jueves, 27 de octubre de 2011

Hotel Madrid 1: una visión hermenéutica

Los que me conocen, saben que desde el principio me he posicionado en contra de lo que se ha dado en llamar el movimiento 15m. Algunos me han tachado de prejuiciosa, de hablar sin molestarme en conocer el fenómeno desde dentro. Dispuesta a vencer las críticas, me pareció que el 15 de octubre representaba la fecha idónea para conceder el beneficio de la duda a los indignados, acercarme hasta su enésima manifestación, que esta vez sería global, y admitir que lo que allí viera podía cambiar para siempre mi forma de mirarles.

En Cibeles me encontré un panorama desolador que superó cualquier opinión preconcebida. Los manifestantes coreaban consignas contrarias al pago de la deuda, exhortaban al abandono de la Unión Europea y del Euro, llamaban a la huelga general y a la revolución. Me pregunté en qué modo todas estas proclamas podrían beneficiar a la ciudadanía y en qué grado contribuirían a sacarnos de la crisis. No hace falta ser Krugman para hacerse una idea. Lo último que podía esperar de quienes se dicen de izquierdas es este sentimiento antieuropeo recién sobrevenido, esa tendencia a la disgregación que Ortega llamaba “barbarie”.

Voceros con megáfono vomitaban sus mejores creaciones intelectuales para deleite del gran público: Urdangarín, a trabajar al Burger King. Marichalar, a trabajar al Pizza Hut. La Leonor, a trabajar al Hipercor. Y la Sofía, de cajera en el Día. Para el presidente del Santander no hubo siquiera poesía: Botín, hijo de puta. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, solo yo parecía horrorizada. La invitación para que me marchara se hizo evidente cuando un coro de papagayos comenzó a entonar su ópera prima: “PSOE y PP la misma mierda es”.

A pesar de tan triste episodio, decidí no bajar los brazos y darles otra oportunidad. Para ello, me acerqué hasta el Hotel Madrid, que el 15m mantiene ocupado desde hace algún tiempo. A la entrada me pidieron una firma para la causa, que decliné cortésmente, aduciendo que en primer lugar me gustaría visitar las instalaciones. Con una sonrisa me dieron la bienvenida.

Todo el hotel está empapelado con carteles y mensajes: las paredes piden respeto, los espejos conminan a mirarse por dentro y los armarios instan a salir de ellos. En el primer piso, junto a la recepción, hay un sofá medio desvencijado donde encontré un grupo de personas de esas que sufren estoicamente y en silencio (supongo) su preocupación por el fondo de rescate europeo, pero que no pueden disimular evidentes rasgos de adicción a la heroína. Un poco más allá, en un salón de tamaño considerable, di con la celebración de una asamblea. Emocionada, me acerqué a escuchar. Después de tanto oír hablar de ellas, al fin tenía la oportunidad de presenciar una.

Habría unas 80 personas, la mayoría jóvenes, muchos adolescentes, no pocos jubilados y algunos niños y perros. La visibilidad era reducida, pues una niebla de humo lo anegaba todo (imagino que la asamblea aprobaría la concesión de fumar). No sé si serían los efluvios de la marihuana, pero juro que nunca asistí a espectáculo más surrealista y esperpéntico que aquel. Si cuando entré estaba ávida por descubrir las deslumbrantes propuestas que aquellos rebeldes tenían que ofrecer al mundo, pronto entendí que allí no iba a tener lugar alumbramiento ilustrado ninguno. Después de hablar del grupo de peluquería, los grupos de cocina y social coparon el debate. Un chico con cresta moderaba la tertulia. Cuando alguien hacía una propuesta, los demás aprobaban su intervención sacudiendo sus manos en una suerte de aplauso silencioso que guardaba una analogía mayor con cualquier danza de iniciación ritual africana que con lo que entendemos por ovación en occidente. Si alguien estaba en desacuerdo, disponía los brazos cúbito sobre radio, en forma de aspa, y aquello implicaba un “bloqueo”. Un veto, vamos. Había una tercera seña, cuyo significado no logré desentrañar y que a mí me recordaba al gesto con que un jugador lesioando solicita un cambio.

Pero si la mímica era interesante, no lo era menos el lenguaje. El moderador no hacía tal cosa, sino que llevaba a cabo la “dinamización” del grupo. Los alegatos al amor, la paz, los ideales, los sueños y el prójimo eran frecuentes: “todos somos hermanos”, dijo alguien. Si uno interrumpía cuando otro hablaba, los demás, en un tono que resultaba ridículamente serio, le pedían “escucha activa” y “respeto, compañero, respeto”. Como esto no era suficiente para contener la verborrea de algunos, el “dinamizador” terminó por solicitar a los agitadores que salieran de la sala unos minutos para “reflexionar” sobre lo que habían hecho. No pude contener la risa: “¡Como en el cole”!, salté, pero a nadie más le pareció gracioso. No obstante, ni siquiera esta medida punitiva logró templar los ánimos del respetable, incapaz de ponerse de acuerdo en nada. Unos pedían matizar una propuesta, otros bloquearla. También cabía matizar bloqueos, bloquear matices, aunque no así informaciones. “Una información no se puede bloquear”, recordó alguien de “coordinación interna”, mientras otro apuntaba que sería preciso “teorizar sobre el bloqueo de bloqueos”. Aquello, más que una asamblea, parecía una maratón de 'piedra, papel, o tijera'. Supongo que las propuestas son como un papel y el bloqueo como una tijera que puede cortarlo. Sin embargo, las informaciones han de ser piedras, pues no hay bloqueo/tijera que pueda con ellas. Esta es la explicación que yo me di a mí misma para tratar de comprender algo.

En medio de esta chaladura ininteligible, tomó la palabra un señor mayor que afirmó ser analfabeto. El hombre alzó la voz sobre el resto y dijo: “Los jóvenes no sé para qué queréis tantos estudios ni tanta polla, si lleváis aquí un mes y medio y aún no habéis sido capaces de hacer nada”. Creo que son las palabras más sensatas que han escuchado las paredes de ese hotel.

Yo temía que en cualquier momento el dinamizador fuera a proclamar que la parte contratante de la primera parte sería considerada como la parte contratante de la primera parte. Así pues, decidí huir de aquel lugar y de aquel lenguaje de politburó hippie, y visitar los pisos superiores. Justo en ese instante, los del grupo de teatro se quejaban de que había “problemáticas” (¡esa obsesión por alargar las palabras ad infinitum!) relativas a su división que aún no se habían “asambleado”. Algunos agitaban las manos en señal de aplauso, otros cruzaban los brazos como muestra de “disenso” y yo estuve tentada de pedir al míster el cambio...

Continuará...


2 comentarios:

Jorge dijo...

El fragmento de la asamblea me ha recordado un capítulo de "Microfísica del poder" de Foucault que consiste en un diálogo entre el autor y unos jóvenes maoístas. En un punto, Foucault intenta explicarles que un tribunal es algo burgués desde su misma formulación, y que la propia conformación física, con una mesa y personas a un lado y a otro, ya implica un punto de partida ideológico. A su vez, los maoístas intentan explicarle a F. que cuando uno hace una revolución, hay que juzgar a gente, y que la única forma de juzgar es mediante tribunales, etc. Es divertidísimo y muy descriptivo de una época y de unas ciertas mentalidades.

Por todo ello, te dejo este esclarecedor documento:

http://youtu.be/_zxdzGybjFI

august becker dijo...

Es lo que pasa cuando desciendes al nivel de la calle: que no entiendes nada. A veces, porque no hay nada que entender.