jueves, 6 de septiembre de 2012

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (I)

NOTA: A lo largo de los cuatro próximos posts intentaré hacer un análisis de los condicionantes que afectan a la Primavera árabe, así como de las expectativas de éxito con las que cuenta el florecimiento de la democracia en los países árabes. Que os sea leve.
 
Muchos analistas afirman que la Primavera árabe puede considerarse ya como la cuarta ola de democratización de la Historia, tratando de compararla con la corriente democrática que se produjera en América Latina y el sur de Europa en los años 70 y 80. Sin embargo, establecer una analogía entre los dos procesos y anticipar el éxito de esta última ola resulta un tanto apresurado, y supone pasar por alto una serie de condicionantes que hacen muy diferentes ambos casos.


Una transición democrática tiene lugar cuando se han operado una serie de cambios económicos, sociales y culturales necesarios, que han de preparar al país no solo para el advenimiento, sino también (y esto es lo más importante) para la consolidación del nuevo régimen. Atendiendo a lo económico, parece necesario un cierto grado de desarrollo, así como la existencia de un libre mercado, como base para el arraigo de la democracia. Si miramos el caso español, que es por proximidad el que mejor conocemos, observamos cómo los cambios propiciados por la superación de una política autárquica y el crecimiento impulsado a partir del año 1959 por el “plan de estabilización” marcaron un punto de no retorno hacia la democracia. Este crecimiento, que se prolongaría hasta la crisis del petróleo de 1973-1974, transformó profundamente España, introduciendo un desarrollo técnico sin precedentes y operando un cambio social insalvable para el franquismo, esto es: modernizándola. Según la teoría de Lipset, esta modernización habrá de conducir irremisiblemente hacia la democratización; incluso hay quienes, como Thomas Friedman, columnista del New York Times, aseguran que, una vez que un país alcanza un número crítico de restaurantes McDonalds, solo es cuestión de tiempo que las instituciones democráticas triunfen. Esta visión parece haber sido desmentida (al menos en el medio plazo) por el ejemplo chino, así como por los casos de ciertos emiratos del Golfo, que experimentan un desarrollo económico importante manteniendo instituciones políticas no democráticas. Sin embargo, aunque no podamos establecer una causalidad entre modernización y democracia, es decir, aun si la modernización no es suficiente para traer la democracia a un Estado, sí podemos afirmar que se trata de una condición necesaria.


Cuando miramos los países árabes que hoy protagonizan esta primavera de revueltas, observamos un crecimiento económico precario, lastrado por un subdesarrollo técnico patente. En efecto, la modernización plantea numerosos problemas en estos estados, en tanto en cuanto ésta es asociada frecuentemente con occidentalización o, como se suele decir en los círculos islámicos, gharbzadegi (algo así como “occidentoxicación”). Ya Pipes afirmaba:


Para escapar de la anomia, los musulmanes tienen solamente una opción, pues la modernización exige la occidentalización (...) La ciencia y la tecnología modernas requieren la absorción de los procesos mentales que las acompañan; lo mismo pasa con las instituciones políticas. Puesto que el contenido no se ha de emular menos que la forma, para poder aprender de la civilización occidental se debe reconocer su predominio (…) Solo si los musulmanes aceptan explícitamente el modelo occidental estarán en situación de tecnificarse y de desarrollarse después”.


En oposición a la visión extrema de Pipes, han surgido teorías alternativas que defienden la posibilidad de una modernización que no traiga de la mano la occidentalización. Sus autores son reformistas que abogan por combinar el progreso técnico con la conservación de los valores fundamentales o paideuma de la cultura de los estados, siguiendo el modelo de China y Japón. No obstante, Huntington ya advierte cómo esta modernización puede tener consecuencias sociales e individuales que, lejos de favorecer la transición democrática en el mundo árabe, la entorpezcan. Según el autor, la modernización en el mundo árabe confiere a estos países un mayor poderío económico, militar y político (véase Irán), que anima a su población a tener confianza y a afirmarse culturalmente. Al mismo tiempo, la modernización modifica las relaciones sociales y los lazos tradicionales, produciendo alienación y crisis de identidad en el plano individual. Todo ello conduce a un Resurgimiento cultural y religioso que puede socavar el anhelo de implementar unas instituciones democráticas íntimamente ligadas a la cultura occidental.

En esto también es distinto el caso de los países árabes con respecto al de los estados que protagonizaron la tercera ola democratizadora de los años 70 y 80. En aquella ocasión, los países del sur de Europa no enfrentaron el conflicto de tener que elegir entre la preservación de su cultura o la occidentalización, pues ellos mismos se consideraban parte de Occidente. Y en los países de América Latina o los de Europa del Este, de occidentalidad discutible, la religión (al contrario de lo que sucede en los estados árabes) no suponía un obstáculo hacia la democracia por cuanto no ocupaba una posición determinante en la esfera pública y, sobre todo, porque su raíz cristiana era un elemento que, lejos de establecer una rivalidad con Occidente, desempeñaba un papel conciliador.


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