martes, 18 de febrero de 2014

La disciplina de partido: una perspectiva histórica

En las últimas semanas ha vuelto a brotar con fuerza el debate en torno a la disciplina de partido. Sucede, como con casi todo, que sus detractores y defensores varían en número en función de la materia que ocupa el lugar de discusión en cada momento, de tal suerte que la disciplina de voto aparece como deseable o deleznable según convenga o no a los intereses de unos y otros. Los partidarios de una ley de plazos para el aborto, por ejemplo, estiman que la votación de una reforma de la norma debe respetar la libertad de conciencia de los diputados. En otras ocasiones, sin embargo, hemos visto apelar al principio de disciplina para tratar de deslegitimar un resultado indeseado: tal es que el caso del famoso ‘tamayazo’, que dio la victoria electoral al PP de Esperanza Aguirre en Madrid hace algunos años.


Que las partes modulen sus opiniones y actuaciones para favorecer sus intereses no es algo que debiera sorprendernos. Al contrario, se trata de un comportamiento racional. El problema es que, algunas veces, la agregación de preferencias aparentemente racionales puede conducir a un callejón de intransitividad. Así, con frecuencia encontramos que los mismos que recuerdan la inconstitucionalidad del mandato imperativo para exigir autonomía parlamentaria, solicitan después su implantación para establecer una vinculación entre los programas electorales y la iniciativa de Gobierno (léase Pablo Iglesias o Alberto Garzón).


Sea como fuere y aunque nuestra Constitución prohíba el mandato imperativo, el hecho de que los partidos establezcan reglamentos para la disciplina de voto no responde tanto a una arbitrariedad de carácter autoritario cuanto a una necesidad histórica. La ampliación del sufragio a partir de la segunda mitad del siglo XIX provocó una honda transformación en la naturaleza de la democracia, que pasó de estar dominada por una élite de notables a constituirse como un gobierno de partidos. La extensión del electorado y el surgimiento de los partidos de masas hacían imposible la relación personal/clientelar entre fideicomisarios (como los llamó Burke) y ciudadanos que había dominado el viejo parlamentarismo. Desmantelados los antiguos lazos de la representación se urdieron unos nuevos, que sustituyeron la confianza personal en los notables por la fe en el partido. El voto pasó a reflejar una identidad de clase y el diputado se convirtió en un delegado que ya no era libre para votar de acuerdo con su conciencia.


Durante la Segunda República, España también ensayó su democracia de masas, aunque, por distintos motivos, el experimento sería un fracaso. La constitución republicana no recogía ninguna referencia a la disciplina de los parlamentarios, y se dejó que fueran los propios partidos quienes regularan internamente esta cuestión. Las minorías que no contaban con un partido consolidado no quisieron o no pudieron imponer disciplina a sus diputados. Es el caso de los Radical-Socialistas (cuya rebeldía devino en autodestrucción), del Partido Radical (los de Lerroux renunciaron a todo constreñimiento en aras de la libertad y el purismo ideológico, lo cual pagarían caro) o de Acción Republicana (Azaña nunca tuvo verdadero interés por constituir otra cosa que un partido de notables). En los dos últimos casos, la cohesión del partido se construyó en clave personalista, en torno al respeto que infundía la figura del líder, lo cual dio origen a numerosas fisuras. Sin embargo, los partidos con un aparato más fuerte y con mayor capacidad electoral, como el PSOE y la CEDA entendieron la importancia de garantizar el control de sus parlamentarios. Los socialistas crearon una Comisión Directiva para regular la actividad interna del grupo, mientras que los cedistas se dotaron de un reglamento de régimen interno exhaustivo.


