En
el caso de los países árabes, de momento solo tres estados, Túnez,
Egipto y Libia, han celebrado elecciones, pero el triunfo de los
partidos islamistas en detrimento de las opciones seculares y del
liberalismo laico no parece poder interpretarse como un resultado
demasiado esperanzador. Además, en Egipto la ajustada victoria de
Morsi sobre Shafiq (candidato de la vieja guardia de Mubarak), de tan
solo 3 puntos y medio, y la baja participación experimentada en los
comicios (del 46.4% en la primera vuelta y del 51.8% en la segunda)
reflejan una sociedad polarizada y convulsa. Por eso es tan
importante la postura que adopten los Hermanos Musulmanes en el nuevo
escenario democrático. Como escribía hace poco Javier Solana sobre
la agrupación: “Deben reorganizarse primero internamente y
encontrar fórmulas que les permitan distanciarse de las facciones
internas más conservadoras y promover políticas inclusivas hacia
todos los grupos sociales y minorías”.
Cuesta
creer que los Hermanos vayan satisfacer estas demandas, y no solo
porque la organización naciera con la vocación de establecer un
estado islámico en Egipto, sino porque la consecución de las mismas
habría de ser negociada con la Junta Militar. Cunado asumió el
poder el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) tras el
derrocamiento de Mubarak, los militares se arrogaron todos los
poderes legislativos, limitaron los poderes presidenciales, se
adjudicaron la facultad de designar el Comité que redactará la
nueva Constitución, tomaron el control sobre los presupuestos del
país y anunciaron que se encargarán de la seguridad doméstica y
exterior del país.
Esa
actitud inclusiva hacia todas las minorías y grupos sociales que
exigía Javier Solana a la Hermandad habrá de ser una de las claves
que determinen el éxito o fracaso de la transición democrática. El
pluralismo
de
las sociedades es uno de los elementos que señalan Acemoglu y
Robinson como pieza fundamental para la consolidación de
instituciones inclusivas, esto es, democráticas. Según los autores,
el poder político debe de estar bien acotado y, al mismo tiempo,
repartido de forma amplia entre varios grupos o coaliciones.
El
reto de las nuevas democracias será evitar caer en una nueva forma
de hegemonía política, bien encarnada por un uno solo individuo
(como Mubarak), bien por un partido o bien por una élite (política,
económica, militar o religiosa).
Si
el pluralismo es para Acemoglu y Robinson una de las bases de las
instituciones inclusivas, no lo ha de ser menos la existencia de un
grado necesario de centralización.
Los gobiernos resultantes de los nuevos procesos electorales que
tengan lugar en el mundo árabe habrán de ser capaces de dirigir un
estado suficientemente fuerte para hacer frente a las demandas que se
le impongan y garantizar la gobernabilidad. En un clima tan convulso
como el de la Primavera árabe, el riesgo de que las revueltas
desemboquen en golpes militares, sangrientas represiones o guerras
civiles es muy elevado, como podemos ver actualmente en Siria. De
hecho, a lo largo de la Historia las revoluciones han conducido con
mucha más frecuencia a estos resultados que al advenimiento de la
democracia. Por eso, para evitar la inestabilidad, los nuevos
gobernantes electos, además de promover el pluralismo, deberán
asegurar el cumplimiento de la ley y el orden, garantizar el
abastecimiento de los servicios públicos y regular la actividad
económica, evitando cualquier vacío de poder que pueda ser
aprovechado por algún grupo para atacar al sistema.
El
sometimiento de las Fuerzas Armadas al nuevo régimen democrático
será una tarea ardua pero crucial. Los militares, acostumbrados a
ocupar grandes parcelas de poder y disponer de privilegios durante
los antiguos gobiernos dictatoriales, no se plegarán fácilmente a
las nuevas exigencias políticas y a un juego democrático en el que
ellos parecen ser los perdedores. Así, su lealtad requerirá grandes
inversiones de tiempo y esfuerzos, y es probable que el “ruido de
sables” amenace a las jóvenes democracias (si consiguen enraizar)
durante varias legislaturas. La habilidad de los Gobiernos para
atraer e integrar a los militares en el nuevo sistema será clave,
especialmente porque el Ejército habrá de ser un instrumento
fundamental del Estado para imponer esa centralización de la que
hablábamos. La consecución de una territorialidad completa, es
decir, de un escenario en el que no intervengan actores no estatales
que amenacen la estabilidad (grupos terroristas, mafias, guerrilla),
dependerá en gran medida de la actuación de las Fuerzas Armadas.
Finalmente, la centralización pasará por la capacidad de los nuevos
ejecutivos para imponer una institucionalización completa, o sea,
por lograr que todos los ciudadanos reconozcan, acepten y practiquen
un mínimo de reglas de juego comunes.
Como
bien sabemos, alcanzar estas metas no será una labor sencilla, pero
la estabilidad democrática y la gobernabilidad de los estados han de
pasar por ellas.
Por
último, no podemos dejar de referirnos al contexto internacional
cuando hablamos de la Primavera árabe. Ya hemos señalado la crisis
económica global como una de las causas de las revueltas, pero no
debemos olvidar la relevancia de las facetas política y
geoestratégica. No es una cuestión menor que el estallido de esta
ola revolucionaria se haya producido con Barack Obama al frente del
Gobierno de los Estados Unidos. El presidente americano ha tomado una
postura militar y un talante concialiadores con respecto al mundo
árabe. Cuesta imaginar que este proceso pudiera haber tenido lugar
con George Bush en la Casa Blanca, especialmente si tenemos en cuenta
el discurso dicotómico, “ellos y nosotros”, que estableció
después del 11 de septiembre. Este relevo en la presidencia unido al
declive de Al Qaeda ha facilitado que Estados Unidos ya no sea
percibido como el enemigo número uno del mundo árabe y que la
democracia deje de ser un producto occidental que provoca rechazo
para convertirse en un bien deseable.
Pero
la llegada de Obama a Washington también ha traído un giro de toda
la estrategia occidental para los países islámicos. Estados Unidos
y su socio principal en Oriente Medio, Arabia Saudí, están
respaldando las revueltas con distintos objetivos: los americanos
promueven la democracia en la región y los saudíes se aseguran de
capitalizarla desde el punto de vista político-religioso. Al mismo
tiempo, con esta estrategia ambos combaten el avance de la influencia
iraní. Como señalaba Sami Naïr:
“El
nuevo paradigma parece ser el de una búsqueda de la estabilidad
regional interna en los países árabes basándose en los islamistas
conservadores, que se han convertido en los nuevos aliados. Las
fuerzas democráticas laicas árabes parecen demasiado débiles, no
constituyen una elección seria de momento… Se abre de hecho un
periodo de experimentación del islam político tanto en Túnez,
Libia, como en Egipto y probablemente mañana en Siria, bajo dominio
saudí y beneficiándose del apoyo directo de Estados Unidos y
Europa”.
Como
vemos, el contexto internacional, así como el papel que jueguen los
aliados occidentales también habrán de tener impacto en el modo en
que se desarrolle la Primavera árabe.
Y
hasta aquí este análisis pesimista de la Primavera árabe. Tal vez
otro día os dé el tostón con las causas o con las conclusiones
que se pueden extraer. Gracias por leer.
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