sábado, 28 de enero de 2012

Gallardón en cuatro medidas

Cuando Mariano Rajoy dio a conocer que Gallardón sería el ministro de Justicia de su flamante gobierno, algunos pensaron que el todavía alcalde de Madrid había dado un resbalón en esa carrera de fondo que es su trayectoria política. Al fin y al cabo, la cartera de Justicia no es prolífica en estrellas mediáticas ni ha copado (salvo en excepciones) el peso de los grandes debates nacionales. Para que nos entendamos: no es Economía, ni Interior, ni tampoco la vicepresidencia. Justicia implicaba un perfil más bajo que el que le proporcionaba la atalaya del ayuntamiento de la capital. Sin embargo, Gallardón, si no gallardo, sí es hombre arrojado y de ambición, por lo que era previsible que no se hicieran esperar la escenografía de acción, la pirotecnia y los focos.

En efecto, Alberto Ruiz-Gallardón ha asido la cartera con fuerza y ha puesto sobre la mesa una serie de medidas que van de lo polémico a lo epatante. Lo ha hecho en el marco de estos cien días de gracia que el Gobierno de Rajoy se ha tomado para enseñar sus cartas, siguiendo una estrategia que pareciera extraída de las enseñanzas militares que Sun Tzu nos legó en 'El arte de la guerra': “Sé veloz como el trueno y el relámpago, para los que no se puede uno preparar, aunque vengan del cielo”. Y, así, como del cielo, han ido cayendo, veloces como el rayo, duros como el pedrisco, nuevos recortes y más impuestos. Ahora, el ministro de Justicia viene a culminar lo que Clausewitz llamaba “concentración de fuerzas en el espacio”, y nos presenta un plan de fuerte carga ideológica.

El primero de los aspectos controvertidos de su propuesta es el que atañe a la reforma de la ley del aborto. Desde algunos sectores se pretende silenciar este debate apelando a su futilidad, dada la urgencia de los problemas económicos que nos subyugan, y que, según esta visión, deberían acaparar toda la atención. No obstante, tratar de disponer sobre lo necesario y lo contingente es una aspiración que confina con lo religioso y parece más propia de la ética tomista (o de una película de Cuerda) que de un debate político en el seno del estado de derecho. Del mismo modo, hay quienes pretenden comparar la discusión de la medida con el uso que de la cuestión hizo el PP en la oposición. Ante esto, es preciso señalar que socialistas y populares abordan el tema desde ópticas diametralmente opuestas. Gallardón quiere que las menores de 16 y 17 años tengan consentimiento paterno para poder abortar. El visto bueno familiar no será necesario para llevar a término el embarazo, para casarse o para donar órganos; pero sí, en cambio, para adoptar una decisión que afecta a la madre de forma tan personal y definitiva. La actitud del PSOE al respecto es la de defensa de las libertades, en el sentido positivo del que hablaba Isaiah Berlin. Ser libre para decidir. La diferencia no es, precisamente, sutil.

El segundo punto de las medidas anunciadas por Gallardón propone la reforma del código penal y la instauración de la cadena perpetua revisable. Este asunto presenta un dilema de fondo, pero, sobre todo, de forma. En primer lugar, cabe preguntarse sobre la utilidad de la medida, así como sobre si existe una necesidad verificable que la apoye. Sin embargo, lo preocupante, insisto, reside en la forma. Según el ministro de Justicia, este supuesto quedaría reservado para casos generadores de una gran “alarma social”. El criterio, pues, es vago y remite de manera evocadora a Charles Lynch, aquel juez de Virginia que, durante la guerra de la independencia de Estados Unidos, implantó un proceso sumarísimo en el que el mismo pueblo juzgaba, condenaba y ajusticiaba a los reos. No en vano a él debemos la acuñación del término “linchamiento”. ¿Con qué barómetro medir el nivel de alarma social? ¿Cómo establecer la linde entre lo que es susceptible de ser perpetuo y lo que ha de considerarse temporal? Hablar de alarma social como pauta es apelar a los sentimientos y las pasiones de la masa, que son lo contrario a la razón. Supeditar la legalidad y el garantismo a la arbitrariedad es socavar la seguridad jurídica, someterla al juicio de un pueblo que, en las palabras de Montesquieu que ya he referido en alguna otra ocasión, “obra por su fogosidad y no por sus designios”. Supone, en definitiva, confundir las funciones del poder constituyente con las del poder constituido, en la separación establecida por Sieyès.

