miércoles, 18 de diciembre de 2013

De leyes y voluntades

* Disclaimer: Este post es una respuesta a una carta que circula por internet atribuyéndose al actor Juan Diego. Solo después de concluido el texto he sabido que la carta no la escribió en realidad el intérprete, sino un homónimo vecino de Valdemoro que la hizo llegar al director de La Vanguardia. La culpa es mía por no haber comprobado la autoría antes de escribir, aunque también podríamos hablar (no es este el momento, desde luego) de la manipulación informativa de que se sirven algunos para sus fines políticos. En cualquier caso, considero que el contenido del post continúa teniendo validez por cuanto hace referencia a un mecanismo argumental que, independientemente de quien lo haya expresado en aquel periódico catalán, considero muy generalizado en España. Ahí va.
 
Hoy he tenido la mala suerte de cruzarme con esta carta que firma uno de los grandes de nuestro cine, Juan Diego. En ella, el actor dice que él también es independentista catalán, aunque haya nacido en Madrid. Y lo es porque no entiende a Rajoy y porque no está de acuerdo con su forma de abordar la cuestión nacionalista. El mensaje es sencillo: no me gusta el Gobierno de España, luego me largo. En realidad, lo que subyace a este argumento, y a otros tantos que desde las dos orillas del Ebro se lanzan, es una falta absoluta de escrúpulo para con las leyes. Es la no aceptación del juego democrático, la no transigencia con el veredicto de las urnas, aunque lo legitime una mayoría absoluta. No me gusta este Gobierno, luego me largo. Al diablo la ley. La ley está bien cuando dice lo que a mí me gusta. El Gobierno está bien cuando soy yo quien lo ha votado. Me largo.
 
Es una cosa muy española esta de despreciar las reglas y considerar que la voluntad, individual o colectiva, está por encima de ellas. Dos siglos de golpes, pronunciamientos y asonadas militares nos avalan, pero alguno me dirá que soy maniquea por recurrir al extremo del ejército. Bien, yo les digo que este es un mal que aqueja al prócer y al soldado, a la derecha y la izquierda, al prohombre y al gusano, y les daré ejemplos. Hace casi un siglo, un reconocido intelectual como Azaña, al que hasta Aznar guarda un hueco en su mesilla, rechazó que “el Parlamento se convirtiera en una academia jurídica”, por considerar que debería responder a las aspiraciones del pueblo. Del pueblo, siempre que fuese republicano y de izquierdas, claro. En nuestros días, el desprecio por el formalismo legal es la pataleta de los airados ante la sentencia del TEDH contra la doctrina Parot, es el chusco desafío unilateral de Artur Mas, es la pintura en las pancartas del 15M que rezan “Lo llaman democracia y no lo es”.

Le dice Juan Diego a Rajoy en su carta que no pretenda que los catalanes “se queden inmóviles amenazándoles con qué les pasará si nos abandonan”. De nuevo, la observancia de las leyes es reconocida como una amenaza y no como el marco legítimo fijado para la convivencia, tanto por el Estado de derecho como por los tratados internacionales. Si alguien ha lanzado alguna amenaza es el señor Mas, cuando fantasea con actos unilaterales que no tienen cabida en la Constitución y que suponen la quiebra del orden institucional. Pero en España, de la gravedad de estas actitudes tiende a hacerse virtud. La virtud romántica y decimonónica de un bandolero enfrentado a un poder represivo, de quien guía la voluntad de un pueblo hacia su destino, de quien no está dispuesto a que un puñado de normas arruinen sus sueños de libertad nacional. Decía Kelsen que una nación “no es una masa [...] o un conglomerado de hombres, sino un sistema de actos individuales regidos por la ordenación jurídica del Estado”. Solo dentro de esa ordenación tienen cabida las libertades, pues es el cuerpo legal la garantía contra la arbitrariedad. Y no se me ocurre una cosa más veleidosa, voluble y arbitraria que la voluntad.

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