viernes, 11 de enero de 2013

La metamorfosis en la elección de los representantes: crítica y comentario de Bernard Manin (II)


Llegados a la última etapa del gobierno representativo, la democracia de audiencia, se produce un retorno a las relaciones personales entre representantes y representados, motivo por el que al inicio de esta serie señalábamos que la selección de los representantes ha experimentado un cambio circular. Este es el aspecto más controvertido de la teoría de Manin, en el que considero que, a pesar de acertar con la definición de la transformación operada, no alcanza a dar respuesta de la causa de esa modificación. O, si se quiere, Manin da en la diana con el “qué”, pero no responde satisfactoriamente “por qué”. Efectivamente, se ha producido una vuelta a las relaciones personales, una creciente personalización de la oferta electoral y un aumento significativo de la volatilidad electoral. Pero, ¿por qué?

Manin señala que el retorno a la naturaleza personal de la relación representativa se debe a la preponderancia de los medios de comunicación de masas, que permiten al candidato comunicarse directamente con el electorado sin la mediación del partido. Este fenómeno ha posibilitado un cambio en la selección de élites, de modo tal que los nuevos gobernantes ya no son burócratas ni activistas de partido, sino expertos en comunicación. Por otro lado, el autor señala la importancia de un entorno que se ha hecho progresivamente más complejo a causa de la interdependencia económica, y que ha motivado una pérdida de peso de los programas electorales, trasladado ahora a la confianza inspirada por el líder.

Ambas explicaciones me parecen insuficientes. Los medios de comunicación de masas juegan un papel sin duda relevante en el proceso político. Sin embargo, radio y televisión ya eran medios generalizados cuando la democracia de partidos aún no había evolucionado hacia la democracia de audiencia, sin que por ello dejase de predominar la fidelidad al partido frente a la confianza en un candidato. A este respecto ayudaría bastante que Manin estableciera una fecha de inicio para esta última etapa del gobierno representativo, pues la aproximación “en los últimos años” parece demasiado vaga. En lo que refiere a la complejidad creciente del ámbito de competencias de los políticos, es cierto que este hecho ha tenido lugar como resultado de un mundo progresivamente globalizado por los mercados internacionales y las nuevas tecnologías. Sin embargo, ello no implica que su consecuencia directa sea el declive de los programas electorales y la personalización del voto. De hecho, el propio Manin, cuando habla de la democracia de partidos, resta importancia al papel que desempeñaban los programas en aquella etapa, considerando que el verdadero motor electoral era la identidad de clase, mientras que el programa solo cumplía la función de movilizar el entusiasmo de los propios activistas y burócratas del partido. Por último, la creciente personalización del voto, aunque indiscutible, ha de ser matizada, pues no se trata de un fenómeno homogéneo ni que se dé con la misma intensidad para todos los partidos. Basta con echar un vistazo a nuestro propio sistema electoral y posar los ojos sobre el Partido Popular: Mariano Rajoy no es un líder carismático con grandes dotes comunicativas. Sin embargo, el electorado del PP, a diferencia del socialista, es llamativamente estable y fiel.

Por todo ello, creo que la clave para entender la personalización del voto ha de encontrarse en otra parte. Concretamente, en un aspecto del análisis que Manin hace en la democracia de partidos y que, llegados a la democracia de audiencia, incomprensiblemente, parece pasar por alto. Manin señalaba acertadamente cómo el auge de los partidos de masas tenía mucho que ver con el sufragio universal, la revolución industrial y la aparición de la clase obrera. No obstante, sorprendentemente, cuando la fidelidad al partido es sustituida por la personalización del voto no es capaz de volver la vista a esos mismos fenómenos para encontrar una causa. Después de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, tras la caída del muro de Berlín, se producen algunas transformaciones que habrán de determinar la representación política actual. Por un lado, el fin de la guerra fría pone fin a la lucha de las ideologías, algo a lo que Fukuyama bautizaría como “el fin de la Historia”. La caída del comunismo marca también el declive del socialismo en todo el mundo. Por otro lado, recuperada de la devastación dejada por la Segunda Guerra Mundial, la estructura social europea experimentará una honda transformación: la conversión de la clase obrera en clase media. La sociedad ya no está dividida por grandes fracturas socioeconómicas, sino que predomina una vastísima clase media. El mundo resultante de estos dos acontecimientos puso fin, de un plumazo, a la lucha de ideologías y a la lucha de clases; y el gran damnificado de este proceso no podía ser otro que el mismo que había protagonizado la era de los partidos de masas: el socialismo.

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