jueves, 6 de septiembre de 2012

Primavera árabe: un análisis (pesimista) (y IV)

En el caso de los países árabes, de momento solo tres estados, Túnez, Egipto y Libia, han celebrado elecciones, pero el triunfo de los partidos islamistas en detrimento de las opciones seculares y del liberalismo laico no parece poder interpretarse como un resultado demasiado esperanzador. Además, en Egipto la ajustada victoria de Morsi sobre Shafiq (candidato de la vieja guardia de Mubarak), de tan solo 3 puntos y medio, y la baja participación experimentada en los comicios (del 46.4% en la primera vuelta y del 51.8% en la segunda) reflejan una sociedad polarizada y convulsa. Por eso es tan importante la postura que adopten los Hermanos Musulmanes en el nuevo escenario democrático. Como escribía hace poco Javier Solana sobre la agrupación: “Deben reorganizarse primero internamente y encontrar fórmulas que les permitan distanciarse de las facciones internas más conservadoras y promover políticas inclusivas hacia todos los grupos sociales y minorías”. Cuesta creer que los Hermanos vayan satisfacer estas demandas, y no solo porque la organización naciera con la vocación de establecer un estado islámico en Egipto, sino porque la consecución de las mismas habría de ser negociada con la Junta Militar. Cunado asumió el poder el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) tras el derrocamiento de Mubarak, los militares se arrogaron todos los poderes legislativos, limitaron los poderes presidenciales, se adjudicaron la facultad de designar el Comité que redactará la nueva Constitución, tomaron el control sobre los presupuestos del país y anunciaron que se encargarán de la seguridad doméstica y exterior del país.


Esa actitud inclusiva hacia todas las minorías y grupos sociales que exigía Javier Solana a la Hermandad habrá de ser una de las claves que determinen el éxito o fracaso de la transición democrática. El pluralismo de las sociedades es uno de los elementos que señalan Acemoglu y Robinson como pieza fundamental para la consolidación de instituciones inclusivas, esto es, democráticas. Según los autores, el poder político debe de estar bien acotado y, al mismo tiempo, repartido de forma amplia entre varios grupos o coaliciones. El reto de las nuevas democracias será evitar caer en una nueva forma de hegemonía política, bien encarnada por un uno solo individuo (como Mubarak), bien por un partido o bien por una élite (política, económica, militar o religiosa).
 
 
Si el pluralismo es para Acemoglu y Robinson una de las bases de las instituciones inclusivas, no lo ha de ser menos la existencia de un grado necesario de centralización. Los gobiernos resultantes de los nuevos procesos electorales que tengan lugar en el mundo árabe habrán de ser capaces de dirigir un estado suficientemente fuerte para hacer frente a las demandas que se le impongan y garantizar la gobernabilidad. En un clima tan convulso como el de la Primavera árabe, el riesgo de que las revueltas desemboquen en golpes militares, sangrientas represiones o guerras civiles es muy elevado, como podemos ver actualmente en Siria. De hecho, a lo largo de la Historia las revoluciones han conducido con mucha más frecuencia a estos resultados que al advenimiento de la democracia. Por eso, para evitar la inestabilidad, los nuevos gobernantes electos, además de promover el pluralismo, deberán asegurar el cumplimiento de la ley y el orden, garantizar el abastecimiento de los servicios públicos y regular la actividad económica, evitando cualquier vacío de poder que pueda ser aprovechado por algún grupo para atacar al sistema.


El sometimiento de las Fuerzas Armadas al nuevo régimen democrático será una tarea ardua pero crucial. Los militares, acostumbrados a ocupar grandes parcelas de poder y disponer de privilegios durante los antiguos gobiernos dictatoriales, no se plegarán fácilmente a las nuevas exigencias políticas y a un juego democrático en el que ellos parecen ser los perdedores. Así, su lealtad requerirá grandes inversiones de tiempo y esfuerzos, y es probable que el “ruido de sables” amenace a las jóvenes democracias (si consiguen enraizar) durante varias legislaturas. La habilidad de los Gobiernos para atraer e integrar a los militares en el nuevo sistema será clave, especialmente porque el Ejército habrá de ser un instrumento fundamental del Estado para imponer esa centralización de la que hablábamos. La consecución de una territorialidad completa, es decir, de un escenario en el que no intervengan actores no estatales que amenacen la estabilidad (grupos terroristas, mafias, guerrilla), dependerá en gran medida de la actuación de las Fuerzas Armadas. Finalmente, la centralización pasará por la capacidad de los nuevos ejecutivos para imponer una institucionalización completa, o sea, por lograr que todos los ciudadanos reconozcan, acepten y practiquen un mínimo de reglas de juego comunes.


Como bien sabemos, alcanzar estas metas no será una labor sencilla, pero la estabilidad democrática y la gobernabilidad de los estados han de pasar por ellas.


Por último, no podemos dejar de referirnos al contexto internacional cuando hablamos de la Primavera árabe. Ya hemos señalado la crisis económica global como una de las causas de las revueltas, pero no debemos olvidar la relevancia de las facetas política y geoestratégica. No es una cuestión menor que el estallido de esta ola revolucionaria se haya producido con Barack Obama al frente del Gobierno de los Estados Unidos. El presidente americano ha tomado una postura militar y un talante concialiadores con respecto al mundo árabe. Cuesta imaginar que este proceso pudiera haber tenido lugar con George Bush en la Casa Blanca, especialmente si tenemos en cuenta el discurso dicotómico, “ellos y nosotros”, que estableció después del 11 de septiembre. Este relevo en la presidencia unido al declive de Al Qaeda ha facilitado que Estados Unidos ya no sea percibido como el enemigo número uno del mundo árabe y que la democracia deje de ser un producto occidental que provoca rechazo para convertirse en un bien deseable.


Pero la llegada de Obama a Washington también ha traído un giro de toda la estrategia occidental para los países islámicos. Estados Unidos y su socio principal en Oriente Medio, Arabia Saudí, están respaldando las revueltas con distintos objetivos: los americanos promueven la democracia en la región y los saudíes se aseguran de capitalizarla desde el punto de vista político-religioso. Al mismo tiempo, con esta estrategia ambos combaten el avance de la influencia iraní. Como señalaba Sami Naïr:


El nuevo paradigma parece ser el de una búsqueda de la estabilidad regional interna en los países árabes basándose en los islamistas conservadores, que se han convertido en los nuevos aliados. Las fuerzas democráticas laicas árabes parecen demasiado débiles, no constituyen una elección seria de momento… Se abre de hecho un periodo de experimentación del islam político tanto en Túnez, Libia, como en Egipto y probablemente mañana en Siria, bajo dominio saudí y beneficiándose del apoyo directo de Estados Unidos y Europa”.


Como vemos, el contexto internacional, así como el papel que jueguen los aliados occidentales también habrán de tener impacto en el modo en que se desarrolle la Primavera árabe.
 
Y hasta aquí este análisis pesimista de la Primavera árabe. Tal vez otro día os dé el tostón con las causas o con las conclusiones que se pueden extraer. Gracias por leer.



 
 

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