Además
de estos obstáculos sociales que encuentran los países árabes para
su modernización, existen otros de carácter institucional. En estos
estados, los recursos económicos se encuentran en poder de una
pequeña élite que se beneficia y enriquece a costa de una mayoría
social empobrecida. Cuentan con lo que Acemoglu y Robinson denominan
“instituciones
económicas extractivas”,
en oposición a las “instituciones
económicas inclusivas”,
que son las que caracterizan las sociedades democráticas. Estas
últimas garantizan los derechos de propiedad privada, seguridad
jurídica, velan por el cumplimiento de la ley en los contratos, las
transacciones y previenen el fraude y el robo. Además, los estados
dotados de instituciones económicas inclusivas prestan otros
servicios públicos, como redes de carreteras para el transporte de
bienes y mercancías, infraestructuras para el desarrollo de la
actividad económica, nuevas tecnologías o centros educativos de
calidad.
Huelga
decir que todo esto no sucede en los países árabes que nos ocupan.
Si
volvemos a la España inmediatamente posterior a la muerte de Franco,
nos encontramos con un país que, si bien vivía bajo un régimen
autoritario, había desarrollado unas instituciones económicas
inclusivas desde finales de los años 50. Así, el libre mercado,
junto con el respeto por la seguridad jurídica y la propiedad
privada habían procurado un crecimiento económico sostenido de un
efecto modernizador muy notable. Para que un régimen dictatorial
decida llevar a cabo una apertura económica de estas
características, el Gobierno ha de estar lo bastante seguro de que
ello no supone una amenaza para su poder político, o bien
suficientemente acorralado como para verse obligado a tomar la vía
aperturista. En los países árabes, las élites locales no tienen
ningún incentivo para implementar unas instituciones económicas
inclusivas que les despojarían de sus privilegios y suculentos
beneficios, lo cual dificulta enormemente la implantación de la
democracia. Además, cuando la arbitrariedad es la norma, los
incentivos
de
la propia población autóctona para ahorrar, invertir, impulsar
avances tecnológicos o desarrollar técnicas que mejoren la
productividad son muy escasas. ¿Para qué realizar un esfuerzo que
no irá en su beneficio, sino que será apropiado por las élites
gobernantes? Estos abusos que acabamos de describir están en la raíz
de las protestas que han originado la Primavera árabe.
En
efecto, como señalan Acemoglu y Robinson, cuando aquellos que
ostentan el poder no cuentan con los incentivos suficientes para
implementar instituciones políticas y económicas inclusivas, la
única vía para alcanzarlas es forzar a las élites a crear
instituciones más pluralistas.
Actualmente asistimos al momento en que esto está teniendo lugar en
el mundo árabe. Un gran sector de la sociedad se manifiesta de forma
masiva para exigir instituciones inclusivas, desafiando, cuando no
derribando, a los Gobiernos de los estados en cuestión. Sin embargo,
las posibilidades de que de estas revoluciones se derive la llegada
de la democracia al mundo árabe no están tan claras como algunos
quieren creer. Las ansias de libertad, igualdad de oportunidades y
elecciones libres que verbalizaban los manifestantes de la plaza
Tahrir en El Cairo han ido diluyéndose poco a poco, y el peso del
movimiento ha ido basculando hacia los grupos militares y religiosos
(los Hermanos Musulmanes) más poderosos. Este giro en el
protagonismo de las protestas cae dentro de lo que cabía esperar y
obedece a una lógica que Robert Michels describió muy bien en su
“Ley de hierro de la oligarquía”. Llegado el momento de
organizarse, todo movimiento tenderá a ser capitalizado por una
élite capaz de aglutinar mayor poder político, recursos económicos
y tiempo disponible.
¿Qué grupos están en disposición de alzarse sobre el resto en
esta competición? Las autoridades militares y religiosas; lo cual,
como recuerda Huntington, no es casualidad:
“(...)
la oposición laica es mucho más vulnerable a la represión que la
oposición religiosa. Esta puede operar dentro y detrás de una red
de mezquitas, organizaciones benéficas, fundaciones y otras
instituciones musulmanas que el Gobierno cree que no puede suprimir.
Los demócratas liberales no tienen tal cobertura y, por tanto, son
más fácilmente controlados o eliminados por el Gobierno”.