Tampoco es asunto menor el referido a la introducción del copago en la Justicia a partir de la segunda instancia. El Gobierno parece estar lanzando el mensaje de que habrá justicia para el que pueda pagársela. Hay quienes, incluso, encuentran natural que así sea, del mismo modo que es normal pagar por la comida o los libros. Acabar con el principio de equidad en la Justicia y rebajarla a la categoría de un bien de consumo pone en grave riesgo su universalidad y solidez como pilar del estado de derecho. La ley ya contempla mecanismos que pueden conllevar la carga económica de los costes del juicio, cuando el magistrado así lo dispone. Pero coartar de antemano las opciones de apelación de los ciudadanos no puede sino conducir a una merma de la Justicia, a la vulneración de la igualdad ante la ley por motivos de índole económica, y nunca a su optimización, que es lo que Gallardón afirma perseguir con la reducción de la litigiosidad.

Por último, el ministro de Justicia ha anunciado su voluntad de acabar con la politización del Consejo General del Poder Judicial y facilitar su renovación. Toda una declaración de buenas intenciones, que estaría muy bien de no ser porque su partido ha obstaculizado durante años la renovación del organismo por razones eminentemente ideológicas y porque la fórmula elegida para poner fin al conflicto político no hace pensar que pueda conducir a la imparcialidad del Consejo, sino, más bien, a un desequilibrio de fuerzas aún mayor. En 1985 se implantó un sistema por el que el Parlamento elegía 12 de los 20 miembros que conforman el CGPJ. Los otros ocho componentes son profesionales del derecho ajenos a la magistratura. Este modelo fue sustituido en 2001, con Ángel Acebes como ministro de Justicia, por el actual, en el que los jueces proponen 36 candidatos entre los que el Parlamento selecciona a los 12 que formarán parte del organismo. El sistema ha conducido a la mayor politización del Poder Judicial que se ha conocido, al punto de convertirlo en un órgano esclerotizado. El PP contó durante años con un Consejo de mayoría conservadora que le fue muy favorable. Recordemos que es este quien designa los puestos de las instancias judiciales más relevantes, entre ellas el Tribunal Supremo. No es de extrañar, pues, que los populares se resistieran a renovar un organismo que les era tan afín. Ahora, aseguran querer poner fin al bloqueo y la politización mediante una fórmula que elimina el concurso de la soberanía popular: la idea es entregarle todo el poder de decisión a la magistratura, que, como bien es sabido, es una casta notablemente conservadora. En la práctica, es volver al sistema anterior a 1985, ese que, en 1980, dio lugar a un CGPJ compuesto exclusivamente por miembros conservadores. De todo ello, no parece desprenderse que la receta vaya a traer imparcialidad a la Justicia.

Las medidas anunciadas por Gallardón contienen, como vemos, una fuerte carga ideológica y altas dosis de populismo conservador. Al darse a conocer la noticia, no pocos se sintieron sorprendidos y decepcionados, como si, de pronto, no pudieran reconocer en el ministro de Justicia al político de talante moderado que ocupó la alcaldía de Madrid. En mi opinión, todo obedece a una estrategia. Gallardón cultivó la mesura cuando consideró que le resultaría rentable. Y le salió bien, tanto electoralmente como en su pulso personal con Esperanza Aguirre. Ahora, necesita situarse en el centro de la escena mediática con medidas populistas y epatantes. Que le iluminen los focos. Su ambición hoy es la misma de hace 20 años: llegar a la presidencia del Gobierno. Todo en él es cálculo y elección racional encaminados a esa meta. Veremos si lo consigue.

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