jueves, 6 de septiembre de 2012

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (II)

Además de estos obstáculos sociales que encuentran los países árabes para su modernización, existen otros de carácter institucional. En estos estados, los recursos económicos se encuentran en poder de una pequeña élite que se beneficia y enriquece a costa de una mayoría social empobrecida. Cuentan con lo que Acemoglu y Robinson denominan “instituciones económicas extractivas, en oposición a las “instituciones económicas inclusivas, que son las que caracterizan las sociedades democráticas. Estas últimas garantizan los derechos de propiedad privada, seguridad jurídica, velan por el cumplimiento de la ley en los contratos, las transacciones y previenen el fraude y el robo. Además, los estados dotados de instituciones económicas inclusivas prestan otros servicios públicos, como redes de carreteras para el transporte de bienes y mercancías, infraestructuras para el desarrollo de la actividad económica, nuevas tecnologías o centros educativos de calidad. Huelga decir que todo esto no sucede en los países árabes que nos ocupan.


Si volvemos a la España inmediatamente posterior a la muerte de Franco, nos encontramos con un país que, si bien vivía bajo un régimen autoritario, había desarrollado unas instituciones económicas inclusivas desde finales de los años 50. Así, el libre mercado, junto con el respeto por la seguridad jurídica y la propiedad privada habían procurado un crecimiento económico sostenido de un efecto modernizador muy notable. Para que un régimen dictatorial decida llevar a cabo una apertura económica de estas características, el Gobierno ha de estar lo bastante seguro de que ello no supone una amenaza para su poder político, o bien suficientemente acorralado como para verse obligado a tomar la vía aperturista. En los países árabes, las élites locales no tienen ningún incentivo para implementar unas instituciones económicas inclusivas que les despojarían de sus privilegios y suculentos beneficios, lo cual dificulta enormemente la implantación de la democracia. Además, cuando la arbitrariedad es la norma, los incentivos de la propia población autóctona para ahorrar, invertir, impulsar avances tecnológicos o desarrollar técnicas que mejoren la productividad son muy escasas. ¿Para qué realizar un esfuerzo que no irá en su beneficio, sino que será apropiado por las élites gobernantes? Estos abusos que acabamos de describir están en la raíz de las protestas que han originado la Primavera árabe.


En efecto, como señalan Acemoglu y Robinson, cuando aquellos que ostentan el poder no cuentan con los incentivos suficientes para implementar instituciones políticas y económicas inclusivas, la única vía para alcanzarlas es forzar a las élites a crear instituciones más pluralistas. Actualmente asistimos al momento en que esto está teniendo lugar en el mundo árabe. Un gran sector de la sociedad se manifiesta de forma masiva para exigir instituciones inclusivas, desafiando, cuando no derribando, a los Gobiernos de los estados en cuestión. Sin embargo, las posibilidades de que de estas revoluciones se derive la llegada de la democracia al mundo árabe no están tan claras como algunos quieren creer. Las ansias de libertad, igualdad de oportunidades y elecciones libres que verbalizaban los manifestantes de la plaza Tahrir en El Cairo han ido diluyéndose poco a poco, y el peso del movimiento ha ido basculando hacia los grupos militares y religiosos (los Hermanos Musulmanes) más poderosos. Este giro en el protagonismo de las protestas cae dentro de lo que cabía esperar y obedece a una lógica que Robert Michels describió muy bien en su “Ley de hierro de la oligarquía”. Llegado el momento de organizarse, todo movimiento tenderá a ser capitalizado por una élite capaz de aglutinar mayor poder político, recursos económicos y tiempo disponible. ¿Qué grupos están en disposición de alzarse sobre el resto en esta competición? Las autoridades militares y religiosas; lo cual, como recuerda Huntington, no es casualidad:


(...) la oposición laica es mucho más vulnerable a la represión que la oposición religiosa. Esta puede operar dentro y detrás de una red de mezquitas, organizaciones benéficas, fundaciones y otras instituciones musulmanas que el Gobierno cree que no puede suprimir. Los demócratas liberales no tienen tal cobertura y, por tanto, son más fácilmente controlados o eliminados por el Gobierno”.


