NOTA: A lo largo de los cuatro próximos posts intentaré hacer un análisis de los condicionantes que afectan a la Primavera árabe, así como de las expectativas de éxito con las que cuenta el florecimiento de la democracia en los países árabes. Que os sea leve.
Muchos
analistas afirman que la Primavera árabe puede considerarse ya como
la cuarta ola de democratización de la Historia, tratando de
compararla con la corriente democrática que se produjera en América
Latina y el sur de Europa en los años 70 y 80. Sin embargo,
establecer una analogía entre los dos procesos y anticipar el éxito
de esta última ola resulta un tanto apresurado, y supone pasar por
alto una serie de condicionantes que hacen muy diferentes ambos
casos.
Una
transición democrática tiene lugar cuando se han operado una serie
de cambios
económicos, sociales y culturales
necesarios,
que han de preparar al país no solo para el advenimiento, sino
también (y esto es lo más importante) para la consolidación del
nuevo régimen. Atendiendo a lo económico, parece necesario un
cierto grado de desarrollo, así como la existencia de un libre
mercado, como base para el arraigo de la democracia. Si miramos el
caso español, que es por proximidad el que mejor conocemos,
observamos cómo los cambios propiciados por la superación de una
política autárquica y el crecimiento impulsado a partir del año
1959 por el “plan de estabilización” marcaron un punto de no
retorno hacia la democracia. Este crecimiento, que se prolongaría
hasta la crisis del petróleo de 1973-1974, transformó profundamente
España, introduciendo un desarrollo técnico sin precedentes y
operando un cambio social insalvable para el franquismo, esto es:
modernizándola. Según la teoría de Lipset, esta modernización
habrá
de conducir irremisiblemente hacia la democratización; incluso hay
quienes, como Thomas Friedman, columnista del New York Times,
aseguran que, una vez que un país alcanza un número crítico de
restaurantes McDonalds, solo es cuestión de tiempo que las
instituciones democráticas triunfen.
Esta visión parece haber sido desmentida (al menos en el medio
plazo) por el ejemplo chino, así como por los casos de ciertos
emiratos del Golfo, que experimentan un desarrollo económico
importante manteniendo instituciones políticas no democráticas. Sin
embargo, aunque no podamos establecer una causalidad entre
modernización y democracia, es decir, aun si la modernización no es
suficiente para traer la democracia a un Estado, sí podemos afirmar
que se trata de una condición necesaria.
Cuando
miramos los países árabes que hoy protagonizan esta primavera de
revueltas, observamos un crecimiento económico precario, lastrado
por un subdesarrollo técnico patente. En efecto, la modernización
plantea numerosos problemas en estos estados, en tanto en cuanto ésta
es asociada frecuentemente con occidentalización o, como se suele
decir en los círculos islámicos, gharbzadegi
(algo
así como “occidentoxicación”). Ya Pipes afirmaba:
“Para
escapar de la anomia, los musulmanes tienen solamente una opción,
pues la modernización exige la occidentalización (...) La ciencia y
la tecnología modernas requieren la absorción de los procesos
mentales que las acompañan; lo mismo pasa con las instituciones
políticas. Puesto que el contenido no se ha de emular menos que la
forma, para poder aprender de la civilización occidental se debe
reconocer su predominio (…) Solo si los musulmanes aceptan
explícitamente el modelo occidental estarán en situación de
tecnificarse y de desarrollarse después”.
En
oposición a la visión extrema de Pipes, han surgido teorías
alternativas que defienden la posibilidad de una modernización que
no traiga de la mano la occidentalización. Sus autores son
reformistas que abogan por combinar el progreso técnico con la
conservación de los valores fundamentales o paideuma
de
la cultura de los estados, siguiendo el modelo de China y Japón. No
obstante, Huntington ya advierte cómo esta modernización puede
tener consecuencias sociales e individuales que, lejos de favorecer
la transición democrática en el mundo árabe, la entorpezcan. Según
el autor, la modernización en el mundo árabe confiere a estos
países un mayor poderío económico, militar y político (véase
Irán), que anima a su población a tener confianza y a afirmarse
culturalmente. Al mismo tiempo, la modernización modifica las
relaciones sociales y los lazos tradicionales, produciendo alienación
y crisis de identidad en el plano individual. Todo ello conduce a un
Resurgimiento
cultural
y religioso que puede socavar el anhelo de implementar unas
instituciones democráticas íntimamente ligadas a la cultura
occidental.
En esto también es distinto el caso de los países árabes con respecto al de los estados que protagonizaron la tercera ola democratizadora de los años 70 y 80. En aquella ocasión, los países del sur de Europa no enfrentaron el conflicto de tener que elegir entre la preservación de su cultura o la occidentalización, pues ellos mismos se consideraban parte de Occidente. Y en los países de América Latina o los de Europa del Este, de occidentalidad discutible, la religión (al contrario de lo que sucede en los estados árabes) no suponía un obstáculo hacia la democracia por cuanto no ocupaba una posición determinante en la esfera pública y, sobre todo, porque su raíz cristiana era un elemento que, lejos de establecer una rivalidad con Occidente, desempeñaba un papel conciliador.
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