En
una región en la que, como vemos, la fe tiene tanto peso, la actitud
que adopten los partidos islamistas ante el cambio de régimen ha de
ser crucial, especialmente si tenemos en cuenta que ellos son los que
con mayor probabilidad tenderán a ocupar las nuevas jefaturas de los
Gobiernos. Si miramos hacia Túnez, país en el que dieron comienzo
las protestas con la “Revolución jazmín” y también el primero
en celebrar elecciones democráticas tras la caída de Ben Alí,
observamos cómo los islamistas fueron los grandes triunfadores de
los comicios, en detrimento de unos partidos seculares decepcionados
ante los pobres resultados obtenidos después de haber liderado las
manifestaciones. Hay que señalar que Túnez es, seguramente, entre
todos los países afectados por las revueltas de la Primavera árabe,
aquel que goza de mayor tradición secular y cuenta con una clase
media más amplia y mejor educada. Si eso no ha sido suficiente para
evitar que el nuevo Gobierno cayera en poder de los islamistas, es de
esperar que los próximos ejecutivos que resulten de las urnas en el
resto de países que sigan su estela democrática acaben en manos de
partidos islamistas, como, de hecho, ya ha sucedido en Egipto y Libia
La
existencia de estos movimientos religiosos tan poderosos en países
como los citados Egipto o Libia, unida a la carencia de una clase
media predominante y bien educada suponen un obstáculo para el
florecimiento de la democracia. Barrington Moore sostenía que “una
clase urbana, vigorosa e independiente, ha sido un elemento
indispensable en el crecimiento de la democracia parlamentaria”,
llegando a la conclusión de que “sin burguesía no hay
democracia”.
Este
es uno de los problemas a los que se enfrenta el mundo árabe para
implantar regímenes democráticos. Como hemos señalado
anteriormente, el estado de subdesarrollo económico y técnico que
afecta a estas sociedades hace muy difícil el crecimiento de una
clase media fuerte, y tiene como consecuencia que la mayor parte de
la población de estos países viva en ambientes rurales en los que
desempeña labores eminentemente agrarias. Si volvemos una vez más a
la España de las postrimerías del franquismo, encontramos un país
que en solo unas décadas había pasado de ser rural a experimentar
una revolución industrial. El crecimiento económico inició un
proceso de urbanización del país que supuso una concentración de
la población en los núcleos urbanos, reduciéndose la población
agrícola mientras que el sector industrial y el de los servicios
adquirían mayor peso. Este suceso fue determinado por la masiva
emigración de jornaleros del campo a la ciudad o al extranjero. Así,
en los años 60 surgiría una nueva clase obrera urbana, empleada en
la industria y los servicios, que comenzó a nutrirse de
especialistas y obreros cualificados, y que en 1970 llegaría a
representar la tercera parte de la población activa.
Este
proceso de industrialización, urbanización, tecnificación de los
trabajadores y crecimiento de la clase media descrito para España se
dio también, con distintos grados de intensidad y recorrido, en
todos los países que protagonizaron la ola democratizadora de los
años 70 y 80. Sin embargo, en el caso árabe nos encontramos aún en
un estadio de transformación incipiente que puede entorpecer
notablemente el arraigo democrático.
Pero
este viaje de una sociedad agraria a una industrializada también es
importante por otro motivo que atañe directamente al éxito de las
democracias: hablamos de la cultura
política.
En la España de los años 60, la creación de nuevas formas de
negociación salarial alentó la participación de la nueva clase
obrera en las estructuras sindicales oficiales y fomentó la creación
de nuevos sindicatos al margen de las mismas. A diferencia de la
clase obrera de los años 30, ésta pronto desarrolló una cultura
política democrática y de negociación que concedía legitimidad a
la empresa y a la figura del empresario capitalista. Con frecuencia,
recurrían a la huelga como método de presión, pero tenían una
concepción del sindicato como un instrumento para obtener mejores
condiciones laborales y no para alcanzar la revolución social.
