viernes, 11 de enero de 2013

La metamorfosis en la elección de los representantes: crítica y comentario de Bernard Manin (I)


La historia del gobierno representativo ha estado marcada, desde su formulación tras la Revolución Gloriosa en Inglaterra, por amenazas que ponían en cuestión su vigencia, así como por voces de alarma que aseguraban que la representación atravesaba una grave crisis. Sin embargo, el suceder de los siglos se ha encargado de desmentir a los agoreros: transcurridas más de tres centurias desde que se construyera la arquitectura del gobierno representativo, encontramos que este sigue gozando de buena salud. No solo no se han podido confirmar las teorías que especulaban con su crisis, sino que el modelo puede considerarse más que exitoso si tenemos en cuenta que, desde su instauración, no ha hecho sino extenderse, hasta el punto de que nunca antes el gobierno representativo había sido abrazado como marco organizativo por tantos países como en la actualidad. Hoy, desoyendo las enseñanzas de la historia, son muchos los que han vuelto a desempolvar las viejas profecías de la crisis representativa, levantando dudas sobre la salud del sistema. Ante la reeditada controversia, Manin da un paso al frente para defender la legitimidad del modelo y ofrecer una explicación argumentada de los fenómenos de transformación que se han venido operando en las últimas décadas. Así, la conclusión de Manin es que el gobierno representativo no está en crisis, sino que, simplemente, estamos asistiendo a un cambio en los tipos de élites seleccionadas.

Efectivamente, no nos hallamos ante una desviación de los principios del gobierno representativo: la democracia actual conserva el carácter elitista que comporta la representación. La propia elección introduce un sesgo elitista que ha prevalecido desde los albores del parlamentarismo inglés, trasladándose más tarde a la democracia de partidos y ahora a esta democracia de audiencia que describe Manin. Pero la legitimidad vigente del gobierno representativo no reside únicamente en el mantenimiento de esa distinción elitista. De hecho, esta es la característica que más críticas al sistema despierta, por lo que la defensa de una representación legitimada ha de pasar por una serie de argumentos que refuercen su deseabilidad y perpetuación. Y es en este sentido donde Manin ofrece un trabajo más completo acerca de las razones por las que es posible afirmar que el gobierno representativo no está en crisis.

Para defender su teoría de la metamorfosis del modelo frente a la tesis de la crisis, Manin examina los cuatro principios que, a su entender, no han dejado de actuar desde que se implantara el gobierno representativo: la elección de representantes a intervalos regulares, la independencia parcial de los representantes, la libertad de la opinión pública y la toma de decisiones tras el proceso de discusión. Si bien el autor hace un trabajo magnífico e impecable en cada uno de los principios considerados, estimo que es el primero de ellos, la elección de los representantes, el que ofrece lugar más amplio a la discusión, la polémica y la crítica, lo que lo convierte, por el mismo motivo, en el más interesante. Por ello, las líneas que siguen contienen una crítica y comentario de la descripción y explicación que Manin ofrece en su libro Los principios del gobierno representativo para la metamorfosis en la elección de los representantes.


La elección de los representantes ha experimentado una transformación histórica que casi podría describirse como circular. En el parlamentarismo, la elección fue concebida como un medio a través del cual catapultar al gobierno a personas que gozaban de la confianza de sus conciudadanos. Los representantes formaban parte de una élite de notables, hombres preeminentes, dotados de grandes recursos y reconocimiento público, que pertenecían a la misma comunidad social que los representados, con los que establecían, de este modo, una relación personal. 

Posteriormente, la introducción del sufragio universal que daría paso a la democracia de partidos modificaría hondamente la naturaleza de la elección. La ampliación del electorado dio origen a los partidos de masas que caracterizarían este periodo histórico. Las relaciones personales que se habían establecido en el parlamentarismo ya no eran posibles en el nuevo escenario. Así, los colores del partido sustituirían la confianza como motor del voto. Algunos creyeron ver en el surgimiento de los partidos de masas el fin del elitismo: el nuevo modelo habría de acabar con el gobierno de los notables, llevando al poder al “hombre común”. Sin embargo, pronto Robert Michels se encargó de aguar la fiesta a los defensores de esta postura. Su ley de hierro de la oligarquía demostró que el elemento elitista continuaba estando presente y que la única diferencia respecto del parlamentarismo consistía en el proceso selectivo. Ya no se seleccionaban notables, sino burócratas de partido, una nueva élite que se distinguía por su activismo y unas dotes organizativas sobresalientes. En este punto, Manin hace uno de los análisis más acertados de todo su trabajo: el sufragio universal y los partidos de masas son consecuencia de la revolución industrial y del auge del obrerismo. El surgimiento de la clase trabajadora crea unas líneas de fractura socioeconómica muy marcadas, lo que se traduce en sistemas electorales muy estables, donde el voto responde a la división de clase. No es casualidad que, como bien señala Manin, la predominancia de la clase obrera coincida con el apogeo de los partidos socialistas, algo a lo que volveremos posteriormente.

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