarismo liberal y que, por tanto, no tenía una cultura política democrática, el faccionalismo desembocó en la temida guerra civil. Fueron muchos los motivos que condujeron al fracaso institucional, empezando por la redacción de una constitución que excluía y deslegitimaba el triunfo de las opciones no republicanas de izquierdas. No es el cometido de este artículo referir todos errores que acabaron con la democracia republicana. Sin embargo, sí me gustaría destacar que la precariedad de la disciplina parlamentaria lastró y desestabilizó enormemente el funcionamiento de las Cortes, y entorpeció la construcción y consolidación del sistema de partidos políticos en el que ha de fundamentarse el juego democrático.


Después de un siglo XIX prolijo en asonadas y pronunciamientos militares, la democracia republicana de los años 30 tampoco lograría procurar estabilidad a España. El precio que habríamos de pagar por estas culpas fue demasiado alto, tanto, que tras 40 años de dictadura, los españoles no estaban dispuestos a malograr la nueva oportunidad liberal que la política les brindaba. Tampoco es pretensión de este artículo enumerar los aciertos de aquella transición, que fue exitosa más allá de cualquier anhelo revisionista. No obstante, uno de los elementos que hicieron posible la perseguida estabilidad parlamentaria fue la ordenación disciplinada de los grupos parlamentarios. Prueba de lo exitoso de nuestra consolidación democrática es que las generaciones que han pasado la mayor parte de su vida en democracia tienden a apreciar la estabilidad institucional de que disfrutamos desde hace poco más de 30 años como algo natural y dado. De ahí las tentaciones de considerar prescindible la disciplina de partido.


Sin embargo, sucede que esta herramienta no solo se ha revelado muy útil para estabilizar el parlamento, sino que constituye el principal medio para la rendición de cuentas ante los electores. El votante premia o castiga en las urnas la actuación de un partido político, al que identifica fácilmente como una unidad. No existen mecanismos de control individual que permitan a la ciudadanía fiscalizar e influir sobre el comportamiento de cada diputado. La disciplina interna no solo alienta la cultura del pacto (de la que tanto ha necesitado históricamente España); además, como ya explicó Bernard Manin, este consenso no conlleva el sacrificio del debate político: “En los intercambios en el seno del partido que preceden a los debates parlamentarios, los participantes debaten auténticamente”. A pesar de que esto mismo ha sido explicado ya por la ciencia política en multitud de ocasiones, son muchos los que insisten en la necesidad de profundizar en la autonomía parlamentaria, en la exigencia de, valga la redundancia, “democratizar la democracia”.


En cierta medida, pudiera parecer que dotar a los parlamentarios de libertad de voto los acercaría a la ciudadanía. Un diputado menos dependiente de su partido y más accesible al votante puede entenderse como una conquista democrática. No obstante, Robert Michels no tardaría en venir a aguarnos la fiesta. Pronto descubriríamos que el ciudadano medio no tiene ni tiempo ni ganas de influir sobre sus parlamentarios y esta oportunidad sería acaparada por una pequeña oligarquía con los recursos para hacerlo. Esto es lo que sucedió en Estados Unidos con la aprobación de las llamadas leyes Sunshine, que hacían públicos la discusión de todas las actividades y el sentido del voto de los congresistas. La cámara, como explica Fareed Zakaria en uno de sus trabajos, se hizo más permeable, sí, pero a los lobbies. Y, como es sabido, en España la actividad de los grupos de interés ni siquiera está regulada a día de hoy.


Así, vemos cómo el destierro de la disciplina parlamentaria traería algunas consecuencias indeseadas y contraintuitivas. Además, su desaparición pondría fin al mecanismo más importante para la rendición de cuentas y la capacidad de influir de los ciudadanos sobre los partidos políticos. Por último, no conviene abandonar la perspectiva histórica y caer en la tentación de creer que la estabilidad parlamentaria actual es consustancial a nuestra democracia, que es irreversible. El éxito de la transición fue el de conducir el nuevo régimen con un ojo puesto en el retrovisor. No cometamos el error de perderlo de vista ahora.


jueves, 6 de febrero de 2014

Nacionalismo e Historia


 Últimamente los españoles vivimos inmersos en una suerte de realidad desquiciada por la tensión territorial. Quizá, lo más estupefaciente de las turbulentas relaciones entre España y Cataluña sea el discurso político que las acompaña. Hace unos meses, Artur Mas trataba de justificar su posición ante la comunidad internacional con una carta en el New York Times en la que se refería a una Cataluña mitológica y soberana hasta 1714 (por piedad obviaremos las alusiones a la Guerra Civil). Tiempo después, Mariano Rajoy le replicó que España era nada menos que la nación más antigua de Europa. Alguien podría pensar, no sin cierta razón, que la dada futilidad de los argumentos, el presidente del Gobierno y el de la Generalitat se limitan a jugar a ver quién la tiene más larga. Y ruego me disculpen la expresión.  