A pesar de los intentos hasta cierto punto exitosos del PSOE y la CEDA por mantener la disciplina interna, lo cierto es que, en líneas generales, el parlamento de la Segunda República fue un hervidero de inestabilidad y tensión. El riesgo que entrañaba la nueva democracia de masas es que se presentaba como un sistema de bandos, con victorias o derrotas totales que podían desatar enfrentamientos si no se respetaba el “principio de compromiso” del que hablara Kelsen. En España, que a diferencia de otras naciones occidentales no había hecho la transición al gobierno de partidos desde el viejo parlamentarismo liberal y que, por tanto, no tenía una cultura política democrática, el faccionalismo desembocó en la temida guerra civil. Fueron muchos los motivos que condujeron al fracaso institucional, empezando por la redacción de una constitución que excluía y deslegitimaba el triunfo de las opciones no republicanas de izquierdas. No es el cometido de este artículo referir todos errores que acabaron con la democracia republicana. Sin embargo, sí me gustaría destacar que la precariedad de la disciplina parlamentaria lastró y desestabilizó enormemente el funcionamiento de las Cortes, y entorpeció la construcción y consolidación del sistema de partidos políticos en el que ha de fundamentarse el juego democrático.


Después de un siglo XIX prolijo en asonadas y pronunciamientos militares, la democracia republicana de los años 30 tampoco lograría procurar estabilidad a España. El precio que habríamos de pagar por estas culpas fue demasiado alto, tanto, que tras 40 años de dictadura, los españoles no estaban dispuestos a malograr la nueva oportunidad liberal que la política les brindaba. Tampoco es pretensión de este artículo enumerar los aciertos de aquella transición, que fue exitosa más allá de cualquier anhelo revisionista. No obstante, uno de los elementos que hicieron posible la perseguida estabilidad parlamentaria fue la ordenación disciplinada de los grupos parlamentarios. Prueba de lo exitoso de nuestra consolidación democrática es que las generaciones que han pasado la mayor parte de su vida en democracia tienden a apreciar la estabilidad institucional de que disfrutamos desde hace poco más de 30 años como algo natural y dado. De ahí las tentaciones de considerar prescindible la disciplina de partido.


Sin embargo, sucede que esta herramienta no solo se ha revelado muy útil para estabilizar el parlamento, sino que constituye el principal medio para la rendición de cuentas ante los electores. El votante premia o castiga en las urnas la actuación de un partido político, al que identifica fácilmente como una unidad. No existen mecanismos de control individual que permitan a la ciudadanía fiscalizar e influir sobre el comportamiento de cada diputado. La disciplina interna no solo alienta la cultura del pacto (de la que tanto ha necesitado históricamente España); además, como ya explicó Bernard Manin, este consenso no conlleva el sacrificio del debate político: “En los intercambios en el seno del partido que preceden a los debates parlamentarios, los participantes debaten auténticamente”. A pesar de que esto mismo ha sido explicado ya por la ciencia política en multitud de ocasiones, son muchos los que insisten en la necesidad de profundizar en la autonomía parlamentaria, en la exigencia de, valga la redundancia, “democratizar la democracia”.


En cierta medida, pudiera parecer que dotar a los parlamentarios de libertad de voto los acercaría a la ciudadanía. Un diputado menos dependiente de su partido y más accesible al votante puede entenderse como una conquista democrática. No obstante, Robert Michels no tardaría en venir a aguarnos la fiesta. Pronto descubriríamos que el ciudadano medio no tiene ni tiempo ni ganas de influir sobre sus parlamentarios y esta oportunidad sería acaparada por una pequeña oligarquía con los recursos para hacerlo. Esto es lo que sucedió en Estados Unidos con la aprobación de las llamadas leyes Sunshine, que hacían públicos la discusión de todas las actividades y el sentido del voto de los congresistas. La cámara, como explica Fareed Zakaria en uno de sus trabajos, se hizo más permeable, sí, pero a los lobbies. Y, como es sabido, en España la actividad de los grupos de interés ni siquiera está regulada a día de hoy.


Así, vemos cómo el destierro de la disciplina parlamentaria traería algunas consecuencias indeseadas y contraintuitivas. Además, su desaparición pondría fin al mecanismo más importante para la rendición de cuentas y la capacidad de influir de los ciudadanos sobre los partidos políticos. Por último, no conviene abandonar la perspectiva histórica y caer en la tentación de creer que la estabilidad parlamentaria actual es consustancial a nuestra democracia, que es irreversible. El éxito de la transición fue el de conducir el nuevo régimen con un ojo puesto en el retrovisor. No cometamos el error de perderlo de vista ahora.


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