Pero no solo eso, el poder opositor de los grupos religiosos ha contado tradicionalmente con un doble respaldo social e institucional. Estas organizaciones gozan de una alta aprobación popular por cuanto prestan una asistencia sanitaria, educativa y económica en lugares deprimidos donde el Estado no es capaz de proveer tales servicios. Al mismo tiempo, ya desde la guerra fría, muchos gobiernos árabes apoyaron a los islamistas por mostrarse contrarios a los movimientos comunistas o nacionalistas que les eran hostiles. Si a ello le añadimos que las autoridades estatales tendieron a eliminar sistemáticamente toda oposición laica, no nos es difícil explicar que el poder religioso se posicionara rápidamente como la única alternativa viable de oposición.


Llegados a este punto, está por ver la actitud que adopten las organizaciones islamistas y especialmente los Hermanos Musulmanes en el escenario cambiante que representa la Primavera árabe. Durante la tercera ola de democratización que tuvo lugar en los años 70 y 80, la Iglesia Católica jugó un papel muy importante. Solo unos años antes, entre 1962 y 1965, se había celebrado el Concilio Vaticano II, que había supuesto la mayor renovación de la institución desde el Concilio de Trento (1545-63). Así, bajo el papado de Juan XXIII, la Iglesia se reconcilió con la modernidad, rechazó oficialmente el antisemitismo, desempeñó un rol destacado en el colapso y caída del Comunismo y alentó la corriente democratizadora que se produciría en la década de 1970.


Sin embargo, cuesta imaginar que las organizaciones islamistas vayan a actuar como facilitador de la llegada de la democracia en los países árabes, especialmente porque no existe una univocidad religiosa en el mundo musulmán, esto es, una versión islámica del Vaticano con una figura capital asimilable a la del Papa. Desde que Kemal Ataturk aboliera el Califato otomano en 1924, se viene librando una guerra soterrada entre los estados de la esfera árabe, que pugnan por erigirse como referencia política y religiosa del islam. Tras el estallido de la Revolución Islámica iraní en 1978, ha sido el país persa (de mayoría chií) el que ha protagonizado, junto con Arabia Saudí (suní), el mayor esfuerzo por alzarse con el liderazgo islámico, hasta el punto de que ambos países viven en una situación técnica de guerra fría desde hace décadas. La mala noticia es que ni el wahabismo saudí ni el jomeinismo iraní encarnan precisamente visiones moderadas del islam. La buena es que en los últimos años ha irrumpido en el tablero internacional una Turquía decidida a convertirse en la máxima potencia regional, cuya visión laica del Estado y concepción moderada del islam pueden ejercer una influencia positiva en la Primavera árabe.

Pero los obstáculos religiosos para la llegada de la democracia al mundo árabe no son únicamente los que se refieren al vacío institucional y espiritual descrito, sino que derivan de la propia raíz del islam. Hay razones para afirmar que Occidente y los países de mayoría religiosa cristiana cuentan con mayores posibilidades de desarrollar instituciones democráticas que los estados islámicos. El islam es, por su naturaleza, mucho más que una religión: es un “modo de vida”. Su visión teleológica de la Historia une lo trascendente con lo inmanente, convirtiendo religión y política en uno. Ello contrasta con la tradición judeo-cristinana que, si bien mantiene una lectura teleológica del mundo, defiende el discurso de los reinos separados: “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. Además, el islam es una religión de relativa tardía implantación, si tenemos en cuenta que atravesamos el año 2012 de la era cristiana, pero solo el 1433 del calendario musulmán. Aunque solo sea por esto, Occidente ha contado con cinco siglos de ventaja durante los cuáles discutir cuál es el lugar que ha de ocupar la religión en la esfera pública. Y no fue hasta nuestro año 1648, para el que le restan más de dos centurias al calendario musulmán, cuando la Paz de Westfalia estableció la separación efectiva de la Iglesia y el Estado. Mientras no se produzca una fractura definitiva entre política y religión, la llegada de la democracia a los países árabes será muy complicada. Pero también en la búsqueda de su Paz de Westfalia los musulmanes encontrarán más obstáculos que Occidente. Hemos de recordar que cuando el islam emerge como un Corpus Juris Canonici en la península Arábiga (632 d.C.) no existía en aquel lugar un Corpus Juris Civilis. Por contra, cuando el cristianismo es declarado religión oficial del Imperio (380 d.C.), la ley romana contaba con nueve siglos de implantación. Nueve siglos de convivencia de los europeos con una normativa civil, frente a un mundo musulmán para el que su primera, y durante mucho tiempo única ley, fue la ley islámica.

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