No obstante, estas alusiones aparentemente banales al carácter ancestral de la nación no constituyen un recurso exclusivo de los españoles. La conmemoración de las esencias comunales es una constante de este nacionalismo que parece impregnar la vida política desde Quebec hasta Xinjiang. Pero no siempre ha sido así. Aunque ahora nos parezca impensable, hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el nacionalismo como ideología de masas no existía. El despertar de las conciencias nacionales colectivas es un fenómeno eminentemente moderno que tiene lugar tras el estallido de la Revolución Industrial, allá por la segunda mitad del siglo XIX. De hecho, la primera discusión sobre este género tendrá lugar en 1861, entre Stuart Mill y Lord Acton, y prueba de lo inédito de la cuestión es que el debate se centra en las ideas de “nation and nationality”, pues nacionalismo es todavía un término en desuso.

En algunos casos, este despertar nacional es aún más reciente, como pone de manifiesto el testimonio de un diplomático británico de 1918: “Si uno fuera a preguntar al campesino corriente de Ucrania su nacionalidad, respondería que es greco-ortodoxo. Si se le preguntara presionando para que dijera si es gran-ruso, polaco o ucraniano, probablemente contestaría que es campesino. Si uno insistiera en conocer la lengua que hablaba, diría que hablaba “la lengua local”.

Mientras tanto, en las regiones más desarrolladas, las nuevas condiciones materiales proporcionadas por el progreso tecnológico transformaron las viejas sociedades europeas, insertándolas en la modernidad: la extensión de la educación, la alfabetización, las comunicaciones y el “capitalismo impreso” permitieron el paso de una cultura popular a otra nacional, unas veces impulsada desde las propias instituciones del Estado y otras contra el Estado mismo. Gobernantes y minorías culturales o étnicas se lanzaron a la tarea de distinguir y legitimar políticamente sus concepciones nacionales, apoyándose para ello en una interpretación más o menos interesada del pasado. De este modo, lo pretérito se convirtió en fuente de reconocimiento que inducía a la deformación y mitificación de la Historia. De hecho, resulta revelador que la creación de la asignatura de Historia sea tan reciente como la guerra franco-prusiana de 1870-71. El Estado francés decidió instaurarla en las escuelas para adoctrinar en el patriotismo, habida cuenta de la humillación nacional que había supuesto la proclamación del kaiser Guillermo I en Versalles, así como la pérdida de Alsacia y Lorena.

Sí, fue Francia, la Francia del nacionalismo cívico y el “plebiscito cotidiano” de Renan, que decía oponerse a la idea alemana de volksgeist. La misma Francia que, recuperadas Alsacia y Lorena tras la Gran Guerra, estableció en ellas hasta cuatro modalidades de documento de identidad, basados en una graduación de pureza racial. Si tenías un documento que decía que eras de origen alemán, podías olvidarte de encontrar un empleo. De esta manera, las nuevas condiciones materiales proporcionadas por la modernidad hicieron volver, paradójicamente, los ojos al pasado.

En el nuevo discurso nacional, los franceses pretendían, como señala Ortega, un Vercingentorix que soñara ya una Francia “desde Saint-Malo a Estraesburgo”; y los españoles evocaban a un Cid Campeador que proyectara en el siglo XI una España “desde Finisterre a Gibraltar”. El mecanismo mental que subyace a estos planteamientos es el de alguien que cree que Francia o España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. Ortega dirá: “¡Como si existiesen franceses y españoles antes de que Francia y España existiesen!”. Se impuso la idea de que “nihil ex nihilo”, que después sostendrá Anthony D. Smith. Y, puesto que solo la nada proviene de la nada, legitimar políticamente la nación pasaría por construirle un pasado a su medida, dibujarle un ombligo, que diría Gellner.

