miércoles, 21 de septiembre de 2011

Regreso a Brighton

Al fin llegué a Brighton. Por las calles veo crestas rosas, pitbulls atigrados, harringtons color burdeos (qué rayos será el color burdeos), marteens amarillas, esas pieles bruñidas de tinta que le hacen a una querer tatuarse hasta el alma. Llueve y sale el sol. This is England. Veo, también, una silla de ruedas motorizada, de esas que aquí tienen todos los abuelos y los gordos. Está sola, aparcada en la puerta de un Subway. Miro el interior a través de la cristalera. Dos personas comparten una mesa pequeña, sentados uno frente al otro, las cabezas juntas, como lo hacen las parejas de enamorados. No alcanzo a ver lo que comen, tal vez uno de esos bocadillos de albóndigas que tanto gustan a Mario. Por el tipo de establecimiento, una esperaría que se tratara de un par de adolescentes, acaso veinteañeros cubiertos de oro, él calza unas Air Max, ella luce una melena decolorada y viste un chándal como de terciopelo. No. La indumentaria es impecable. Gente con dinero. Él ya no cumplirá los 80 y ella no le anda a la zaga. Supongo que son los dueños de la sillita que espera afuera.

En la esquina, Mustafá trabaja, como cada día, en su puesto de frutas y verduras. Adivino su rostro bajo la sempiterna gorra, ensombrecido por el toldo de rayas, ya raído, que sirve de visera al local. Un coche se detiene ante la luz roja de un semáforo. Por el hueco que dejan las ventanillas bajadas se escapa el sonido de una armónica. Es Just like a woman, de Bob Dylan, digo para mí, segura de acertar. “Nobody feels any pain...” Premio. Al llegar a casa, abro el balcón y escucho el tráfico de London Road. Lo hago largamente, como quien se extasia mirando el mar o estudia el sueño plácido de su enamorada. Es solo London Road, Carmen se ríe de mí. Hasta aquí llegan los metales de las baterías que los chicos aporrean en el Hydrant. De vez en cuando, un autobús de dos pisos se para ante mi ventana, casi a mi altura. Entonces, me gusta saludar a los viajeros del nivel superior, que siempre responden agitando sus manos, sonrientes.

Por la noche me reúno con algunos amigos en un pub inglés. Es ese que hay detrás de la estación, en la parte que da al aparcamiento, no recuerdo el nombre. La calle, más que oscura, es afótica, si es que existe la palabra. Jamás frecuentaría un lugar así en Madrid. Pero esto es Brighton y, tras la negrura abisal que lo envuelve, el umbral no da paso al antro que esperaría encontrar. Las tuberías vistas, la luz tenue, las paredes de ladrillo ocuro, viejo; el mismo ladrillo que conforma los cimentos de la estación. Hay música en directo. El sitio está lleno de inglesitos de pantalones pitillo remangados y camisas abotonadas hasta la nuez. Declino la mano de un chico que me quiere sacar a bailar. La banda es muy buena. Hacen un blues denso que suena mejor que bien. El vocalista es un tipo con carisma y cierto atractivo que andará en la cuarentena. Lleva una gorra como bombacha, de visera corta, que le confiere un leve aire de Tom Waits. Recorre el mástil de la guitarra más rápido de lo que yo soy capaz de teclear en el ordenador y canta con empaque sin dejar de sonreír. De vuelta a casa, solo se escuchan los insultos al frío. El frío húmedo de Brighton, anunciando un invierno que no habrá de tardar.

En la cama, las sábanas recién lavadas. Huelen al jabón que compramos en Sainsbury's y eso me hace sentir bien. Escucharé por última vez Famous blue raincoat: es tarde, mañana me espera Zsolt. Y eso también me hace sentir bien.




Green Doors Store (Late bar live music)


2 comentarios:

Un tio dijo...

Mas que la alegria por un deseado reencuentro, se respira la nostalgia de una despedida

Aurora Nacarino-Brabo dijo...

Me has pillado :)