Pero
no solo eso, el poder opositor de los grupos religiosos ha contado
tradicionalmente con un doble respaldo social e institucional. Estas
organizaciones gozan de una alta aprobación popular por cuanto
prestan una asistencia sanitaria, educativa y económica en lugares
deprimidos donde el Estado no es capaz de proveer tales servicios. Al
mismo tiempo, ya desde la guerra fría, muchos gobiernos árabes
apoyaron a los islamistas por mostrarse contrarios a los movimientos
comunistas o nacionalistas que les eran hostiles. Si a ello le
añadimos que las autoridades estatales tendieron a eliminar
sistemáticamente toda oposición laica, no nos es difícil explicar
que el poder religioso se posicionara rápidamente como la única
alternativa viable de oposición.
Llegados
a este punto, está por ver la actitud que adopten las organizaciones
islamistas y especialmente los Hermanos Musulmanes en el escenario
cambiante que representa la Primavera árabe. Durante la tercera ola
de democratización que tuvo lugar en los años 70 y 80, la Iglesia
Católica jugó un papel muy importante. Solo unos años antes, entre
1962 y 1965, se había celebrado el Concilio Vaticano II, que había
supuesto la mayor renovación de la institución desde el Concilio de
Trento (1545-63). Así, bajo el papado de Juan XXIII, la Iglesia se
reconcilió con la modernidad, rechazó oficialmente el
antisemitismo, desempeñó un rol destacado en el colapso y caída
del Comunismo y alentó la corriente democratizadora que se
produciría en la década de 1970.
Sin
embargo, cuesta imaginar que las organizaciones islamistas vayan a
actuar como facilitador de la llegada de la democracia en los países
árabes, especialmente porque no existe una univocidad religiosa en
el mundo musulmán, esto es, una versión islámica del Vaticano con
una figura capital asimilable a la del Papa. Desde que Kemal Ataturk
aboliera el Califato otomano en 1924, se viene librando una guerra
soterrada entre los estados de la esfera árabe, que pugnan por
erigirse como referencia política y religiosa del islam.
Tras
el estallido de la Revolución Islámica iraní en 1978, ha sido el
país persa (de mayoría chií) el que ha protagonizado, junto con
Arabia Saudí (suní), el mayor esfuerzo por alzarse con el liderazgo
islámico, hasta el punto de que ambos países viven en una situación
técnica de guerra fría desde hace décadas. La mala noticia es que
ni el wahabismo saudí ni el jomeinismo iraní encarnan precisamente
visiones moderadas del islam. La buena es que en los últimos años
ha irrumpido en el tablero internacional una Turquía decidida a
convertirse en la máxima potencia regional, cuya visión laica del
Estado y concepción moderada del islam pueden ejercer una influencia
positiva en la Primavera árabe.
Pero los obstáculos religiosos para la llegada de la democracia al mundo árabe no son únicamente los que se refieren al vacío institucional y espiritual descrito, sino que derivan de la propia raíz del islam. Hay razones para afirmar que Occidente y los países de mayoría religiosa cristiana cuentan con mayores posibilidades de desarrollar instituciones democráticas que los estados islámicos. El islam es, por su naturaleza, mucho más que una religión: es un “modo de vida”. Su visión teleológica de la Historia une lo trascendente con lo inmanente, convirtiendo religión y política en uno. Ello contrasta con la tradición judeo-cristinana que, si bien mantiene una lectura teleológica del mundo, defiende el discurso de los reinos separados: “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. Además, el islam es una religión de relativa tardía implantación, si tenemos en cuenta que atravesamos el año 2012 de la era cristiana, pero solo el 1433 del calendario musulmán. Aunque solo sea por esto, Occidente ha contado con cinco siglos de ventaja durante los cuáles discutir cuál es el lugar que ha de ocupar la religión en la esfera pública. Y no fue hasta nuestro año 1648, para el que le restan más de dos centurias al calendario musulmán, cuando la Paz de Westfalia estableció la separación efectiva de la Iglesia y el Estado. Mientras no se produzca una fractura definitiva entre política y religión, la llegada de la democracia a los países árabes será muy complicada. Pero también en la búsqueda de su Paz de Westfalia los musulmanes encontrarán más obstáculos que Occidente. Hemos de recordar que cuando el islam emerge como un Corpus Juris Canonici en la península Arábiga (632 d.C.) no existía en aquel lugar un Corpus Juris Civilis. Por contra, cuando el cristianismo es declarado religión oficial del Imperio (380 d.C.), la ley romana contaba con nueve siglos de implantación. Nueve siglos de convivencia de los europeos con una normativa civil, frente a un mundo musulmán para el que su primera, y durante mucho tiempo única ley, fue la ley islámica.
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