De este modo, toda nación que se preciara y cualquier comunidad que aspirara a la autodeterminación política comenzó a aducir un origen ancestral. No solo Francia o España. Eric Hobsbawm cuenta en su ensayo sobre la Identidad: “Recuerdo el título de un libro de Mohendjo Daro sobre la civilización urbana en el Valle del Indo. Se llamaba 5000 años de Pakistán, un país que hasta 1947 no existía y cuyo nombre mismo no se inventó antes de 1932 o 1933". En Rusia, los Romanov pretendieron conjurar la amenaza de la democracia reinventando el pasado y retomando la idea del “zar popular” en mística comunión con su pueblo ortodoxo. De poco les sirvió, pues el nacionalismo ya había prendido en el imperio. La intelligentsia urbana reinventó y mitificó la vida campesina hasta convertirla en la base de la identidad y el ethos de la nueva Rusia revolucionaria. El testimonio de un campesino polaco del siglo XIX, y que recoge Figes en La Revolución Rusa. La tragedia de un pueblo, ayuda a entender cómo el “capitalismo impreso” del que hablara Benedict Anderson contribuiría a la construcción de esta conciencia nacional: “Yo no sabía que era polaco hasta que empecé a leer libros y periódicos”.

Y así podríamos citar un sinfín de ejemplos. Más allá de los coqueteos románticos primordialistas, quedan pocas dudas de que la nación pueda ser otra cosa que un constructo, una invención. Uno de los momentos en los que mejor puede apreciarse este hecho es durante el nacimiento de la nación italiana, cuando un político de la época llegó a afirmar: “Fatta l’Italia, bisogna fare gli italiani”. Incluso quienes señalan la cultura y la etnia como elementos presentes en el origen nacional olvidan que, como bien apuntó Dominique Schnapper, la etnia no es menos artificial que la nación, y que -afinará Weber- “es sobre todo la actividad comunitaria política la que produce la idea de ‘comunidad de sangre’”.

Siendo la etnia, la lengua y otros símbolos culturales meros artificios políticos, el vínculo distintivo (el hecho diferencial, si se quiere) que ha de unir a los miembros de la nación tendrá que estar en otra parte. En mi opinión, es la misma Schnapper la que da en el clavo con su idea de “communauté des citoyens”. La autora, hija de Raymond Aron, propone una concepción nacional fundamentada en la soberanía democrática, en la que los integrantes de la nación lo son en igualitaria condición de ciudadanos.

Una desearía escuchar más a menudo a sus representantes un elogio semejante de la ciudadanía. Sin embargo, la política española continúa esforzándose en la falsificación del pasado y en el recurso a la simbología mitificadora. Quizá sea porque, como demostró Robert Park, apelar a las emociones siempre proporciona una entrega más apasionada e inquebrantable que aludir a la razón. Sea como fuere, la política española seguirá volviendo los ojos al pasado, en ese gesto tan manido que, históricamente, ha constituido el mal de muchos, pero solo el consuelo de los tontos.

domingo, 19 de enero de 2014

Gamonal: morir de éxito


Creo que no exagero si digo que muy pocos habían oído hablar de Gamonal hace una semana. Sin embargo, para quienes nos une algún vínculo familiar con Burgos, el barrio que abre estos días todos los telediarios no es un desconocido; como no lo son sus conflictos, que tienen más de flamante por la combustión de mobiliario urbano que por su novedad.

Pero, para explicar lo que sucede en Gamonal, quizá debamos ir de lo general a lo particular. Las protestas de estos días no se han fraguado en Madrid ni en Barcelona, sino en Burgos. Burgos es un ejemplo paradigmático de ciudad de provincias del norte peninsular: pequeña, conservadora y fría, esta Vetusta mesetaria no aparecerá nunca en las quinielas para liderar la revolución. Bajo los adoquines de la calle Vitoria no encontrarán la playa y es seguro que  la barba de don Rodrigo persistirá en su estasis pétrea sobre el rocoso Babieca, por mucho que haya quienes quieran saludar la segunda venida del Cid.

