viernes, 11 de enero de 2013

La metamorfosis en la elección de los representantes: crítica y comentario de Bernard Manin (III)


Los partidos socialistas o socialdemócratas no han sabido reaccionar para hacer frente a las modificaciones que se operaban dentro de su propio electorado y, a menudo, continúan ofreciendo un discurso marcadamente obrerista. Esto explicaría por qué el voto de izquierda se ha vuelto más volátil, mientras que el de derecha sigue mostrando mayor fidelidad al partido. De ser así, sería más acertado hablar de crisis del socialismo que de crisis de representación. 

Pero, a pesar de las dificultades que siguen encontrando los partidos socialistas para redefinir su discurso, esto no significa que hayan sido ajenos a las transformaciones socioeconómicas acontecidas en el último medio siglo. De hecho, los partidos socialdemócratas continúan ganando competiciones electorales en no pocos países occidentales y siguen siendo alternativa de gobierno en mucho otros. Lo que ha sucedido es que la extensión de una clase media mayoritaria y la difuminación de las líneas de fractura social tradicionales ha obligado a los partidos con vocación de gobierno a competir por el centro del espectro ideológico. La izquierda se ha vuelto centro-izquierda, mientras la derecha es ahora centro-derecha, y esto está directamente relacionado, a mi entender, con la personalización del voto que Manin no acertaba a explicar. La homogeneización ideológica de los partidos ha forzado a los políticos a buscar la diferenciación por otros cauces, esto es, en los atributos personales del candidato. Aun cuando es posible encontrar divergencias en las políticas económicas y sociales del centro-izquierda y el centro-derecha, el votante percibe cada vez menos diferencias en las actuaciones de los distintos partidos, por lo que la personalización se ha convertido en un instrumento electoral crucial.

Esta homogeneización ideológica de los partidos con aspiraciones de gobierno permite también explicar la creciente volatilidad electoral que señalaba Manin. No parece evidente que este suceso se deba tanto a un aumento de la brecha entre representantes y representados, cuanto al hecho de que cambiar el voto ya no supone un salto ideológico tan importante como lo habría sido durante la democracia de partidos. Si, en 1900, resultaba harto improbable que un obrero fabril cambiara su voto del partido socialista al conservador, en la actualidad, la menguante distancia que separa a socialdemócratas y democristianos hace más viable y menos traumático un trasvase de votos.

Aunque Manin no habla de esta homogeneización ideológica que advertimos, sí es consciente de que las fracturas sociales ya no son las que eran hace medio siglo. Por eso se refiere a la necesidad de los candidatos de trazar sus propias divisiones del modo que resulte más rentable en términos electorales. El autor afirma que las divisiones políticamente más eficaces son las que se corresponden con las preocupaciones del electorado, razón por la que el proceso, dice, tiende a producir una convergencia entre los términos de la opción electoral y las divisiones entre el público. Sin embargo, solo un par de páginas más adelante, el mismo Manin parece contradecirse al afirmar, siguiendo a Schumpeter, que, en política, no hay una demanda independiente de la oferta, es decir, que los individuos no tienen “voliciones bien definidas e independientes de las propuestas políticas”. 

Para finalizar, Manin pasa por alto otro suceso que tiene lugar a partir de 1950 y que puede explicar también la creciente personalización de la política. A mediados del siglo XX, tiene lugar una revisión del viejo sistema parlamentario de fuertes asambleas, por el que el parlamento pasa de tener un gran poder (de desestabilizar al gobierno) a convertirse en un apoyo del poder ejecutivo (aunque este no deja de estar sometido al control de la cámara). Este modelo fue bautizado por Mirkine-Guetzevitch como “parlamentarismo racionalizado”. Ya no se trata de una democracia burguesa, sino de todo el pueblo. Tampoco hablamos de un sistema endogámico de una clase social hegemónica. El gobierno es resultado de la confrontación y convivencia de valores distintos provenientes de distintos sectores de la sociedad. Se fortalece la capacidad del Gobierno para gobernar y se reduce la del parlamento para desestabilizar al ejecutivo. La consecuencia de este ejecutivo fortalecido es una deriva progresiva hacia el presidencialismo, lo cual explica la creciente personalización de la opción electoral. Además, este sistema nos permite superar las limitaciones que planteaba la explicación de Manin, que hablaba de una élite de gobernantes carismáticos y expertos en comunicación en la que no encontraban acomodo líderes como Mariano Rajoy. En el parlamentarismo racionalizado, el liderazgo no se construye con carisma o atributos personales, sino por acumulación de jefaturas. El presidente está pertrechado de instrumentos para ejercer una dirección fuerte de la política: él goza de la confianza y la elección del parlamento, él constituye y controla su gobierno, él lidera su partido y también su grupo parlamentario.

Estas son las consideraciones y críticas que me suscita la obra de Manin, trabajo que, por otro lado, acierta plenamente en su conclusión general: el gobierno representativo no está en crisis, solo asistimos al auge de una nueva élite gobernante. Seguramente, el grave contexto económico que vivimos obligará a reescribir la literatura sobre elección de los representantes. Hasta que eso se produzca, seguiremos diciendo de Manin: brillante en el “qué”, cuestionable al responder “por qué”.

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