Así,
la nueva clase obrera pasó a ser el soporte de de una posible futura
democracia. Además, los cambios socioeconómicos de los que
hablábamos fueron determinantes para la modificación de los valores
de los españoles a lo largo de las décadas de los 60 y 70. Como
bien ha señalado Ramón Cotarelo, la transición fue posible en
España porque, aún viviendo Franco, la sociedad, “lejos de poseer
una cultura política autoritaria, como hubiese sido de esperar, la
tenía democrática”.
Vemos
que el florecimiento de una cultura política democrática está muy
ligado al fortalecimiento de la clase media urbana y a esos cauces de
participación laboral que constituyen los sindicatos, muy
infradesarrollados en los países árabes, cuando no directamente
prohibidos. Por otro lado, la formación de una cultura política
democrática tiene mucho que ver con la existencia de experiencias
democráticas previas, si bien frustradas. Así, la democracia tiene
más probabilidades de éxito en aquellos países que han ensayado
con anterioridad proyectos democráticos, aunque estos hayan
desembocado en un fracaso, que en aquellos otros que se enfrentan por
primera vez al reto de implementar un régimen de estas
características. En el caso español, concretamente, el recuerdo de
ese intento democrático frustrado que había supuesto la II
República aún flotaba en el recuerdo de la sociedad y el
aprendizaje de los errores cometidos sirvió de lección a la hora de
enfrentar la nueva transición a la muerte de Franco. El resultado
fue una transición democrática ejemplar, hecha “de la ley a la
ley”, por usar las palabras de Fernández Miranda, que renunciaba a
la ruptura en beneficio del pacto. Además, a pesar de los 40 años
de dictadura, España era un país con una honda tradición de
partidos políticos, que entroncaba con la Restauración del siglo
XIX. De igual modo, la mayor parte de los estados que transicionaron
a la democracia en las décadas de los 70 y 80 había conocido
sistemas parlamentarios pluripartidistas a lo largo de los siglos XIX
y XX. Es el caso de los países mediterráneos, pero también el de
naciones latinoamericanas como Chile o centroeuropeas como Hungría.
Los países árabes no cuentan con este bagaje parlamentario a sus
espaldas y carecen de la cultura política de partidos que constituye
la base del sistema democrático.
Este
es sin duda otro gran hándicap con el que cuentan los estados de la
Primavera árabe para traer la democracia. Túnez, Egipto y Libia
estrenan ahora un jovencísimo parlamento que busca por vez primera
dotar al régimen de la legitimidad que infiere la representatividad.
La estabilidad política dependerá de muchos factores, entre los que
destaca la actitud de los militares, pero un buen termómetro para
medirla nos lo proporcionará la propia constitución de las cámaras.
Si los partidos que obtengan mayor número de escaños en los
comicios son aquellos que pueden ubicarse en torno al centro del
espectro ideológico, la estabilidad política se verá favorecida.
Este comportamiento es propio de las democracias consolidadas, en las
que los grandes partidos nacionales tienden a competir por el centro,
unos desde posiciones de izquierda y otros de derecha moderadas. La
disputa suele producir modelos bipartidistas o de un pluralismo
relajado, donde la alternancia se produce sin grandes sobresaltos
(pues no es tanta la brecha que media entre una opción y su
alternativa de gobierno).
Si, por el contrario, se producen movimientos electorales pendulares, esto es, si los partidos mayoritarios se reparten hacia los extremos del abanico ideológico, podemos esperar un clima político marcado por el conflicto y la inestabilidad. Este comportamiento suele operarse en países donde la democracia no está plenamente consolidada y se considera un indicador negativo de calidad democrática. En estos lugares, la conflictividad social es elevada y las amenazas de golpe militar son frecuentes. Este es, por ejemplo, el retrato de la España republicana de los años 30, cuyo trágico final bien conocemos.
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