Entonces, ¿cómo es posible que hoy todos hablen de las revueltas de Gamonal, que alguno ya se ha apresurado a comparar con las del 15M, Estambul y hasta (ay) Tahrir? No conviene pecar de parsimoniosos a la hora de señalar las causas de un fenómeno que es más complejo de lo que la inmediatez de las redes sociales y los telediarios permite ver. Estos días se ha hablado mucho de movimientos NIMBY defendiendo su derecho a aparcar en la puerta de casa. Sin negar que exista un componente de estas características, apelar a ello como único hilo argumental es incurrir en un reduccionismo interesado.



 

En mi opinión, hay tres factores que explican lo que está ocurriendo en Burgos: la corrupción palmaria que vive la ciudad, la existencia de una minoría antisistema hiperparticipativa y con querencia por los disturbios, y la crisis económica. Los dos primeros puntos no constituyen ninguna novedad, pero con el concurso necesario del tercero se prepara un cóctel molotov.

La corrupción no es ajena a la ciudad del Arlanzón. Si hay alguien que campea por Burgos sin necesidad de Colada o Tizona ese es Antonio Miguel Méndez-Pozo. El empresario, que ya fue condenado a siete años por falsedad documental, ha hecho de la villa su cortijo, y en él hace y deshace, siempre arrimado al poder del PP, desde su atalaya mediática y su enchufada constructora.

Pero si Burgos es una ciudad socialmente conservadora, tiene un movimiento juvenil de extrema izquierda asociado a su equipo de fútbol (sí, aquel Burgos que Juanito llevara hasta la primera división todavía existe, y juega en segunda B). Resaca Castellana ha protagonizado innumerables protestas y disturbios en Gamonal antes, sin que esta barriada obrera haya logrado acaparar la atención de los medios.

Hasta ahora. Siendo el clientelismo y los revoltosos parte del paisaje habitual de Burgos, hacía falta un catalizador para esta reacción de protestas. Y el agente responsable ha sido la crisis económica o, más concretamente, el desempleo generalizado y los recortes. Los vecinos de Gamonal perecieron sobrellevar la corrupción mientras la situación económica no resultaba demasiado acuciante. Pero alcanzado cierto umbral de descontento, con las cifras de paro y las medidas de austeridad asfixiando a los ciudadanos, las tramas urbanísticas se tornaron inaceptables, el endeudamiento municipal se convirtió en una carga onerosa y las obras públicas pasaron a ser secundarias frente a la educación o la sanidad. Así, las minorías antisistema más participativas lograron, esta vez, aglutinar en torno a su discurso a un grupo de ciudadanos más amplio y, por consiguiente, con un poder de presión mayor.

El pulso al Ayuntamiento de la ciudad ha dado sus frutos: la resistencia de Gamonal se ha replicado en varios puntos de España, donde se han convocado revueltas solidarias, y las movilizaciones han alcanzado tal magnitud que el alcalde de Burgos, Javier Lacalle, se ha visto obligado a paralizar las obras de la discordia. Puede decirse que los vecinos han vencido.

Sin embargo, todo parece indicar que Gamonal morirá de éxito. Lacalle ha perdido esta batalla, pero su derrota no es más que el sacrificio necesario para ganar la guerra de las urnas. El alcalde tiende la mano a los ciudadanos y dice renunciar al proyecto que llevaba en su programa electoral para apostar por el diálogo social. Los vecinos nunca esperaron que su victoria pudiera ser tan fácil. La noticia les ha pillado tan a contrapié que se han quedado sin discurso. El retrato del enmudecido barrio triunfante da una idea de lo pobre que es el asociacionismo en España. Gamonal no es capaz de sentarse a negociar con su Ayuntamiento porque no tiene una estructura organizativa, ni unos objetivos definidos, ni un relato vertebrador. Las protestas de Burgos son el clásico ejemplo de iniciativa reactiva, no propositiva, que caracteriza los movimientos sociales en nuestro país.

El alcalde ha colocado la pelota en los tejados de Gamonal y toda España aguarda expectante: ¿Y ahora qué? Ahora, Gamonal dice que continuará las protestas, a falta de una alternativa mejor. Mientras tanto, Lacalle abre los telediarios, vendiéndose ante las cámaras como el político que escuchó al pueblo, apostó por el diálogo y devolvió a Burgos la paz social. Hasta la hierática estatua del Cid sabe que recuperará en las urnas lo que Gamonal le negó en la calle. No habrá destierro: Lacalle cabalga.